Hobbes en el Leviatán acepta que la persona, como máscara, puede representar cualquier cosa, aunque sea ficticia. Desde luego, la persona se representa principalmente a sí misma, y en ocasiones a otro individuo. No sé si George Psalmanazar (que detestaba a Hobbes) leyó esta definición, pero sin duda la puso en práctica para presentarse con la máscara de un formoseño ficticio y publicar en 1704 una Descripción de Formosa totalmente imaginaria. Poco antes, Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano (en la edición de 1694) había afirmado que el yo es una actuación y que la persona solo existe en el foro, a diferencia del alma, que es indiferente e independiente del entorno social y material. El francés disfrazado de formoseño se inventó ante el foro inglés y vivió de su actuación durante muchos años. Se aprovechó de la fascinación de los ingleses por el Oriente exótico y del gran atractivo que sentían por las polémicas religiosas. Representó a una persona cuya misteriosa alteridad atraía a los europeos del siglo XVIII, quienes además se asombraban de las actitudes virulentamente antijesuitas del supuesto oriental.
Después de unos veinte años de vivir del cuento y de representar una ficción, Psalmanazar comenzó a arrepentirse de su mentira. Acaso por auténtico sentimiento de culpa o bien debido a que su representación dejó de interesar y comenzó a levantar cada vez más sospechas, el hecho es que inició la redacción de sus memorias, en las que supuestamente revela su auténtico yo y denuncia la falsedad en la que había vivido. En realidad, obsesionado por su identidad, decidió crear otra persona, otra máscara: la faz “verdadera” que debía reivindicarlo después de su muerte, cuando se publicaran sus memorias. La posteridad ha preferido su ego inventado a la persona “real” de esas memorias, donde se exhibe un francés que ni siquiera revela su nombre ni su origen, nacido hacia 1679, educado por franciscanos, jesuitas y dominicos, y que de muy joven recorre Europa haciéndose pasar por un japonés convertido al cristianismo, hasta que llega a Londres personificando a un noble de la isla de Formosa.
Ya viejo y enfermo, Psalmanazar desarrolló una buena amistad con el doctor Johnson, el gran intelectual inglés. Es muy probable que la admiración que sentía Samuel Johnson por el impostor se debió a que sabía de su arrepentimiento y creyó en su sinceridad. Solían reunirse en una cervecería de Old Street. En una ocasión Johnson dijo que Psalmanazar era el mejor hombre que había conocido y que “su piedad, penitencia y virtud casi excedían incluso lo que leemos como maravilloso en las vidas de los santos” (en conversación con la señora Thrale, citado en Frederic J. Foley, The great Formosan impostor, 1968). Sin duda Psalmanazar debió de haber sido un personaje fascinante y, dado que Johnson detestaba la mentira, podemos suponer que su arrepentimiento fue creíble.
Sin embargo, el mayor éxito literario de Psalmanazar, y el que realmente impulsó su trascendencia, no fueron sus memorias de arrepentido sino la historia que Swift tomó de la Descripción de Formosa para incluirla en su célebre “Modesta proposición”. La irónica propuesta de comerse a los niños para resolver los problemas de Irlanda viene directamente de Psalmanazar, quien escribió que en Formosa la carne de los ejecutados era el manjar más apreciado y que se compraba directamente a los verdugos. Cuenta Psalmanazar que una virgen alta, bien formada, gorda y bella, que había tratado de envenenar al rey, fue crucificada y mantenida viva mediante licores fuertes para que sufriera durante seis días. Después del largo suplicio “su carne quedó tan tierna, deliciosa y valiosa” que el verdugo la pudo vender muy cara. Swift relata de nuevo la historia, con su prosa compacta y satírica, para documentar su “modesta proposición”.
Desde tiempos antiguos, los miembros de la sociedad ponen en escena su propia vida, como hizo Psalmanazar. Hay políticos que lo hacen en forma napoleónica o heroica, artistas incomprendidos que adoptan posturas excéntricas y otros que se ocultan bajo el secreto para dejar que los envuelva un halo de misterio. Hay estrellas que brillan gracias a su cultivada fama, aventureros cuya vida se convierte en modelo, místicos que escenifican el vínculo con la deidad y supervivientes de tragedias o enfermedades cuya angustia es su forma de existir. Psalmanazar puso en escena dos veces su vida, una como impostor y otra como arrepentido. Su ejemplo, marginal como es, nos ayuda a pensar en las máscaras que los seres humanos usamos para vivir en sociedad. Pero sobre todo nos permite ver con ojos irónicos la forma espectacular en que muchos intelectuales construyen su ego. Psalmanazar, para resistir el peso de su ego ficticio, en sus memorias (publicadas en 1764, un año después de su muerte) dice que tomó durante muchos años, todos los días, una dosis de láudano, una preparación a base de opio. Lo hizo, afirma, para satisfacer “mi vanidad y mi insensato afecto a la singularidad: esa fue mi pasión dominante”.~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.