Dos ciudades, dos mujeres, dos décadas entre las unas y las otras junto con los varios paralelismos y antítesis que cada uno de esos elementos llega a generar, además de una intriga rica en peripecias de diversa índole, constituyen el entramado básico con que Martín Casariego (Madrid, 1961) urde su última novela, Nieve al sol, un título sugerente que además se acopla con indudable acierto a la historia de amor que en ella se contiene. Una historia cuyo despliegue alterna entre cada una de las dos ciudades referidas. Una es el Madrid de los primeros ochenta, cuando Rafael el narrador y protagonista trabaja de chofer para Bernal (un cuarentón obscenamente enriquecido en el opaco mundo de los negocios inmobiliarios), y cree poder vivir una idílica historia de amor con la joven Diana, amante (y después esposa) de su jefe, a la que suele acompañar en sus idas y venidas por la ciudad, o entretener durante los ratos de espera o las ausencias de Bernal, circunstancias que propician la efímera relación nieve al sol que llegan a vivir. Tras el trágico desenlace de ese iluso espejismo que ciega al joven Rafael, éste huye a Roma, la otra ciudad, usurpando la identidad de Bernal y su fortuna, y refugiándose en el mundo nocturno y el alcohol, hasta la súbita reaparición, al cabo de veinte años, de otra Diana que es “distintamente igual” a su antiguo amor.
Lo más interesante de esta novela es el entramado de paralelismos y antítesis que se van desplegando conforme avanza la lectura, la dualidad esencial que vertebra los distintos componentes de la historia, cristalizada en el leit motiv “Roma: amor al revés”. Sí, un plano es el revés del otro en esta novela que habla de los reveses del amor. Si Madrid es el mundo cerrado de los locales nocturnos y prostíbulos de lujo a donde Rafael conduce a las gentes de Bernal (Diana incluida), Roma será fundamentalmente un escenario diurno, de espacios abiertos o cerrados, según, pero luminosos e iluminadores, pues son las calles, iglesias o museos donde a Rafael lo va citando la nueva Diana. Si Diana madre encarna el loco amor y es, por las desgracias y decepciones vividas, una cazadora de fortunas que cree que al mundo sólo lo mueven el sexo y el dinero, Diana hija, por el contrario, y aun a pesar de su juventud herida, encarna “el buen dolor”. Y sus efectos en Rafael pasan de una mecánica función anamnésica (“Diana, de nuevo con veinte años, tan igual y tan cambiada, me empujaba a recordar o reconstruir mi pasado, a zambullirme en aquellos días que formaron mi destrucción y me trajeron a Roma”) a un progresivo adiestramiento que culmina en redención y salvación, al rescatarlo del extravío en que vive, del miedo, la abulia, la enajenación alcohólica, el desaseo y la ruina física, para progresivamente reeducarlo y devolverlo a la vida.
La parte romana de esta doble historia es, con diferencia, la más valiosa de Nieve al sol. No sólo porque en ella el narrador-protagonista ahonda en el descenso a los infiernos, plasmando “la traducción al mundo exterior de mi descomposición interior” y analizando la perturbadora duda inicial que lo corroe hasta alcanzar la deslumbrante verdad (Diana es su hija, y no de Bernal), sino también porque el relato se abre a la ciudad y en el opresivo clima anterior van entrando el jugueteo espontáneo y natural, y los sentimientos de una joven que llega a Roma para saber quién es ella y a la vez para “saber cómo era el hombre que había escrito una carta de amor tan bonita a mi madre”. Por el contrario, la primera parte de la historia, la del Madrid de los ochenta, nos deja la insatisfacción de toparnos con unos personajes y episodios demasiado vistos en el cine o tratados en la llamada narrativa urbana de hace una década, además de una intriga llena de peripecias de muy diversa índole, sí, pero cuyos resortes a menudo se sostienen de forma muy precaria y en general son de escaso calado. Por ello, y en consonancia con esos materiales, el lenguaje nos resulta también excesivamente plano. Hay alguna imagen y símiles destacables, pero en general el tono medio es endeble, resbalando con frecuencia hacia la blandura sentimental e incluso decayendo hasta la cursilería, que es un peligro difícil de sortear cuando la historia se sitúa en el plano melodramático, como es el caso. No dudo que todos estos elementos sean los adecuados para el tipo de personaje que es Rafael, un verdadero pusilánime, pero quizás al autor le habría convenido alzar a su personaje de un vuelo tan raso. –
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