Cuando Gutenberg comenzó a imprimir sus biblias, es probable que no sintiera la menor culpabilidad. ¿Se consideró en algún momento un "moderno"? Podemos dudarlo. La nefasta consideración (¡tan nuestra!) de que es moralmente deseable navegar a favor del Tiempo, como si éste pudiera llegar a algún puerto o precisara de nuestra colaboración para seguir su deriva, tardó en difundirse entre los artesanos y técnicos del Renacimiento. Sin embargo, no cabe duda de que con Gutenberg se dio un salto mortal hacia la "reproducción mecánica de la obra de arte". Conceptualmente, el mal ya estaba hecho y la democratización de la literatura había comenzado su imparable carrera.
Bien es cierto que los amanuenses habían intentado algo similar, pero no podemos considerarlos "reproductores mecánicos", no porque fueran escasos y con un mercado muy restringido, ni siquiera por tratarse de seres humanos, sino porque la mecánica que usaban era en exceso precaria. Para que se dé una reproducción moderna es de menester una máquina con todas las de la ley. En nuestros días vemos aproximarse el momento en que habrá máquinas expendedoras de hijos. Pondrás la monedita, elegirás el color del pelo, de los ojos y de la piel, pulsarás un botón, y te saldrá un embrión, obra de arte donde las haya.
La literatura fue la primera de las artes en reproducirse mecánicamente, lo que significó la ruina de los bardos, los rapsodas, los cuentistas de zoco, y también del clero que ya no tuvo a quien leerle. Pero una vez abierta la augusta compuerta del lenguaje religioso y artístico, por ella se precipitaron los lenguajes inferiores. Las imágenes comenzaron a reproducirse en cuanto Napoleón dejó en paz a individuos más emprendedores e inventivos que él. Y los sonidos, poco después, con gran indignación de Adorno y de Knappertsbusch.
En nuestros días, casi todo lo que conocemos en materia artística es una reproducción. El porcentaje de acceso a los originales, comparado con el masivo consumo de reproducciones, es ridículo. Vemos infinitas reproducciones de pintura, escuchamos innumerables discos, y todavía leemos libros. O bien asistimos a espectáculos como el cine que son, de nacimiento, copias sin original. Y en los ratos libres hacemos fotografías que ya se han librado incluso del negativo y no son sino un puñado de dígitos.
Se diría que la capacidad de adaptación de las artes a la democracia ha seguido la jerarquía clásica: primero la literatura, luego las artes plásticas, finalmente la música. Las artes de la palabra se habrían adaptado con mayor prontitud a la clientela masiva, luego las artes de la visión y por fin las del oído. Pero el lector no puede haber dejado de percibir una ausencia. ¿Y la arquitectura? ¿Se ha quedado al margen?
La intuición nos dice que sí, y que por eso goza de una admiración religiosa, atávica. Para ver el Guggenheim de Bilbao no hay más remedio que ir a Bilbao, y si quieres ver algo de Barragán has de cruzar el charco. La arquitectura artística sigue anclada en su lugar, es única, posee el aura que antaño tuvieron los retablos góticos. La arquitectura permanece petrificada en el viejo orden aurático, sin secularizarse, y esa posición es insostenible. Ciertamente, atrae a quienes tienen alma peregrina, pues muchas son las virtudes de la romería, pero para alzarse a la categoría masiva, la única que vale, más pronto o más tarde deberá democratizarse.
Aunque tímidos, ya se han visto algunos intentos respetables. Quienes han estado allí aseguran que la Venecia reproducida en Las Vegas es preferible al original; es más limpia, más barata, tiene restaurantes a precios razonables, buen clima, y no corres el riesgo de encontrar a casi ningún italiano. También en Barcelona tenemos dos notables reproducciones, el Pabellón de Mies Van der Rohe, y el de Sert. Pero aún nos falta mucho para ver mil venecias, mil Mies, mil Lloyd Wright repartidos por el mundo entero.
¿Qué impide a un individuo económicamente solvente construirse una copia de la Ville Savoie en la Costa Azul? ¿O que alguien más modesto reproduzca la casa particular de Gehry en un solar de Moratalaz? Tan sólo lo impide el prejuicio romántico de que la obra de arte arquitectónica, a diferencia de todas las demás, es irreproducible, majadería desmentida en innumerables parques temáticos.
Cuando por fin se abran las franquicias arquitectónicas y pueda uno comprarse una copia de Nouvel o de Zumthor en un mostrador del Corte Inglés, cuando las fabriquen por miles en talleres de Taiwán y Bangla Desh, entonces la arquitectura habrá entrado en su momento realmente moderno. Mientras no sea así, permanecerá como un incomprensible arcaísmo romántico. Es cierto que la calidad dejará mucho que desear y que casi todos los componentes serán de plástico, pero lo más actual es justamente la obsolescencia. Ejemplo: "Se me ha roto el Loos de Benidorm y aprovechando la oferta de primavera voy a comprarme un Asplund". Puro siglo XXI. ~