/
Me conmueve la barra diagonal, su supervivencia en los meandros de las abreviaturas (s/n), los kilometrajes (90 km/h) y las páginas web (http://www.letraslibres.com). Es una Torre ortográfica de Pisa que, salvo los académicos que citan versos en sus ponencias, nadie frecuenta.[1]De ahí que su caída nos parezca inminente, que amenace con sepultar las palabras que le siguen. Pero no: en realidad, la diagonal apoya dócilmente el peso de sus extremidades en las letras que la flanquean. La falta de un trabajo menos técnico ha hecho que se agote con facilidad.
Es todo menos rígida y hosca; frente al teclado, algunos niños sin imaginación ven en ella un subibaja o una resbaladilla. Pero la diagonal soporta con paciencia estos y otros malentendidos. Aguarda un milagro, una reforma ortográfica, el momento en que su inclinación deje de ser un punto de apoyo para convertirse en un desafío a la gravedad.
[1]Quizá exagero: sin la diagonal no podría entenderse la obra de Juan Gelman (1930). Como el guión largo en Emily Dickinson o las minúsculas en e.e. cummings, la barra diagonal es una de las principales señas de identidad del poeta argentino: “¿por qué tan vivo está lo que no fue? / ¿nunca junté pedazos tuyos? / ¿cada recuerdo se consume en su llama? / ¿eso es la memoria? / ¿suma y no síntesis? / ¿ramas y nunca árbol? / ¿pie sin ojo, mano sin hora? / ¿nunca? / ¿saliva que no moja? / ¿así atan los cordones del alma? / ¿vos sos dolor, miedo al dolor?” (Carta a mi madre, 1987)
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).