Respuesta a Heriberto Yépez

En respuesta a la carta de Heriberto Yépez. 
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Yépez:

Antes de entrar en materia me pregunto por qué careces de la honradez elemental de decir, antes de arrojarte contra mí, que el único crítico literario que ha leído todos tus libros se llama Christopher Domínguez Michael, quien no contento con eso, los reseñó en su mayoría con El imperio de la neomemoria (2007) como punto de partida –tu único libro importante, y lo sabes–. Es un ensayo crítico, resultado de una lectura respetuosa, como lo reconocerá quien lo lea. Recuerdo que balbuceaste algo semejante a la gratitud desde tu blog para regresar a lo tuyo, la majadería, expresiva de tu escasa calidad humana, consecuencia de tus padecimientos de identidad, me temo. Esa crisis te disolverá primero a ti que a la literatura mexicana, cuya disolución, mi “gurú de Tijuana”, pregonas.

Cuando entregué aquella colaboración, la redacción de Letras Libres me preguntó por qué escribía ese texto dándole semejante importancia a un irritante adversario nuestro. Respondí que dada tu relativa importancia como escritor, uno de las más interesantes de tu generación, era mi deber profesional atenderte, como lo he hecho, a lo largo de casi 35 años, con la mayoría de los autores mexicanos.

No sé si sabes que después leí ese ensayo en una sesión dedicada a nuestra literatura en la American Society de Nueva York en julio de 2010, lo cual, supongo, te agradará un poquito, dada tu ansiedad de fronterizo por ganar del otro lado el reconocimiento que, pese a todo, mereces. Te informo, además, que desde su segunda edición, la de 2011, aparece en el Diccionario crítico de literatura mexicana, 1955-2011 (FCE, 2012), el propio Heriberto Yépez. El mismo Diccionario contra cuya primera edición te lanzaste con tu frenesí habitual en 2008.

En mi defensa contra el tiro al blanco al que mi diccionario fue sometido, subrayé el antisemitismo de uno de mis detractores. Mi disgusto te pareció deleznable y lo hiciste público en un artículo titulado “Las 12 contorsiones histéricas según Ch. Domínguez”, aparecido en Laberinto en 2008. No me extrañó y menos ahora. Buena parte de tus fobias vienen del más rancio, necio y puro resentimiento social provocado por ese otro racismo del que nadie habla, el dirigido contra los mexicanos de tez blanca, ojos claros o algún nombre y apellido extranjeros que debemos de disculparnos, un día sí y otro también, por no corresponder al fenotipo mestizo. Racismo sin duda de escasa importancia junto a otros más graves, pero racismo al fin y al cabo.

De “ninguneo”, entonces, no puedes acusarme y no lo haces. De un adversario ansioso de ser Enemigo, como lo eres tú, es tonto esperar –no digamos gratitud– sino el reconocimiento más primario. Octavio Paz me enseñó a distinguir las diferencias políticas y literarias de la antipatía personal pura y dura. No soy de los que creen, como De Maistre, que nada se logra contra las obras si no se destruye a las personas. La única vez que nos hemos visto, en una feria del libro, cuando ya tus ataques habían sido publicados, incluso me caíste bien y no fue nada desagradable darle una vuelta a la plaza junto a tu compañera. Será que andabas atolondrado por la felpa que te acababa de propinar Antonio Ortuño cuando pretendiste ganar el aplauso fácil del respetable con la más elemental de las asignaturas: hablar mal del gobernador en turno de Oaxaca. Después te mandé a Tijuana mi antología de Vasconcelos y me hiciste llegar un texto sobre el supuesto neoconservadurismo de Vuelta. Incluso me lo escaneaste, diligente. Pero confraternizar con el Enemigo debe parecerte una debilidad inadmisible. Te imagino aplicándote el cilicio por incurrir en la cordialidad con el todopoderoso crítico de la derecha mexicana. Lástima: creo que los dos habríamos ganado dialogando. En medio de todo esto descubro correos tuyos, infrecuentes pero amistosos, sobre algunas lecturas comunes, como Papini. Tu miniteoría sobre el narco como el capitalismo hipersalvaje tiene su mérito, por cierto.

En cuanto a tus opiniones sobre crítica y política me es difícil discutir, dado el abismo “epistemológico”, para usar tu vocabulario, que nos separa. Crees que mis libros se leen en lugar de La ciudad letrada, de Ángel Rama. Para desgracia de mis exiguas regalías, eso es falso, pero debo decirte que no te creía tan rústico. ¿De verdad crees que esa porquería “poscolonial” para consumo del estudiante gringo de letras hispanoamericanas, versión crítica de Las venas abiertas de América Latina, es una gran obra? Te faltan lecturas, Yépez: mi perímetro será anticuado, pero el tuyo es diminuto. De independizarse Baja California serías el crítico ante el Altísimo, con sede y solio en Tecate. Ignoras, como Rama, que toda ciudad, desde Atenas, es letrada y si no lo es, no es ciudad. Ojalá perseveres y hagas de la apasionante Tijuana la Atenas del extremo noroeste, el epicentro “etopoético” de la crítica radical. Ánimo. Hay vida más allá del Black Mountain College. Y, en efecto, sabes más de Allen Ginsberg que yo. Te compadezco.

Pasemos a Ulises Carrión, el santito que bajé de tu altar. Te veo inseguro en tu devoción, Yépez, pues si lo consideraras tocado por la gracia divina no te habrías entretenido defendiéndolo de las blasfemias de un incrédulo. Por lo menos, a diferencia del talentoso editor y escritor Luigi Amara (quien tuvo la puntada de hacerme coautor junto a ti de una antología de Dufoo hijo sin avisarme. Pas mal: en peores compañías he estado), no me mandaste un escueto correo electrónico donde se justificaba la fama y fortuna del ídolo del momento por tener su exposición en el Museo Reina Sofía de Madrid. El vasallaje colonial no es lo tuyo, piel roja de la crítica. De Papasquiaro, ya que me exiges un deslinde personal, no me ocuparé más pues detesto la ensalzada basura del miserabilismo.

Tu ignorancia de la tradición crítica te hace decir tonterías como que solo los Baudelaire y los Borges tienen derecho a ser tajantes. Lo fueron críticos como Barbey d’Aurevilly, Wilson, Barthes, Steiner, los dos Bloom. Tajantes también sin ser genios porque a un crítico le está vedada esa coquetería. Pero el verdadero problema es que no puedes dejar de leerme. Te imagino sometido a fracasadas tentativas de abstinencia con sus previsibles recaídas. Tengo más pruebas de tu atribulada admiración que de tu odio. Y me he ganado el derecho de hablar en nombre de algunas familias de nuestra literatura. El uso del plural se gana. Es un riesgo, sin duda, pero no conozco ningún crítico que no lo busque. Ni tú, por cierto.

Carrión, en cambio, como lo notará quien lea mi ensayo sin ánimo policíaco, me parece un personaje –para no “infamarlo” llamándolo escritor, creador, demiurgo o artista conceptual– muy interesante. No voy a defender frente a ti el estilo de mi crítica, pues eres libre de detestarla de la misma manera en que yo lamento los correos electrónicos escritos con flojera y gramática fofa que hacías pasar por artículos en Milenio hasta que te corrieron o renunciaste. No eres, de natural, un buen escritor, como lo son algunos colegas. Solo cuando trabajas en serio carburas. El resto son babas de perico.

En cuanto a Bolaño, te fallaron las fuentes. Desde hace casi quince años he escrito sobre él con admiración. Se nota que ni el índice de la primera edición de mi Diccionario (2007) consultaste antes de ladrar. Gracias a mi autoritaria voluntad, ahí tienes a Bolaño dado de alta como escritor mexicano. En La sabiduría sin promesa. Vida y letras del siglo XX (2009) aparece otro ensayo sobre él, titulado “Bolaño y México”. En la próxima edición de mi Diccionario entrará Carrión, como entraste tú, porque importan. Lo habrá besado el diablo como te ha besado a ti. Busca un exorcista.

Soy solo un crítico literario, en efecto. A diferencia tuya no ando buscando un género que se me acomode para efectos curriculares. No soy un poeta de cuarta categoría ni un novelista aficionado ni un terapeuta de la Gestalt, ansioso de engordar su oferta como el profesor universitario que eres o eras, pues contigo, alma en pena, nunca se sabe. Desde hace años he sostenido, como lo digo sobre Carrión y contra la opinión de amigos acaso comunes, que primero está la creación y luego la crítica. Por ello mi incursión por el mundo de la poesía visual afín a los pegotes y juegos tipográficos de Carrión me decepcionó, aunque me resultaron apasionantes de leer algunos exegetas. No tú, por desgracia. Solo eres interesante cuando odias. Tu admiración es burriciega.

Se necesita drogarse como el héroe de tu novela (Al otro lado, 2008) para “disfrutar” de las Poesías, de Carrión. Prefiero escuchar un cuarteto de Beethoven u oír un trío de Kaija Saariaho, pues no soy tan anticuado. Lo que llamas la “posvanguardia”, sabes, me aburre un poco. Como a ti, supongo, Thomas Mann. Pero curiosamente no contestas a mis dos principales críticas frente a Carrión: 1) la inferioridad de toda literatura que escapa al monopolio de la letra impresa (ni la mejor de las “novelas gráficas” basadas en Céline o Proust supera su lectura en el formato original y filmar Pedro Páramo ha resultado una empresa condenada al fracaso, por ejemplo) y 2) su dudosa aunque mesurable, por cursi, utopía de un mundo-libro absolutamente legible. Y no te pases de listo: cuando Carrión murió no existía internet y era imposible que él, tú o quien fuese, la imaginase como el Gran Monstruo. Su arte-correo la anticipó. Aplausos. Y en efecto leí a Carrión para descubrir que no me interesa su juego, porque lo conocí desde niño y, como tú te obsesionas en demostrarlo, infancia es destino. Escribe ese libro sobre Carrión, tú que juzgas las obras cuando descubres, taumaturgo, la intimidad de sus personajes. Acaso Carrión te dé las llaves de tu Barataria.

Una vez demostrado que no he ninguneado ni a Yépez ni a Bolaño ni a Carrión, a menos que lo contrario del ninguneo sea el éxtasis acrítico, pasemos ahora al problema del crítico y su autoridad. Por supuesto que soy un crítico autoritario. Un buen crítico no puede sino serlo. Pero la autoridad del crítico, a diferencia de la represión con que los antisistémicos (caray, eres tan camaleónico que no sé cómo llamarte) como tú, la confunden, esa autoridad depende únicamente de la libertad del lector. Nadie está obligado, ni siquiera por una orden de los profesores universitarios, a leer a Domínguez Michael. (Allí, curiosamente el marginal, quien no tiene ni licenciatura, soy yo. No persigo profesores porque varios de mis maestros, conocidos o inmortales, lo fueron con todos los honores, aunque acaso te refieras como colegas tuyos a los delincuentes de la CNTE).

He sido, durante décadas, tuerto en el país de los ciegos, donde nadie tiene la paciencia ni la piel dura para persistir como crítico. Es lo común, por cierto, en casi cualquier lado del mundo. Queriendo ser teóricos marxistas, novelistas de éxito, príncipes poetas, marginales en el centro o académicos de la lengua, los Carballo, los Blanco, los Castañón y tantos otros de mi generación que de reseñistas no pasaron, me dejaron en una soledad que he sido el primero en lamentar, pues como soy casi el único que hace antologías y diccionarios, entre otros libros que jamás citarías porque de mí solo te interesa lo más accesible, todas las quejas de los amargados y de los resentidos llegan a mi buzón, no habiendo otros adonde volcar la cizaña. Creo que ya es tarde pero habría sido formidable que no claudicaras, tú, Yépez: de joven, cuando descubriste que cabían más letras en una hoja de papel que en las paredes donde grafiteabas escribiste hermosas líneas, como aquellas sobre Cardoza y Monterroso, los guatemaltecos-mexicanos.

Pasemos a lo más taquillero, la política. Tú crees que tus opiniones políticas, pues eso son opiniones y no hechos o que tu visión de la historia mexicana, para  llamarla con pompa y circunstancia, son una doctrina universal y un dogma ideológico. Esa creencia te lleva a agitar el petate del muerto en un jardín de niños descubriendo que el autoritario crítico literario de Letras Libres, además, es de derechas. ¡Por supuesto que lo soy y desde hace mucho!

No todos en Letras Libres, y lo mismo ocurría en Vuelta, se definirían así pues no somos un partido político. En la revista hay agnósticos, católicos, judíos, liberales, conservadores, socialdemócratas y muchos de esos jóvenes a los que gratuitamente sobajas y que colaboran en la revista o en sus blogs, están empeñados en salvar a la izquierda y se asumen, sin duda, como izquierdistas. Yo ya tiré esa toalla. Soy liberal-conservador (que no es un oxímoron como creen algunos) y no me molesta definirme como de centroderecha o de derecha, a secas. En ciertas cosas, sobre todo las referidas a la libertad individual, sigo siendo de izquierdas y como Merquior creo que cierto bonapartismo debe embridar a la economía de mercado.

El asumirme de derecha no me hace nazi como a ti tus veleidades izquierdistas no te convierten en un polpotiano. Pero a como va el nuevo siglo, para escándalo de tu buena conciencia, con Trump del otro lado y López Obrador merodeando otra vez por la presidencia de México, mientras el chavismo sufre una mutación europea con el insepulto cadáver comunista a sus espaldas, quisiera morir con las modestas credenciales del anticomunista y del antifascista, como lo fueron o lo son mis admirados Kołakowski, Vargas Llosa, Havel, Muñoz Suay, Sájarov, Semprún, Revel, Edwards, Merquior… Ve a descubrir el hilo negro a otra parte. O denúnciame en el muro de las lamentaciones de La Jornada, donde está prohibido escribir mi nombre y el de Krauze o Sheridan. Por aquello de la represión, camarada Yépez.

Lo que no he dejado de ser es un lector apasionado del marxismo sin el cual, como lo sabes tú, mi profeteórico, la modernidad es inconcebible. Aplaudí, por cierto, tus dardos antichicanos escritos en buena clave marxista, porque sabes, igual que yo, que esa desdichada cultura mezcla lo peor de México y lo peor de Estados Unidos. Me gustaba tu universalismo, Yépez, por lo que tenía de marxista. Me he “deseducado”, como decía Paz, leyendo a los liberales. Pero también soy lector del universo neoconservador, de Russell Kirk a Bertrand de Jouvenel. Afila tu cincel y graba bien esos nombres en el Índice y agrega, por favor, el de mi admirado Leo Strauss. Quizá tú, como tantos anticapitalistas de hoy, eres un schmittiano de clóset. Libérate, te lo pide el Enemigo.

En cuanto al PRI, partido por el cual espero nunca tener que votar, tengo una idea del todo ajena a la emanada de tu verborrea. El México moderno es obra del PRI. A ese largo régimen le debemos la impunidad como segunda naturaleza del mexicano pero también las condiciones que hicieron posible la edad de oro de nuestra literatura. Sin el desagradable Ogro Filantrópico las vidas de Rulfo, Torres Bodet, Fuentes, Reyes, Novo, Paz, Cosío Villegas, Garro, Monsiváis, Pacheco o Revueltas (a quien nada le quita de su noble rebeldía el haber recibido del gobierno de Díaz Ordaz el Villaurrutia en 1967 o ir a pedirle trabajo a Rodolfo Echeverría, hermano del presidente, saliendo de Lecumberri, en 1971), habrían sido otras. Fueron contemporáneos, cómplices y adversarios del PRI. Pactaron treguas o lucharon épicamente. Cada época tiene su pesadilla, esa fue la nuestra. Prefiero haber nacido bajo la corrupta dictablanda priista que a la sombra de Perón, Castro, Guevara, Onganía, Bordaberry o Pérez Jiménez, para hablar de tiranos viejos, de cuando tu servidor y, doce años después tú, nacimos. El reino del PRI fue cosa de ladronzuelos, demagogos, millonetas, lameculos, pistoleros a sueldo pero también de algunos pocos hombres de Estado, como el general Cárdenas o el poeta Gorostiza, la eminencia gris de nuestra diplomacia. Pero comparar aquello con el genocidio que barrió a Rusia y China es un despropósito propio de quien ignora la historia universal.

Para mí, que me libré del lavado de cerebro operado por la Escuela de Frankfurt, que presenta al individuo como una marioneta de los poderes, mediáticos o no, la libertad intelectual, cuando es firme, resiste a los regímenes más grotescos, incluso al del PRI, tan oneroso moralmente. Tu PRI, al que asocias con Octavio Paz, es una caricatura proveniente de Los agachados, de Rius. Ello se nota en el pésimo libro que escribiste sobre el asesino de Colosio. Pero no fuiste el único en no entender qué demonios ocurrió. La historia de una nación y del Estado que la creó es más compleja y algo más tristona y grisácea que lo que alcanzaste a ver desde las ásperas playas de Tijuana. Repito con Valery Larbaud, aunque se enojen: la provincia, lejos de ser un lugar en el mapa, es un estado del alma que confunde lo real con lo oficial.

Dices que hemos manipulado el canon como el PRI las elecciones. Como adversario de aquel régimen autoritario fueron más eficaces los Paz, los Zaid y los Krauze que tú y buena parte de la banda de la contracultura. Demuéstrame lo contrario. Pero me llaman la atención tus ladridos contra nuestro monopolio canónico junto a la exigencia de que integremos a Carrión y a  Papasquiaro –a tu manera, eso sí– en nuestro pútrido vademécum. ¿En qué quedamos, maestro? Haz tu contracanon, funda una revista, escribe mejor, ignora a quien te repugna… Ah, pero no puedes: el resentimiento es una atracción fatal por lo que no tenemos ni podemos ser.

La inteligencia, la crítica, la poesía y la buena prosa no solo están en Letras Libres, desde luego, pero no deben menudear en tus lares y no lo ignoras. Por eso te arrimas. Dirás que elogio en boca propia es vituperio, pero si algo hemos sido desde Plural es una aristocracia del mérito intelectual tan solo por las firmas que hemos convocado desde entonces y hasta la fecha, gracias a Paz, pero también a Rossi, Kundera, Cabrera Infante,  Fumaroli, Borges, Bioy y Silvina y tantos más. Como lo fueron Sur, Orígenes, Las moradas, Eco. Viaja un poco y pregunta, Yépez. Pero siendo una élite hemos luchado por la democracia y en otro momento, ya es tarde, un Yépez, con todo y sus veleidosas telarañas mentales, habría sido bienvenido.

No eres el primero ni el último de los escritores mexicanos que dice provenir, y no tengo por qué dudar de ello, de la pobreza. Ahí tienes a los Julián Herbert, a los Josué Ramírez, dignos y brillantes. Pero tu historia, que a veces cuentas al estilo de Pepe el Toro, debo decirte, no me conmueve demasiado, pues es la de mi padre, cuya familia materna fue “revolucionada” en 1914 y de mis ancestros galeses que llegaron a trabajar en las minas de Real del Monte y allí fueron enterrados por sus codiciosos patrones mexicanos en tumbas sin nombre. Pero ninguno de los narradores y poetas del país, de origen humilde o modesto, se jacta tanto de ello como tú, lo cual es sospechoso, tema, infiero, que habrás tratado en tus terapias.

Termino. No te concedo derecho alguno a ejercer de comisario de mis fantasías. ¿De cuándo a acá las fantasías ocurren? Rara vez. Si Carrión cerró en tal fecha su changarro en Ámsterdam no me impide revivirlo como un ancianito al cuidado de un almacén de antigüedades a donde irán a parar muy probablemente no mis obras, por tradicionales, pero sí las tuyas, dizque innovadoras. Disfruta a tu abuelo.

Eres tú, no yo, quien se está olvidando de sí mismo. ¿No anunciaste hace no mucho que como el subcomandante Marcos pasabas a la clandestinidad espiritual y renunciabas a la literatura? ¿No querías hacer desaparecer a Heriberto Yépez para que quedase en solitario su gran obra? Tu odio exhibe una poderosa voluntad de existir e imponerse pero sacaste un espejo queriendo ver a tu peor Enemigo y apareciste tú, Yépez, diluido, desastrado, rabioso. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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