Esta crónica aparece publicada en nuestro número impreso de marzo.
“Al mediodía del domin- go 6 de julio, la fiesta explotó. No hay otra manera de describirlo.” Ernest Hemingway recurrió a una frase que condensa lo mejor de su estilo –concisión, limpidez, precisión– para definir lo que sucede ese día, cada año, en Pamplona. La explosión es literal: las Fiestas de San Fermín comienzan con el chupinazo, un cohete lanzado desde el balcón del Ayuntamiento, frente a la multitud apretujada en la plaza. Ese momento representa el punto de partida para ocho días y medio de celebración continua, música, bailes, colores y excesos. La más internacional de las fiestas españolas incluye cientos de actividades, conciertos, procesiones y rituales, entre ellos uno que se destaca por sobre los demás, el que la hace única y famosa en todo el mundo: el encierro. Cada mañana, entre el 7 y el 14 de julio, dos millares de personas corren 850 metros entre los toros, mientras otros miles los observan desde los balcones y por televisión. Pamplona ama tanto los toros que en su plaza taurina cabe uno de cada diez habitantes; es la única en el mundo que convoca más público para ver a los toreros que al Barcelona o al Real Madrid. Así que a prepararse, que la fiesta se jacta, además, de estar abierta a todo el mundo. Con una única condición: vestir de rojo y blanco. Como escribió Lucinda Poole, periodista estadounidense afincada allí: “Sea esta tu primera visita o seas pamplonés de toda la vida, desde el momento en que ates un pañuelo rojo a tu cuello formarás parte de la fiesta más extraordinaria del mundo.”
Hagamos un ejercicio de imaginación. Supongamos por un momento que los sanfermines no existieran, que nunca hubieran existido. Un mundo igual al que habitamos, pero sin esa fiesta. Se reúnen las autoridades de una ciudad europea para pensar cómo fomentar el turismo en la región. Alguien propone:
–Ya sé: soltemos una manada de toros bravos por las calles del centro y dejemos que la gente, todo el que lo desee, corra delante de ellos.
En una época en que la palabra seguridad tiene tanto valor, tan llena de controles y prohibiciones, donde se busca reglamentar el consumo de casi todo y donde cualquier error deriva en quejas, demandas y castigos, en un mundo así, ¿qué respuestas merecería una iniciativa semejante? No es difícil adivinarlo.
Un concepto clave para tratar de entender el fenómeno es la tradición. “Corres por tradición y porque, al final, es algo que tienes muy dentro”, expresa Endika Lacuey, presidente de la Federación de Peñas de Pamplona. “Para uno que es de Pamplona, que conoce y vive esto desde pequeño, formar parte del encierro es emocionante”, describe por su parte Ignacio Murillo, periodista del Diario de Navarra especializado en los sanfermines. Gorka Cia, que tiene 42 años y corre en los encierros desde los diecisiete, dice que “hay que explicarlo desde el punto de vista del sentimiento. Es una tradición popular, un sentimiento que viene de familia, de la tierra”.
La adrenalina es la otra clave de la ecuación. Una frase escuchada por ahí, entre la multitud, lo resume: “Quien no ha corrido el encierro, no sabe lo que es la emoción.” Cuenta la leyenda que los primeros en lanzarse a correr junto con los toros fueron, en algún momento del siglo xix, los empleados de las carnicerías. Lo hacían para probar su coraje: era, digamos, un deporte de riesgo, el parkour o el bungee jumping de la época. Se promulgaron entonces normativas que prohibían esa práctica, pero, tal como suele ocurrir, tales medidas no solo no dieron resultado, sino que además exacerbaron el espíritu rebelde de aquellos muchachos. La costumbre se arraigó.
El encierro, de todos modos, tardó mucho en convertirse en lo que es hoy en día: el centro de la fiesta. “Las ferias eran lo que tenía verdadera importancia”, me explica Ignacio Murillo. Es decir, las corridas de toros. El encierro era un episodio circunstancial: el momento en que los toros eran transportados desde el corral donde pasaban su última noche hasta la plaza, donde habían de faenarlos. Mucha gente desconoce este hecho, el cual explica por qué el encierro se llama así, por qué son seis los toros bravos y algunos otros detalles. “El encierro –dice Murillo– podía haber muerto el día en que una autoridad decidiera que no se hacía más, que se llevara a los toros con remolques o camiones. Tras una pequeña polémica, lo habríamos perdido, como se ha perdido en otros lugares.”
Tradición y adrenalina. “Ponerte, correr y sálvese quien pueda”, define Mikel Donlo, miembro de la Federación de Peñas y de la Mesa del Encierro, una instancia creada por el Ayuntamiento que reúne a representantes de muchos de los actores principales de la fiesta (Estado, peñas, Cruz Roja, etcétera) para discutir y proponer ideas sobre su futuro. “Y sentir emoción –agrega–. La cosa del encierro es el gustillo que te da estar allá, el ambiente, es una sensación, una cosa difícil de explicar.”
El encierro “te engancha”, me dice David Lerga, otro corredor joven (veintiún años). “Ir corriendo, mirar para atrás y ver al toro ahí: eso no se paga con nada. La adrenalina. Y luego, cuando acaba el encierro y ves que todo ha salido bien, te sientes el hombre más feliz del mundo.” Según su amigo Mikel Trujillo, “vives cada día una sensación que te llena mucho, y al día siguiente quieres repetir solo por vivirla otra vez”. Para él, correr el encierro es un “vicio”, y Lerga lo ratifica: “Como una droga.”
¿Qué pasa con el miedo? Está ahí presente, por supuesto. Quien diga que no le da miedo exponer el cuerpo ante una manada de toros bravos es un mentiroso o un inconsciente. Sin embargo, cuando la mayoría de los corredores habla de miedo no es para referirse a los toros sino a una de las cuestiones más problemáticas del encierro: la masificación. En general, los corredores habituales tienen claras las pautas para participar de manera correcta en el encierro y confían en sus propias capacidades para reducir el riesgo. Pero los empujones, las caídas y otros percances, derivados del amontonamiento y de la falta de preparación de otras personas, es algo que no pueden controlar.
Pamplona es una ciudad pequeña. Enclavada en el norte de la península ibérica, a apenas treinta kilómetros de la frontera con Francia, constituye la capital de la comunidad autónoma de Navarra y su población no supera los doscientos mil habitantes. Pero cuando llega San Fermín, como escribió Hemingway, explota. Según estimaciones de Murillo, a lo largo de los nueve días de fiesta recibe hasta cuatrocientos mil visitantes. En cada encierro participan, en promedio, unas dos mil personas (en 2015, hubo 2,576 corredores el día de mayor concurrencia y 1,399 el de menor, y un total de 16,629 entre las ocho jornadas). El resultado es la masa casi compacta de gente que se observa en cualquier video del encierro de los miles que hay en YouTube. Desde hace tiempo se debate si se debería limitar el número de participantes. Hay posiciones encontradas en torno a este tema. Los que se oponen aseguran que una medida de este tipo atentaría contra el espíritu de la fiesta, según el cual cualquiera que lo desee puede formar parte de ella. Quienes lo ven con buenos ojos no tienen claro cómo se podría implementar: orden de llegada, un sistema de inscripción previa, la emisión de “carnés de corredores” o alguna otra modalidad.
Esta masificación está muy relacionada con otro proceso que la fiesta ha experimentado a lo largo de los años: su internacionalización. Los corredores foráneos ya son más que los españoles. En la última edición sumaron el 54% del total. De esos extranjeros, casi la mitad provenía de Estados Unidos, una quinta parte de Australia y Nueva Zelanda, y luego –en este orden– de Gran Bretaña, Francia y América Latina. Estas proporciones, en general, se mantienen, pero el porcentaje de extranjeros tiende a ser cada vez mayor. En palabras de Javier Solano, excorredor y narrador del encierro para Televisión Española desde 1988, “el encierro de Pamplona se va a convertir en el encierro en Pamplona. Un espectáculo internacional que va a tener lugar en este escenario. Eso va a ocurrir mientras los jóvenes de Pamplona no tomen el relevo”.
Históricamente, ese relevo se producía en el seno de cada familia. “Yo tenía trece o catorce años –cuenta Endika Lacuey– y ya mi padre me decía: ‘Cuando corras tu primer encierro, dejaré yo de correr.’ Es un relevo generacional que existe en muchas familias de Pamplona, y lo llevas muy arraigado.”
Hace algunas décadas, por otro lado, “entre los amigos se daba por supuesto que había que correr”. Así lo asegura Pedro Charro Ayestarán, periodista y escritor nacido en Pamplona en 1957 y que corrió algunos encierros en su juventud. “Todavía existía esa presión: a cierta edad, en Pamplona, había que correr –insiste–. Si no, uno era un cagao. Era una cuestión de hombría, una presión social, sobre todo entre los amigos, que no se podía evitar. Eso yo creo que ahora ya no existe, o existe en mucha menor medida.”
¿Cómo ven los padres de hoy la idea de que sus hijos continúen la tradición? Lacuey no tiene hijos. “Pero si tuviera me encantaría que corriese –asegura–, aunque me imagino que luego sí que te da miedo.” Ignacio Murillo ama la fiesta, pero corrió el encierro solo en un par de ocasiones, porque pasó “muchísimo miedo”. Pese a eso, él –que sí es padre– promete: “A mis hijos nunca se lo prohibiré. Entendería perfectamente que tuvieran la necesidad de correr. Es inevitable.”
Aceptar como “inevitable” la necesidad de los hijos de asumir estos riesgos habla, sin dudas, de pasión por la fiesta, los encierros y los toros. Una pasión que en ciertos casos llega a límites que, para quienes lo ven desde fuera, se tornan muy difíciles, o imposibles, de entender.
La historia trágica del encierro de San Fermín contabiliza, al día de hoy, dieciséis muertes. La primera data de 1911. La última, de 2009, fue el punto de partida del libro Fin de fiesta. Crónica de una muerte en el encierro, de Pedro Charro Ayestarán. Se trata de un ensayo que busca respuestas para la gran pregunta: en pleno siglo xxi, ¿puede algo así seguir existiendo? En el encierro en el que dejó la vida, escribe Charro, “Daniel Jimeno no hizo ninguna temeridad –si es que correrlo no lo es–. Hizo lo correcto cuando cayó al suelo junto al toro: no levantarse, intentar refugiarse en el vallado, pero tuvo mala suerte y murió”. Mala suerte. En el mundo de la tauromaquia, se llama suerte a cada uno de los lances ejecutados por el torero. Una mala suerte puede costar la vida. Como canta Joaquín Sabina, la muerte es solo la suerte con una letra cambiada.
Daniel Jimeno Romero, el muchacho muerto el 10 de julio de 2009, pocos minutos después de que un toro le causase “lesiones irreversibles en el cuello llegando hasta el pulmón izquierdo, aorta y cava”, tenía veintisiete años. Era de Alcalá de Henares y procedía de una familia con tradición corredora: su padre y su abuelo eran aficionados al encierro. “Es una familia que comprende las tradiciones y quiere seguir amando las Fiestas de San Fermín”, dijo, después de despedir a sus padres y su hermana, Yolanda Barcina, por entonces alcaldesa de Pamplona. En ese momento de indescriptible dolor, el mensaje que la familia le había transmitido fue “cuida la fiesta”, sabedores de que ese hecho trágico sería esgrimido por los antitaurinos para fomentar la abolición de los encierros. Acababan de perder a uno de sus seres más queridos en un rito casi medieval, y sin embargo el mensaje era ese, claro y contundente: “Cuida la fiesta.” El padre de Daniel aparece entrevistado en el documental Encierro, de 2013, dirigido por el holandés Olivier van der Zee. “Lo que ha pasado no quita lo que yo siento por Pamplona y por los encierros”, dice el hombre, con la voz todo el tiempo a punto de quebrársele. “Al día siguiente vi el encierro. Y lo sigo viendo, sin ningún inconveniente. Me da pena, pero lo sigo viendo. Sé dónde corría Daniel y cuando llegan a ese sitio me hundo un poco. Pero bueno: si estuviera vivo, estaría ahí, corriendo. Y eso es lo que me anima, y lo que me hace levantar.”
“No muere más gente porque Dios es grande”, se suele decir en Pamplona. En efecto, la cifra de un muerto cada doscientos mil corredores (fruto de un cálculo realizado por Javier Solano para el periodo 1980-2004; la posterior muerte de Jimeno mantuvo el promedio) parece baja para el peligro real que los toros representan.
En un principio, las Fiestas de San Fermín fueron, sobre todo, religiosas. Con el tiempo fueron perdiendo su contenido católico, aunque no su carácter sagrado. La fiesta, como la definió el filósofo alemán Josef Pieper, es una “actividad no puesta al servicio de nada, pero cargada de sentido”. Por eso, Pedro Charro afirma que “el encierro no es puro riesgo, locura o deporte extremo: hay en él una carga de sentido que subsiste y resulta operativa”. En otras palabras, la ya citada tradición.
Pero el cambio del sentido de la fiesta no está asociado solo a su carácter interno, sino también a su relación con el resto del año. Es decir, todo el tiempo en que no es fiesta. Antiguamente, la fiesta era un paréntesis: el momento del goce y la diversión en que los campesinos podían olvidarse de la pesadísima rutina del trabajo cotidiano, y dedicarse a comer, beber y bailar hasta no dar más.
La fiesta actual es muy diferente. Quienes llegan hoy a los sanfermines no son campesinos pobres, sino, en general, hombres y mujeres de clase media, habituados a las comodidades de la vida burguesa, las vacaciones pagadas y las aerolíneas low cost. Los excesos que se pueden cometer allí no son muy distintos de los que permite cualquier discoteca o festival de música.
Todo esto lleva a ver el encierro y toda su carga de tradición como un oasis de sacralidad, mientras el resto de la fiesta da la sensación de girar en el vacío del desenfreno por el desenfreno mismo. Mucha gente tiene (y reproduce) la idea de que, en sanfermines, Pamplona se transforma en una gran bacanal, donde todo vale. Como consecuencia, miles de jóvenes, no bien llegan, salen corriendo a atiborrarse de vino. “A los que conocen un poco en qué consiste la fiesta, eso les provoca una especie de espanto –explica Charro–. Eso es una estupidez: si te bebes todo eso, dentro de dos horas vas a estar hecho polvo, con el estómago fatal de vino barato, vomitando, y te vas a perder todo. Se trata de ir entrando en la fiesta.” Poco a poco, tal como hacían los campesinos que Hemingway vio hace casi un siglo.
Si nombramos tanto a Hemingway es porque tiene mucho que ver con esta historia. Visitó Pamplona por primera vez en 1923, cuando estaba por cumplir veinticuatro años, y volvió en seis de los ocho años siguientes. En 1926 publicó The sun also rises, considerada su primera gran novela, buena parte de cuya acción transcurre en los sanfermines. El título (literalmente, “El sol también sale”) fue impuesto por el editor, ya que Hemingway pretendía que fuera una palabra en español, el título que nosotros conocemos: Fiesta.
En 1953, tras veintidós años de ausencia y el largo impasse de las guerras española y mundial, Hemingway desobedeció al poeta (“donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás”) y regresó a Pamplona. Se puso triste: la ciudad estaba muy cambiada, con edificios nuevos y gente por todas partes. Para colmo, le robaron la billetera. De lo que quizá no fue consciente el escritor –en ese entonces ya de renombre mundial, un año antes de recibir el Premio Nobel– es que, en buena medida, esa creciente masificación era culpa suya. Una encuesta realizada en esos años por oficinas de turismo españolas en diversos países reveló que casi el 90% de los extranjeros que llegaban a los sanfermines lo hacían por influencia, directa o indirecta, de la novela Fiesta.
En la actualidad, el gobierno de Navarra propone recorrer la HemingWay, juego de palabras que alude a la “ruta de Hemingway”, los lugares por donde anduvo el escritor. No se limita a Pamplona, sino también a algunos sitios en la provincia, como el hotel Ayestarán, en un pueblo llamado Lecumberri, a 34 kilómetros de la capital, donde el viejo Hem se alojó en aquel verano del 53. En sus visitas de los años veinte solía hospedarse en el desaparecido hotel Quintana; era muy amigo de Juanito Quintana, su propietario, inmortalizado como Juanito Montoya en Fiesta. El hotel La Perla, un cinco estrellas en plena Plaza del Castillo, conserva tal como era entonces la habitación 217 (ahora 201), en la que Hemingway durmió durante su última visita a los sanfermines, en 1959. Es amplia y luminosa, con dos balcones que dan a la calle Estafeta, la más famosa del encierro. No está al alcance de cualquiera, por cierto: pasar una noche allí cuesta 575 euros en cualquier día del año y hasta 2,000 durante la fiesta.
Un monumento homenajea al escritor en la entrada de la plaza de toros, y la calle que pasa justo al lado se llama Paseo de Hemingway. Sin embargo, después de una relación que ha tenido picos de amor y de odio, los pamploneses actuales son bastante indiferentes hacia la figura del escritor. “Los pamploneses de hoy dudamos sobre si no nos habría ido mejor sin tanta resonancia internacional; al fin y al cabo, la esencia esencial de la fiesta, que somos nosotros, estaba asegurada”, plantea el periodista Miguel Izu, en un artículo recogido en su libro Sexo en sanfermines y otros mitos festivos.
En el encierro del 13 de julio de 2013 se vivieron momentos dramáticos. En la entrada de la plaza, donde el recorrido forma una especie de embudo, se produjo un tapón humano y decenas de corredores fueron literalmente aplastados por los toros. Fue un auténtico milagro que nadie dejara la vida allí. “No muere más gente porque Dios es grande.” Muchos creen que si un día Dios mira para otro lado y una carrera acaba con un puñado de muertos, ese será el fin de los encierros de Pamplona. No solo por la presión desde dentro de España, sino también por la que llegaría desde la Unión Europea.
Otros no están de acuerdo. Mikel Martínez, presidente de Cruz Roja Navarra, organización sobre la que recae la responsabilidad de la asistencia médica durante la fiesta, afirma que “siempre puede haber una tragedia, igual que en una carrera de coches. La tragedia es algo propio del encierro”. Pero cree que “el encierro va a estar aquí siempre, incluso con tragedia”.
Una posible tragedia en vidas humanas no es la única amenaza para el futuro del encierro. En los últimos años, los movimientos animalistas han ganado terreno y visibilidad, y la opinión pública se muestra cada vez más sensible a estas cuestiones. Si bien durante el encierro el maltrato a los toros es relativamente muy bajo, los activistas antitaurinos aspiran a la abolición de las corridas de toros, objetivo que ya alcanzaron en Cataluña (aunque persiste el correbous, una costumbre que incluye colocar bolas de fuego en los cuernos del toro y perseguirlo y golpearlo por las calles). Y sin corridas, no hay encierros. Algunos estudiosos del tema –como Pedro Charro– ven en esta cuestión el mayor peligro para la continuidad de la tradición.
La del 15 de julio es una mañana triste. En la medianoche anterior, la muchedumbre ha cantado: “Pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín.” Los forasteros se han ido y los pamploneses se han quitado el pañuelo rojo del cuello. La rutina regresa. La negativa a aceptar el fin de la fiesta llevó a que, en los años ochenta, algunos mozos comenzaran a correr el “encierro de la Villavesa”: en el mismo escenario pero, en vez de delante de los toros, delante del autobús que hacía ese recorrido (que pertenece a la empresa Villavesa, gentilicio de Villava, un municipio vecino de Pamplona). Con el tiempo, el Ayuntamiento dispuso que ese día el transporte cambie su ruta por motivos de seguridad –¿los buses son más peligrosos que los toros de lidia?–, lo que no impidió que la parodia continuara. Ahora las carreras son delante de un “Induráin sanferminero”, un muchacho vestido de ciclista. El homenajeado Miguel Induráin, cinco veces ganador del Tour de Francia, es también, como la empresa de autobuses, oriundo de Villava. Todo vale con tal de que la fiesta dure al menos un rato más.
Para mucha gente, ese día comienza una cuenta regresiva: faltan 356 días (357, si el próximo año es bisiesto) para los sanfermines. La consigna es simple y se multiplica como contraseña, como hashtag, como grito de guerra: “Ya falta menos.” Para matizar la espera, las peñas organizan las llamadas “cenas de la escalera”, anticipos de la fiesta celebrados en las fechas de la archifamosa canción: uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril, cinco de mayo, seis de junio… El siete de julio es San Fermín y a Pamplona hemos de ir. ~
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.