La Ciudad Cruz es un laberinto de mausoleos. Caminar por sus calles es recorrer un catĆ”logo de todos los tipos de muertes imaginables materializados en una enorme diversidad de epitafios amontonados, apenas separados uno del otro en las aceras: bicicletas blancas para los ciclistas caĆdos, cruces rosas para las muchachas muertas vĆrgenes, placas negras en las esquinas para los atropellados. AlzĆ”ndose detrĆ”s de todo, hacinados entre los imprevistos muros de homenajes, los antiguos edificios se marchitan poco a poco. Y en esos edificios viven los ciudadanos sobrevivientes, que tienen que saltar por encima o encogerse para pasar entre las lĆ”pidas, estelas y demĆ”s que bloquean las fachadas de sus casas y oficinas y angostan el paso en la calle.
Los monumentos son tantos que en muchos casos se los ve encimados, construidos uno sobre el otro hasta alcanzar varios niveles. A falta de espacio en la estrechez de las banquetas, memorias de muertos de todos los barrios repletan las grandes avenidas, glorietas, bocas de metro y estaciones. Las plazas, alguna vez ocupadas por puestos de artesanĆas y jardines, son ahora incaminables.
Es obvio que la ciudad no fue planeada asĆ. Se dice que desde siempre, desde antes de entrar en este Ćŗltimo estado, Ciudad Cruz habĆa observado la espeluznante tradiciĆ³n de marcar los puntos exactos de las muertes que ocurrĆan en el espacio pĆŗblico con bicicletas, con cruces rosas, con placas: Liliana Castillo, atropellada; Alma Chavira, asesinada; Ignacio MartĆnez, infarto. Durante varios siglos, el nĆŗmero de muertes permaneciĆ³ en la misma proporciĆ³n y no se veĆan estos recordatorios mĆ”s que en algunas esquinas, sembrados de flores secas. Pero tras el primer repunte, y a causa de circunstancias de muerte novedosas (todos los siglos traen nuevas formas de morir), fue necesario aumentar la producciĆ³n de homenajes en nĆŗmero y en variedad. En un crucero donde habĆa una sola cruz de metal pronto aparecieron tres; en un puente peatonal, cuatro; en un parque sin Ć”rboles, diez.
Las razones, aunque diversas, eran lĆ³gica pura: mĆ”s automĆ³viles y mĆ”s gente en la ciudad: mĆ”s accidentes; mĆ”s contaminaciĆ³n y mĆ”s gordos: mĆ”s paros respiratorios; menos trabajo y mĆ”s pobres: mĆ”s asaltos. AsĆ, en razĆ³n de Ć©stas y otras plagas, la gente comenzĆ³ a morir cada vez mĆ”s al aire libre y las familias a plantar cada vez mĆ”s cruces y estatuas, hasta que la poblaciĆ³n diezmĆ³.
Hace tiempo ya que la ola se redujo naturalmente (tambiĆ©n los conductores ebrios y los asesinos se fueron extinguiendo), y la vida en la ciudad ha retornado a un cierto equilibrio. Los ciudadanos que no se fueron o murieron pasan los dĆas en una calma sepulcral, habitando condominios semiabandonados y trabajando en despachos vacĆos, navegando los falsos sepulcros en las calles y conservando todavĆa, sin saber muy bien por quĆ©, la nueva tradiciĆ³n de mantener al pie los ramos frescos, ya sea cambiĆ”ndolos o regĆ”ndolos cada tercer dĆa, no los de sus parientes sino los que tienen cerca, en su cuadra o la de frente, como un gesto rutinario o tal vez con la esperanza (quiĆ©n sabe) de que quepa su cruz y alguien la atienda tambiĆ©n.