Fotografía: Tullio M. Puglia

Refugiados: el precio de la inacción

Miles de personas intentan llegar a Europa huyendo de la guerra, la persecución y la miseria. Dar una respuesta humanitaria y responsable es uno de los grandes retos de la Unión.
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Hace ya dos años que murieron ahogadas más de trescientas personas frente a las costas de Lampedusa. En los días que siguieron a la tragedia hubo muchas declaraciones, algunos enfados y unas pocas reuniones, pero pocas acciones. Desde entonces al menos otras siete mil personas han corrido la misma suerte. A veces, entre los cadáveres, se logró salvar a algunas aún con vida; cuando no, lo mejor que pudimos darles fue un ataúd marcado con un número, casi nunca un nombre.

Dos años son mucho tiempo. Y nuestra memoria, siempre tan selectiva, nos ha permitido aceptar la idea de que la crisis de refugiados de la que ahora hablan todos los medios se ha desatado en los últimos meses. Pero esta crisis tiene, en realidad, muy poco de repentina. Hace años que está en marcha. Unas seiscientas mil personas han cruzado el Mediterráneo en lo que va de año para entrar en Europa. La mayoría huyen de conflictos, de guerras, de dictaduras y de crisis políticas y humanitarias desatadas hace años. Huyen de Siria, pero también de Iraq, Afganistán, Somalia, Eritrea, Nigeria, Gambia, Sudán, Mali, Sudán del Sur, República Centroafricana o Burundi. En ninguno de esos países la situación de violencia es nueva. Y sus gentes llevan también años huyendo para instalarse en algún lugar más seguro y próspero. En los últimos meses hemos puesto el foco en Macedonia o Serbia, de la misma forma que antes lo pusimos en Grecia o Italia. Casi nunca más allá del Mediterráneo. Hemos invisibilizado una realidad que llamaba a nuestras puertas desde hace años. Todos los organismos y organizaciones internacionales que trabajan en esas zonas llevaban años avisando de la situación límite de miles de personas y de su incapacidad para hacer frente a la magnitud del desastre humanitario.

El debate sobre la ineptitud de la ue y sus instituciones para dar una respuesta digna a lo que estaba ocurriendo volvió a arreciar. Apenas apaciguada la crisis del euro y las tensiones con Grecia, los naufragios del verano y la multiplicación de los “puntos calientes” en nuestro perímetro exterior pusieron a los líderes de la ue de nuevo contra las cuerdas. Y esta vez algo cambió.

Tras meses de debates, de tiras y aflojas, de amenazas y muchas presiones, se llegó por fin a un primer acuerdo sobre qué hacer con parte de los refugiados que habían llegado a Europa. En la reunión de septiembre no solo se ampliaron las cuotas de redistribución de las cuarenta mil iniciales, que muchos Estados recortaron o simplemente ignoraron tras el acuerdo de mayo, a 120.000; sobre todo, en esta ocasión, se tomó la decisión de hacerlo por mayoría cualificada, asumiendo el coste político de romper el principio de unanimidad que domina en cuestiones migratorias. Además, se anunciaron los procedimientos de sanción pertinentes en caso de incumplimiento.

Es cierto que las cifras son ridículas teniendo en cuenta las entradas acumuladas en lo que va de 2015 y las previsiones para el próximo año. Aun así, conviene no ignorar ni ridiculizar en exceso lo que se logra, aunque sea con claridad insuficiente.

El grado de frustración con el papel de la ue en este asunto es en gran medida fruto de las expectativas que se tienen sobre su capacidad para resolverlo. Y quizá deberíamos ajustar de modo realista dichas expectativas, sin que ello suponga dejar de exigir. La parálisis de las instituciones comunitarias es especialmente irritante cuando lo que está en juego son los derechos humanos y la esencia misma de Europa. Pero ¿de verdad pensamos que Hungría trataría mejor a los refugiados sin estar dentro de la ue? La ue es y seguirá siendo una institución paquidérmica, con mecanismos de reacción lentos. No resulta el mejor instrumento para resolver cuestiones urgentes. En muchos casos es necesario recabar el acuerdo de los veintiocho Estados o, como mínimo, de una mayoría cualificada de ellos (lo que significa dieciséis de los veintiocho Estados miembros que representen al menos el 65% de la población total de la unión). Los gobiernos de esos países responden a ciclos electorales diferentes y eso dificulta aún más su coordinación y consenso en este tipo de asuntos. Y para muestra, un botón: en octubre se ha efectuado, por fin, el primer vuelo de redistribución interna de solicitantes de asilo –diecinueve eritreos–, desde Italia hacia Suecia, como parte del cumplimiento de las cuotas acordadas en mayo pasado. Es decir, cinco meses para que algo “urgente” se ponga en marcha.

La ciudadanía tiene más capacidad de influencia sobre los gobiernos de sus respectivos Estados. Una ciudadanía vigilante y exigente con su gobierno nacional es, como hemos visto en las últimas semanas, la mejor garantía de una Europa digna. Han sido los ciudadanos de cada país, constituyendo plataformas internacionales de voluntarios, con manifestaciones multitudinarias como las de Viena, y los ayuntamientos, que tomaron la iniciativa pese a sus limitados recursos y competencias, los que forzaron a sus respectivos gobiernos nacionales (Merkel mediante) a aceptar la cuota que les correspondía. Con una triste excepción: cuatro países de Europa del este –Eslovaquia, República Checa, Hungría y Rumanía– que se oponen a cualquier acuerdo. En lugar de concentrar nuestras fuerzas en la desacreditación de Europa como un todo, habría que dirigir las exigencias para dar respuesta a la crisis a los gobiernos nacionales, sin bajar la guardia ante debates y actuaciones que pueden desarrollarse con mayor opacidad a nivel europeo.

Hay que tener en cuenta, al menos, tres cuestiones esenciales. En primer lugar, la distinción entre refugiados e inmigrantes. No hay duda de que los primeros merecen una protección especial y que Europa debe volcarse en hacer esa protección efectiva. Para ello, no basta simplemente con el cumplimiento de nuestras obligaciones internacionales (que, por cierto, a menudo infringimos); es necesario un esfuerzo logístico adicional. Pero dicho esfuerzo especial debería evitar la estigmatización paralela de quien quiere venir a Europa desde un país que, simplemente, no está en guerra.

Mejorar las condiciones de vida de uno y los suyos es una aspiración legítima. Tratar de realizarla emigrando es, además, una estrategia racional en un mundo marcado por la desigual distribución de la riqueza y las oportunidades entre países. La Comisión Europea lleva más de una década insistiendo en la necesidad de abrir más canales de entrada legal a la inmigración como forma de promover el crecimiento económico y la innovación. Como el economista Michael Clemens afirmaba hace meses en una entrevista, es un consenso prácticamente universal en la investigación sobre el impacto económico de las migraciones que los beneficios de la inmigración económica superan los costes para los países que la reciben, a la vez que no hay pruebas de que la emigración dañe a los países de origen más de lo que los dañan las políticas migratorias europeas que bloquean la salida de sus ciudadanos. De hecho, la emigración económica de unos hoy a menudo evita que otros se conviertan en refugiados mañana.

Pese a ello, desde el comienzo de la crisis se hace hincapié en la necesidad de vincular esa protección a los refugiados con la expulsión inmediata y efectiva de quienes son “solo” inmigrantes económicos. El vicepresidente de la Comisión ha llegado a afirmar que “para que la protección funcione es necesario asegurar que se devuelva a todo el que no merece ser protegido, porque si no los ciudadanos europeos no creerán en nosotros”. Esta afirmación contradice, por sí sola, lo que la Comisión ha estado intentando lograr durante una década y azuza los miedos ante la invasión que explotan los representantes de la extrema derecha.

Es casi imposible esa celeridad en la devolución de quien no merece ser protegido, porque no se distingue a un candidato legítimo al estatuto de refugiado de uno ilegítimo con solo una mirada a los ojos. El procesamiento de una solicitud de refugio es un trámite lento porque en la lentitud residen las garantías. De ahí la desconfianza que genera otra reciente propuesta de la Comisión: elaborar una nueva lista de “países seguros”, lo que justificaría tramitar las solicitudes de asilo de sus nacionales con rapidez. La Comisión ha propuesto incluir en esa nueva lista a Turquía, a pesar de que el 25% de las solicitudes de nacionales de este país fueron aceptadas en el último año –la mayoría de kurdos–. ¿Cómo hacer esto sin poner en riesgo el deber de protección que se pretende defender?

Por último, en este denodado intento por externalizar nuestra responsabilidad de proteger a los vulnerables hacia países situados fuera de la ue, sea incluyéndolos en la lista de países seguros o ampliando sus campos de acogimiento e instalando allí los hot-spots que identifican, censan y clasifican a quienes quieren cruzar nuestras fronteras, la ue parece dispuesta a colaborar con gobiernos que no respetan los derechos humanos. Los rumores de negociaciones con un Eritrea, un país conocido como la “Corea del Norte de África” y acusado este mismo año por la onu de crímenes contra la humanidad, ponen los pelos de punta. Los recientes contactos con Erdogan y sus ministros, ofreciendo dinero a cambio de “frenar el flujo” hacia Europa a toda costa, tampoco inspiran mucha confianza. Hay que permanecer vigilantes con esas actuaciones que reciben menos atención de los medios que las fotos de Aylan. Europa se ha vuelto una experta en poner parches a la crisis de refugiados y evita discutir la situación en origen.

Toda crisis saca lo mejor y lo peor de cualquier sociedad. La apertura de nuevas rutas migratorias que han cruzado los Balcanes este verano ha revelado la diversidad de discursos y visiones que existe en la sociedad europea. Hemos visto cómo quemaban centros de acogida en Alemania, a policías húngaros que utilizaban gas pimienta contra gente indefensa, a alcaldes franceses que iban casa por casa y amenazaban a sus propios ciudadanos si acogían a inmigrantes, a primeros ministros que comparaban a los refugiados con enjambres; pero también a cientos de ciudadanos que se organizaban para proporcionar asistencia a los migrantes y solicitantes de asilo que llegaban a sus ciudades. En los próximos meses veremos cuánto dura esta ola de solidaridad ciudadana y qué logra de sus representantes. Pero entretanto no deberíamos dejar de recordar que debilitar los derechos de otros nunca ha sido un buen camino para fortalecer los nuestros, y que la obsesión por protegernos suele acabar por hacernos más débiles. ~

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(Granada, 1974) es socióloga y demógrafa en el Centro de CIencias Humanas y Sociales del CSIC


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