Dibujar de la vida real –que no es lo mismo que del natural, pues este modelo posa y el real no– y luego, de memoria, eran las dos últimas etapas en el aprendizaje de un pintor en tiempos de Rembrandt Harmensz van Rijn (1606-1669), la edad de oro de la pintura holandesa. Y en una época en la que el pintor ocupaba un lugar central, pues hacía también de cineasta y cronista, la máxima categoría era la pintura de cuadros históricos, el decatlón de la pintura, ya que debía reunir las habilidades de todas las demás.
Pero como demuestran los dibujos reunidos en dos precisas exposiciones por el Rijkmuseum de Amsterdam, dentro de las varias que celebran el cuatricentenario del pintor –y la segunda de las cuales se cerrará con el año–, los dibujos de Rembrandt que se conservan reflejan, más que aprendizaje, maestría, con un trazo ya suelto, creativo y en libertad. No están hechos para entrenar la mano, de habilidad evidente, sino para testimoniar más bien el aprendizaje de una mirada. Una perspectiva de la apabullante obra de Rembrandt –el Picasso de su siglo por cantidad, revolución y talento– sugiere que en ella los dibujos están hechos sobre todo como ejercicios de la mirada y la capacidad de observación, y también para enriquecer un legendario banco de ideas.
A diferencia de lo que sucede con otros artistas, los dibujos no están al servicio de futuros grandes cuadros: creador hasta el fin, Rembrandt es incapaz de copiar. Incluso si el tema de un dibujo es trasladado a un grabado, por ejemplo, puede repetir el tema, pero no reproducir la historia: el muchacho que en un dibujo se escarba en el bolsillo en busca de la moneda que le permita comprarse un trozo de pastel, se convierte en el grabado de un cliente que tiene que proteger su pastel de la codicia de un perro que pasa por ahí.
¿Qué dibujaba Rembrandt? Pues justo lo que se salía del marco de una pintura oficial por entonces muy sujeta a la norma. Si hacía el esbozo (maestro) de una mujer descansando en una silla, una segunda mirada permite ver que iba vestida de faena, con ropas de criada, y que con toda probabilidad esa mujer era Saskia, su esposa. Que jamás habría aceptado aparecer con esa facha en una pintura, y mucho menos ser reconocible.
Rembrandt podía (misteriosamente) pintar muchos pequeños retratos de marajás, al modo de la pintura india de entonces y de ahora, y también mendigos, por ejemplo, lo que sugiere a los expertos que salía con sus estudiantes a practicar pintura de campo, o que se traía los mendigos al estudio. (Todo maestro tenía discípulos a su cargo, que vivían con él, y en el caso de Rembrandt ésa es la causa de que durante años se haya debatido sobre el grado de su autoría en muchos de sus cuadros.) A la vez, difumina a los historiadores que suelen atribuir temas tan naturalistas a una época mucho más tardía, como el Romanticismo. Pinturas exóticas de leones y escenarios lejanos sugieren amplitud de intereses. Pero, sobre todo, los dibujos de Rembrandt reflejan su humanismo –el hombre es casi el único tema y la única escala– y su poderosa capacidad de observación… y comprensión. Con la tinta diluida y ensanchada por el tiempo (lo que a su vez le da un aire contemporáneo), uno de los dibujos de la exposición convence de su maestría cuando se ve con qué facilidad Rembrandt refleja la postura relajada de la mujer, y a la vez, con pocos trazos, consigue rendir los volúmenes del cuerpo y exhibir su famoso dominio de la luz.
Ese conocimiento de lo humano es el que permite agrupar buena parte de la exposición bajo el epígrafe de el observador. Que lo era, y a veces hasta un grado llamativo si se tiene en cuenta que muchos de sus dibujos de precisión fueron desarrollados de memoria. Algunos cuentan historias, al modo de cómics o películas. Como ese personaje que representa a un viejo mendigo de la commedia dell’arte enamorado de la joven actriz, un tema arquetípico, y a diferencia de lo que le ocurrirá a Charlot muchos años después, recibe calabazas.
También en la época de Rembrandt los artistas se observaban unos a otros y, por decirlo rápido, la copia estaba permitida (lo que hoy se llaman homenajes), siempre y cuando el copista fuese capaz de cambiar el tema. Así Rembrandt es capaz de transformar una miniatura mogol –de las que conservaba una cantidad apreciable en su museo particular–, y que trataba de Cuatro sabios orientales conversando, en una escena bíblica: Abraham atendiendo a los ángeles. Diálogo de las culturas… ¿o acto de magia?~
Pedro Sorela es periodista.