Una guía de Berlín

Una caminata citadina y sus insospechados encantos. 
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Es fácil perderle el cariño a la ciudad cuando se hacen dos horas de camino entre el trabajo y la casa, o cuando hay que dejar pasar dos trenes antes de subir a uno en el metro, o cuando le construyen un segundo piso a la ya escandalosa avenida frente a la que uno vive. Pero nadie dijo que el amor fuera fácil, y el que se tiene por la ciudad es, de hecho, más bien tortuoso. Por eso es un acto de auténtica voluntad encontrar la belleza en el paisaje urbano y sus pequeñeces cotidianas, y otro ya casi de heroísmo (no por nada se llama arte) hacer de ellas un cuento.

Se sabe que, de los relatos que escribió en su juventud, Vladimir Nabokov tenía predilección por Una guía de Berlín, un textito breve, a simple vista trivial, en el que un tipo cualquiera narra una jornada de sábado cualquiera: salir de casa, tomar el tranvía, cruzar la ciudad para ir al zoológico, y finalmente, en la noche, recapitularlo todo frente a un amigo en un bar. El relato es tan evidentemente fútil que el amigo, mágicamente consciente del título del texto, responde al final: “qué guía tan mala, ¿a quién puede importarle que tomaste un tranvía y fuiste al zoológico?” Una reacción así es claramente la de quien hace dos horas de camino entre el trabajo y la casa, deja pasar varios trenes en el metro y vive sobre el Periférico.

O no. Uno puede ver la ciudad diario y aun así encontrarle nuevos ángulos, transformarla, pescar las fisuras por donde se asoma la poesía. En eso consiste la guía de Berlín del tipo en el bar: en descubrir a cada paso cachitos inéditos de la ciudad. Frente a su casa, la gracia de una palabra escrita sobre la nieve estancada en unas tuberías. En el tranvía, un viaje al pasado que no se ha ido del todo y al futuro que ya se deja ver, y, de paso, la fórmula de la creación literaria, que el sinvergüenza suelta inopinadamente como si enunciara el sentido de la vida entre dos sorbos de café. En el zoológico, la paradoja de un edén artificial y el origen mítico de la estrella bolchevique. Y en el bar, al fin, el descubrimiento más simple y más conmovedor: el de sí mismo, visto desde los ojos del hijo del cantinero. El niño, tomando sopa del otro lado de la frontera entre el negocio y la casa de su padre, contempla al narrador y a su amigo en una mesa, un par de choferes en otra, la mesa de billar, la barra, los tarros, la luz mortecina que lo ilumina todo: una estampa que —adivina el narrador— recordará siempre al pensar en su infancia.

Evidentemente, no se trata de un tipo cualquiera ni de una jornada de sábado cualquiera: se trata de un poeta y de una ventana al futuro. Tampoco se trata de una guía de Berlín para viajeros sino de una guía para artistas, para gente que sabe distinguir las verdaderas prioridades de la vida: “tuberías, tranvías y otros asuntos importantes”.

Nabokov es conocido por la integración de fondo y forma, así que al decir de este cuento —la forma— que era una de sus obras más resbaladizas, lo dijo también de la ciudad —el fondo—: si no prestamos atención, se nos escapa, y qué caso viajar sin correr la cortina para apreciar el paisaje.

 

Una guía de Berlín, de Vladimir Nabokov

 

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