Yo, Humberstone,
hijo de un modesto empleado de correos
y nieto del Director de la Banda de Guardias
Escoceses,
llegué a aquí a hacer la América.
Yo, un oscuro químico
lustrado ahora por la sal,
inventé esa ficción: el pampino,
cruce de animal soñador necesitado con nativas
de la zona.
Inventé el futuro, el futurismo, Marinetti.
Me cagué en le Corbusier,
la Torre Eiffel,
esa ciudad amanerada:
París.
Aprendí palabras ásperas:
caliche, charqui, camanchaca
(yo que jugaba delicadamente al tenis,
yo, cuya vida era un campo de golf),
copié y apliqué el sistema Shanks
(que nadie conocía por aquí).
Tuve mano férrea,
tuve mano de obra
(barata).
Comencé por conquistar Agua Santa
y ahora me pudro en las Aguas del Tiempo.
Yo, que me horroricé
cuando escuché que estos indios llamaban
chanchos
a las relucientes máquinas metálicas, trituradoras,
porque les recordaban el ruido de los puercos al
comer.
Establecí un Orden,
una jerarquía en el Caos:
de un lado los ingleses y administradores,
del otro, los hombres y las bestias.
Yo, que puse un toque de delicadeza,
de civilización en estos páramos:
Al espejismo de los oasis de Pica y Matilla
opuse una piscina (metálica),
construí una plaza (pública),
una iglesia,
el tendido eléctrico,
un orfeón para que estos bárbaros
escucharan música
–ópera–
no el rumor sempiterno, monótono
de las arenas.
Yo, que me la creí completa
y se la hice creer a medio mundo:
“El salitre chileno es el mejor del orbe”:
nitrato de sodio: la pólvora más eficaz
para las guerras intestinas y extranjeras.
(Así de cosmopolita):
“El salitre chileno entra a Francia,
a Suecia,
llega a la antigua Hélade”
(hasta que los alemanes inventen el sintético
en la Segunda Guerra Mundial).
Yo, que me convertí en Santiago,
Santiago Humberstone,
tuve en mis manos el Oro,
el Oro Blanco,
el Monopolio.
Que me hice viejo, me hice venerable,
Padre
–del salitre.
(La Compañía me obsequió una medalla de oro,
el Rey de Inglaterra me confirió
la Orden Oficial del Imperio Británico).
Yo, James T.,
cuyo nombre desaparece
bajo la formidable leyenda y las casas huachas,
extiendo mis raíces dieciséis metros bajo tierra
y no encuentro agua.
El desierto y la muerte recobran su señorío. ~