De entre todas las figuras retóricas, quizá la más sencilla, la más elemental, sea la aliteración. Es una especie de instinto o inocencia: consiste en la mera repetición, no de palabras o estructuras más elaboradas, sino de simples sonidos. Nada de expresar el todo por la parte y sus variaciones y sus viceversas (sinécdoque); nada de cruzamientos sintácticos o semánticos para desplazar atributos entre objetos y sujetos (hipálage); nada de decir menos para significar más (lítote). El de la aliteración es un procedimiento más modesto: convertir al lenguaje en una sonaja corta y precisa, en el recorte de una cascada. Hacer, pues, un eco concreto y en miniatura en la vecindad de una frase.
El nombre mismo de la cosa ya apunta a su rara discreción. Mientras otros tropos y figuras se identifican con términos de apariencia descarnadamente clínica —como anacefalcosis, eutrapelia, epanortosis y leixaprén—, aliteración tiene un gusto más bien doméstico. La etimología de la palabra confirma esta basalidad: viene del prefijo a- y el latín littĕra, que significa ‘letra’ y que designa tanto a los signos de un alfabeto como a los sonidos de un idioma. La a de aliteración no es la de acéfalo o ateísmo, no es la a que corta, quita o niega; es la a de asumir, asustar, admirar y adverbio, y que indica dirección, proximidad o encarecimiento. Podríamos decir, entonces, que aliterar es un ir a los sonidos mismos, que cada aliteración es una diminuta fenomenología del sonido.
La estrofa V de la Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora, termina con estos versos: “infame turba de nocturnas aves / gimiendo tristes, volando graves”. Son dos versos famosos, de 1612, y lo son, en buena medida, por la aliteración que contiene el primero. Se trata de una aliteración particularmente robusta, porque consiste, no sólo en la repetición de una consonante, sino en la reiteración exacta de un grupo de sonidos (tur), con una vocal tónica de por medio. El efecto que consigue es ineludible: el verso no se puede leer en voz alta sin que la lengua se convierta en el motor de una sombra.
Se ha dicho que la u de esta aliteración imita el ulular de las aves en cuestión. Puede que así sea, pero siempre he pensado que el blanco sonoro de las aliteraciones es anterior y, al mismo tiempo, superior, a toda intención onomatopéyica. En el Soneto CXLV, por ejemplo, Sor Juana habla de un retrato que “con falsos silogismos de colores / es cauteloso engaño del sentido”. ¿Qué sonido podría estar imitando la aliteración que corre en “falsos silogismos de colores”? Ninguno, pues aquí no hay onomatopeya, como no la hay en la absoluta mayoría de estas figuras. Su fin es crear un efecto sonoro (en este caso, un nido de serpientes) y dirigir la mirada hacia un vínculo entre dos palabras que de repente parece necesario o fatal.
Quizá se trate de una interpretación demasiado personal y caprichosa, pero mi gusto por las aliteraciones radica en este punto precisamente: en esa capacidad (que yo percibo o imagino o anhelo) para señalar alianzas sutiles y secretas. Sé que esta parcialidad me condiciona cuando leo y cuando escribo. Leo en “Nubes I”, de Borges, que “La numerosa / nube que se deshace en el poniente es nuestra imagen” y me emociona no sólo, o no tanto, la verdad de la metáfora, sino la pertinencia de la aliteración, porque siento que nunca un adjetivo ha calificado mejor a un sustantivo, que su relación es tan original como orgánica, y que entonces el numen y noúmeno. O debo escribir un breve texto sobre “mi figura retórica favorita” y en algún momento advierto que los adjetivos árido y arduo aliteran y entonces me embarga la imprudente necesidad de ponerlos cerca, de que ardan y hagan desierto juntos, pero el sentido de lo que voy diciendo no me lleva nunca ni cerca de parajes ásperos o estériles. (Ya habrá ocasión.)
El encanto de la aliteración es el modesto encanto de la repetición. Y no se trata siquiera de la repetición regular del ritmo o de la repetición acompasada de las columnas en la fachada del templo griego, sino de la simple cercanía de lo semejante. Recuerda la capacidad de la repetición para volver significativos los sonidos (y las palabras y cosas). Es, cada aliteración, un eco y un ritual de bolsillo.