¿Qué hacemos con Europa?

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El historiador alemán Philipp Blom (Hamburgo, 1970), a quien los lectores en español descubrimos gracias a Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales (Anagrama, 2007), publica ahora Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914 (Anagrama, 2010), un lienzo sobre el comienzo del siglo XX, los años previos a la Gran Guerra, que, como explica él mismo en su introducción, llevamos demasiado tiempo viendo como “una época idílica, los buenos viejos tiempos, una belle époque celebrada en películas de decorados fastuosos, entre los que se movía una sociedad elegante, y hasta entonces intacta”. El trabajo de Blom pasa por derruir paciente y minuciosamente esa imagen estática y nostálgica, por reconstruir una época muchísimo más dinámica y conflictiva que la que nuestra memoria ha elegido recordar. Y al hacerlo, porque como dirá más adelante en esta entrevista “toda la buena historia es historia contemporánea”, establece paralelismos más que pertinentes entre esos años de vértigo y el comienzo de siglo que nos ha tocado vivir.

En nuestra conversación hace tres años, comentó que estaba trabajando en la idea de que Europa se estaba convirtiendo, lastimosamente, en un museo. Cuando leí Años de vértigo pensé que a lo mejor ese proyecto original había devenido, de alguna forma, en este libro. ¿Es así?

No, en realidad no. Probablemente esa es una preocupación que tú compartes conmigo, por lo que has podido leer este libro en esa clave. Aunque sí es verdad que el libro nace del mismo interés por la Europa en que vivimos. Esos años de vértigo tienen mucha resonancia en nuestros días, compartimos esa sensación de desorientación, esa sensación de una tremenda energía que parece no conducir a ningún lugar. Sin embargo, hay una gran diferencia, y es que los comienzos del siglo XX fueron una época llena de futuro, estuvo llena de ideologías y personas que intentaban hacer del mundo un mejor lugar para todos. Hoy en día, hemos dejado de lado las ideologías, hemos perdido la fe en nuestra capacidad para construir un mañana mejor, de hecho, no queremos que llegue el futuro, queremos un eterno presente, queremos mantener lo que tenemos, no perderlo. Creo que nos encontramos ante un peligro real, porque el futuro va a llegar de todas formas, queramos o no. Así que o lo construimos a nuestro modo o simplemente llegará. Personalmente, tengo la idea de que los inmigrantes van a ayudarnos en esto, van a forzarnos a redefinirnos.

Puede que sea usted el único…

Creo que lo que ha ocurrido es que la riqueza considerable que ha alcanzado Europa ha tenido como consecuencia que cualquier debate o análisis acerca de nuestros valores sea visto como innecesario. Porque a todo el mundo le estaba yendo razonablemente bien, y la gente a la que no, era invisible para el resto. Pero hoy el panorama es otro, existen minorías considerables en nuestros países que no necesariamente aceptan nuestros valores, ya que tienen los suyos. Esto solía ser un asunto marginal, pero ya no lo es. Si tenemos un veinte por ciento de la población que cuenta con bagajes diferentes, no europeos, ideas diferentes, valores diferentes, eso es un asunto que no podemos ignorar si queremos edificar sociedades funcionales. Vuelve a ser importante. Y nos vemos forzados a debatir al respecto, a decidir quiénes queremos ser, hacia dónde queremos ir, cuán importante es para nosotros la igualdad entre hombres y mujeres, el que los niños reciban una educación secular, qué postura tenemos ante el aborto, ante la homosexualidad. Todas estas cosas se han convertido en un tema importante, y yo creo que eso es positivo. Necesitamos discutir quiénes somos y hacia dónde queremos ir y qué queremos hacer con este continente.

¿Cree que esa parálisis en la construcción de Europa se ha visto muy agravada por la crisis económica o los problemas graves estaban ya ahí?

Creo que nos hemos visto un poco abrumados por nuestra propia irresponsabilidad. Creamos el euro a pesar de las advertencias de muchas voces que argumentaban que nuestras economías eran demasiado diversas para sostener algo así. Decidimos dotarnos de reglas muy estrictas que lo hicieran posible a pesar de todo y seguir adelante. Pero luego los países que se suponía debían liderar la ola, Francia y Alemania, fueron los primeros en romper esas reglas. No hace falta decir que el resto de los países los siguieron. Y tenemos estos enormes rescates a un coste muy elevado. Si tomamos esto como una señal de alarma, está bien. Pero si se convierte en la norma, nos encontramos ante un grave problema. Creo también que la ampliación hacia el Este ha sido excesiva y demasiado apresurada. Son países con economías muy distintas a las del resto y que no se encuentran en la misma liga. Es muy difícil darles la misma voz en esta comunidad europea, y creo que en parte esta es una de las causas de nuestra parálisis. Tenemos que seguir adelante en la construcción de Europa. Me gustaría ver una televisión europea, por ejemplo, donde la misma telenovela se viera doblada a ocho idiomas. Realmente se hace una diferencia cuando la gente comparte una esfera pública. El euro ha sido importante en ese sentido, a muchos niveles, incluido el psicológico. El hecho de ir a diferentes países y seguir pagando con el mismo dinero es un paso importante. Es un símbolo muy poderoso y necesario, pero debe limitarse a aquellos países que cumplan con los estándares. Por supuesto que una moneda común implica que la gente y los gobiernos locales pierdan soberanía, en lo que a política monetaria se refiere. Y debe estar claro porque, de lo contrario, si cada país continúa tomando medidas por su cuenta, terminaremos rompiendo esto que hemos conseguido.

Volviendo al libro, es interesante descubrir que buena parte de lo que somos, de la experiencia vivida a lo largo del siglo XX, tuvo su origen en esos primeros años…

Siempre he pensado que toda la buena historia es historia contemporánea, que debe tener una resonancia contemporánea. Yo quería escribir acerca de ese periodo de tiempo, pero hacerlo desde nuestro tiempo y para la gente de nuestros días. Creo que lo interesante de este periodo, de cómo lo hemos visto siempre, es que hablamos de él como si hubiera sido una época muy estable, en la que todo estaba claro, en la que todo el mundo sabía cuál era su lugar. Pero, cuando miramos atentamente, vemos que era todo lo contrario, era un periodo de explosiones. Y esa nostalgia, que me atañía a mí mismo, porque uno siempre ha pensado que no ha habido una mejor época para ser un bourgeois, esos años y los treinta anteriores. Pero esa fue una experiencia minoritaria, creo que el sentimiento predominante era de desorientación, el sentir que el mundo volaba a tu alrededor y uno no sabía qué hacer o adónde ir. Por supuesto, es una paradoja que fuera una época llena de futuro, llena de esperanza, pero que las ideologías nacidas en esos años fueran las causantes de hechos terribles a lo largo del siglo XX. A parte del nudismo, creo que no hay ninguna que no haya matado a millones de personas. Y quizá ahí radica el miedo contemporáneo a las grandes respuestas.

Otro de los aspectos interesantes es la descripción que realiza del inicio del movimiento feminista a principios de siglo, el comienzo de la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres. ¿Cree que llegará el día en que, finalmente, esa lucha llegue a su fin?

Creo que hemos llegado al final. Hoy en día, ningún padre que empuja un cochecito de bebé siente que su masculinidad se vea amenazada. Esto en Europa, claro, únicamente en Europa. Hoy en día, a la mayoría de la gente el que una persona sea homosexual o heterosexual no le importa demasiado. En Europa, esas cuestiones, que tiempo atrás fueron temas candentes, están básicamente resueltas. No están resueltas en Estados Unidos, no están resueltas en Sudamérica, no están resueltas en Asia, no están resueltas en el mundo musulmán. Creo que el peligro que corremos es que, en la historia de los próximos doscientos años, estos años sean vistos como un corto periodo liberal.

Hay una cuestión, que no tiene mucho que ver con este libro, pero sí tiene que ver con mi último libro (A wicked company: The forgotten radicalism of the European Enlightenment), y es que realmente tenemos que formular un núcleo mínimo de valores, de valores seculares, y tenemos que estar dispuestos a defender esos valores de manera muy agresiva. Porque en las últimas décadas hemos visto las posibilidades y limitaciones de una sociedad plural. Y necesitamos pluralismo en nuestras sociedades, necesitamos sociedades donde los españoles, los latinoamericanos y los alemanes puedan vivir juntos, trabajar juntos, y en las que sea posible preservar nuestras identidades individuales. Pero si no está basada en los mismos principios, entonces no tenemos una verdadera sociedad. Si no tenemos la madurez suficiente para acometer ese reto, sencillamente otras sociedades que son más homogéneas, más religiosas, más inflexibles, van a pasarnos por encima. No porque Europa haya alcanzado a construir sociedades que funcionan bien, y en las que la gente vive razonablemente bien, el resto del mundo va a decidir seguirnos. Y es muy posible que esas otras sociedades alcancen mayor prosperidad económica, sean más unidas que la nuestra y tomen el mando. Entonces sí nos habremos convertido en un museo, con grandes edificios, hermosas muestras de arte e ideas interesantes, al que la gente se acerca de cuando en cuando para echar un vistazo, pero que a la vez no toma para nada en serio. ~

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(Lima, 1981) es editor y periodista.


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