Nacida en Alessandria, el carácter tumultuoso de su padre, un profesor de ciencias reconvertido en modesto industrial, lleva a Rina Faccio (1876-1960) a cambiar constantemente de ciudad. Arrastrando a su familia, Ambrogio Faccio salta de Alessandria a Vercelli, de Vercelli a Milán y de Milán a Porto Civitanova Marche. Es en esta pequeña localidad a orillas del Adriático donde, a los doce años, Rina empieza a trabajar como contable en la vidriería paterna, generando perpetuas habladurías entre la mojigata población. Incluso su madre, Ernesta, se suma al coro de reproches: era escandaloso que una signorina decente antepusiera sus actividades laborales o la lectura de Dumas, Hugo y Manzoni al aprendizaje de corte y confección.
Esta tediosa y apacible vida provinciana, paraíso de triviales maledicencias, pronto se vería resquebrajada por el desencadenamiento de una larga serie de dramáticos incidentes. El primero de los cuales, en 1889, es la tentativa de suicidio de su madre, que la forzará a ocuparse de las tareas domésticas. Sin embargo, no es hasta algún tiempo después que se producirá el acontecimiento que marcará definitivamente su existencia: en 1892 es violada por un empleado de la empresa, Ulderico Pierangeli. Violación a la que, de manera piadosa, se ha aludido en ocasiones como “seducción”, del mismo modo que se ha calificado de “reparador” a un matrimonio, celebrado pocos meses más tarde, que apenas fue una siniestra pantomima. Júzguense, si queda alguna duda, las palabras con las que la propia Aleramo describe el episodio: “Una mañana fui sorprendida por un abrazo insólito, brutal: unas manos hurgaban entre mis ropas, tumbaban mi cuerpo hasta casi acostarlo sobre un taburete… Me ahogaba y lancé un gemido que acabó en un grito…”. Con todas las reservas precisas, conscientes de la distancia que puede haber entre una peripecia vital y su correspondiente reelaboración literaria, el notable autobiografismo de la obra de Aleramo nos permite deducir que su narración no se aleja en exceso de la realidad.
Como secuela del estupro, Rina padeció un aborto natural. Seguido, en 1895, por el nacimiento de su único hijo, Walter. Abatida por las reiteradas vejaciones de su marido, que sospechaba de su fidelidad, trata de suicidarse ingiriendo veneno. Luego ensaya la vía de la separación amistosa. Imposible. La reacción de Ulderico es aún más agresiva: la tira al suelo y la patea hasta que ella le pide perdón, asegurándole que había reclamado el divorcio en un momento de debilidad. Tras un periodo de aparente calma, la situación se repitió. Y se repitió, también, la solicitud de separación. Esta vez el marido fue tajante: podía marcharse, si quería, siempre que dejara a su hijo.
Así, en febrero de 1902, Rina abandona a Ulderico y Walter, fracasando en su empeño por lograr la separación legal y la custodia del niño, al que no volvería a ver hasta treinta años después. Instalada en Roma, en casa de una de sus hermanas, da comienzo a su “segunda vida”, en la que se concentra en la redacción de artículos sobre la “cuestión femenina” y, a través del poeta Giovanni Cena, con quien convivirá siete años, se relaciona con gran cantidad de intelectuales italianos y extranjeros.
Por entonces Cena la rebautizó como Sibilla (“Yo la descubrí y la llamé Sibilla”) y la alentó a rememorar sus vicisitudes personales en una novela, Una mujer (1906), que no sólo será objeto de enardecidas polémicas, en las que no faltará la categórica aprobación de Anatole France o Luigi Pirandello, sino que conquistará un enorme e inmediato éxito, deviniendo, junto con Casa de muñecas de Ibsen, un símbolo del feminismo. Pero ésta, como suele decirse, es otra historia. –
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