¿Qué apesta tanto?

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Apenas van a dar las seis de la tarde de este domingo 5 de julio, hora de cierre para las casillas en las que no haya votantes esperando, cuando puedo leer en el sitio web de Mural: “Existe ambiente derrotista con Salinas”. Quiere decir esto que, en las inmediaciones de Jorge Salinas Osornio, candidato del PAN a la Alcaldía de Guadalajara, está privando la desolación y de un momento a otro va a desatarse el berrinche: el PRI está ganando (y también en Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá, o sea toda la Zona Metropolitana de Guadalajara; y también en Puerto Vallarta, Ciudad Guzmán, los Altos…). Desde hace cinco trienios, el municipio tapatío ha venido pasando de un panista a otro: dos de estos presidentes municipales se han convertido en gobernadores: el actual, Emilio González Márquez, célebre por bocafloja y pendenciero, y el anterior, Francisco Ramírez Acuña, quien fue también el primer secretario de Gobernación de Felipe Calderón y que, defenestrado pronto, y devuelto al terruño, orquestó la postulación de Salinas Osornio al tiempo que preparó su propio reingreso al presupuesto reservándose una candidatura para una curul federal.

Poco antes de las once de la mañana, apenas íbamos haciéndonos al ánimo de recorrer la inmensa y pesarosa distancia hasta la casilla (aquí a la vueltita, en la Primaria Rudyard Kipling: ni siquiera hay que bajarse de la banqueta), Ramírez Acuña le espetaba a un reportero radiofónico que estas elecciones, indudablemente, tendrían que resolverse en los tribunales. Y agregaba: “No quiero pronosticar, pero estoy seguro de que los resultados serán favorables para el PAN”. También por la radio, un señor se quejaba de que en su casilla sólo había lápices para marcar las boletas, en lugar de los crayones reglamentarios, y luego una señora denunciaba que alguien le había ofrecido tres mil pesos para votar por el PRI. Yo, claro, me ilusioné: quiera Diosito que al formarme alguien me haga semejante oferta, pensé. Como en cada elección, lo que más me intrigaba a esas alturas era descubrir cuál vecino estaría agriándose como escrutador (¿quién les lleva de comer, qué hacen si tienen una urgencia intestinal, cómo sobrellevan la jornada si les toca desempeñar su responsabilidad ciudadana junto a alguien que detestan?), pero la decepción fue la misma de otras veces: nadie conocido. Tampoco ninguna irregularidad que saltara a la vista: los representantes de tres partidos escudriñaron atentamente mis facciones, sí estuve en la lista nominal, me dieron las boletas, me oculté a hacer de las mías. (Aunque sí hubo algo extraño: la muchacha que me recibió la credencial, en un extremo de la mesa, era igualita a la muchacha que me la regresó, en el otro extremo. Tardé en comprender que se trataba de unas gemelas. ¿Contemplan estas situaciones los códigos federal o municipales de instituciones y procedimientos electorales? ¿Alguna vez habrán sido funcionarias de casilla, simultáneamente, Ivonne e Ivette, o Pituka y Petaka? ¿Debí levantar una denuncia?).

Yo iba, lo digo con franqueza, listo para escribir insultos sonoros en cada boleta. Los había meditado concienzudamente a lo largo de semanas, mientras las campañas en Jalisco —como, desde luego, en todo México— prosperaban en su siniestra exaltación de la estupidez. En Guadalajara, para hablar de mi municipio, a lo más elegante que llegaron los contendientes panista y priista fue a exigirse mutuamente pruebas antidoping y de detector de mentiras; la primera, de hecho, casi la hicieron: ya se habían cortado sendos mechones de cabello, pero el priista (Aristóteles Sandoval, que a estas horas, 10 de la noche, está festejando ya en la Minerva) agarró su muestra y salió corriendo; el perredista, en tanto, clamaba porque sus rivales se sometieran mejor a un examen psicométrico —pero no le hicieron mucho caso. Infestado el paisaje con espectaculares estrambóticos (Aristóteles se tiene por bonito: uno de sus eslóganes lo promueve como una de las bellezas que la ciudad puede presumir; Salinas Osornio, en cambio, rechoncho y con los ojitos demasiado juntos, nomás se limita a salir riendo), los tiempos electorales hicieron de la náusea una forma sostenida del tedio, y sólo hacia el final la cosa fue animándose con los candores y los malentendidos de los espontáneos, o no tan espontáneos, promotores del voto nulo —que va resultando, hacia las once de la noche, en un pacato 4 por ciento del total de la votación en el estado. Aunque tampoco es que eso hubiera sido muy emocionante: tan cansona fue esta suerte de anticampaña como las que hicieron los partidos, levantadas todas sobre la necedad, la rabieta perentoria y las ansias de venganza.

Y eso quería yo, vengarme, cuando fuera la hora decisiva. Fui, pues, a la mampara y empuñé el crayón. Pero ya estaba perdido. Me habían desarmado el comedimiento y la cordialidad de los prójimos en la casilla, los chistoretes con que se alegraban el día, la corrección con que se apegaban a los procedimientos, y no pude sino conmoverme ante el desperdicio de concordia y civilidad con que nos conducíamos todos ahí, lejísimos de las miserias de cuantos cretinos e imbéciles figuraban en las boletas, junto a los emblemas de sus partidos. No tuve corazón para dejar los insultos que tanto trabajo me había costado urdir. Los cambié en el último momento por otra cosa —que poco importa, desde luego: tan poco como este día.

Cómo apesta la tinta con que me mancharon los pulgares.

José Israel Carranza

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