Hace varias décadas, músicos como Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt decidieron, tomando como punto de partida ciertas partituras del periodo barroco, intentar una reinterpretación “en estilo”; es decir, apegada lo más posible a la manera como debía de sonar la música en esos días. Para ayudarse en esta difícil tarea decidieron utilizar instrumentos de la época, con lo cual recuperaron indudablemente tesituras sonoras perdidas. Su iniciativa suscitó una discusión que no se ha resuelto todavía, y cuya interrogante central es si tocar “en estilo” con instrumentos de la época resulta más “correcto” que hacerlo con instrumentos modernos y sin respetar al pie de la letra el estilo original. Aunque hay argumentos muy válidos para defender cualquiera de las dos posiciones, lo cierto es que nadie puede saber a ciencia cierta cómo sonaba la música “antigua”, sencillamente porque no hay grabaciones que lo atestigüen. En ese sentido, el debate es pura especulación.
Lo que encuentro valioso en la propuesta de Harnoncourt y Leonhardt no es su apego purista al “original”, sino que han contribuido a revitalizar una música que se hallaba en cierto modo encerrada en fórmulas de interpretación habituales. El movimiento empezó a expandirse y dejó de ceñirse solo a la música barroca; poco a poco le tocó el turno a la música renacentista, luego a la medieval y al período clásico e incluso, con Gardiner y su Orquesta Revolucionaria, a la del período romántico. Eso no es todo: musicólogos como Paniagua han intentado “hacernos oír” la música del periodo griego y romano. Insisto, lo realmente valioso de este movimiento es que recuperó la música antigua y le otorgó un sentido estético actual.
La reinterpretación bajo otros criterios de la música antigua no se ha limitado por cierto al ámbito “académico”. En Alemania y Holanda grupos como Faun y Omnia tocan música medieval con un espíritu “rockero”. Mezclando lo medieval con lo electrónico, instrumentos actuales e instrumentos de la época, han dotado a esa música de un ritmo más frenético que, a mi gusto, se acerca más al espíritu lúdico de los juglares, troveros y trovadores. Bajo el mismo principio, en Italia se hace algo muy similar con la música que acompaña a la tarantella, la danza tradicional del sur de ese país, mezclándola con rock, jazz y demás géneros. Me imagino que, a estas alturas, propuestas similares deben existir en otros lugares del mundo. Para no ir muy lejos, el empuje que ha tenido en México el son jarocho debe mucho a grupos como Son de Madera o Mono Blanco, que han promovido este género musical con innovaciones (los segundos) y con un afán purista, riguroso y muy bien cuidado los (los primeros). La misma Lila Downs ha sacado del olvido música tradicional, no con afán conservacionista, sino exquisitamente estético.
Y ya que hablamos de conservacionismo, en México, bajo la dirección del INAH, existen varias colecciones de discos hechas con espíritu museístico, en que antropólogos y/o musicólogos salen al campo con su grabadora a recoger el repertorio tradicional. Si han escuchado alguno de estos discos, estarán de acuerdo conmigo en que suelen ser horrendos: son grabaciones de pésima calidad, con músicos que se equivocan o sencillamente tocan mal, fuera de ritmo, desafinados y sin inspiración. Pero claro, bajo la consigna del “rescate musical”, no hay que andarse con demasiadas sutilezas, pues lo que importa es salvar a esta música de “caer en el olvido”.
Ahora bien, a mí me parece que grabaciones de tan baja calidad parecen estar hechas justamente para caer en el olvido. ¿Quién no se sentiría repelido ante discos tan opacos y mediocres como aquellos? Tengo la impresión de que los musicólogos que hacen estas grabaciones dejaron hace mucho tiempo de ser músicos, que es lo que un musicólogo debe ser antes que nada. ¿No sería mucho más interesante “rescatar” esa música no solo del olvido sino también del aburrimiento, escoger músicos tradicionales con claro talento y meterlos en un estudio de grabación donde su música pueda enriquecerse y beneficiarse de las condiciones tecnológicas a su disposición? ¿No sería esta la manera de hacer un verdadero rescate musical, de producir discos con un valor comercial real y estético para el público actual?
El problema es cuando se piensa que todo lo que surge del “pueblo” es sagrado e intocable. Pasa algo similar con las recopilaciones de los cuentos orales. El recolector de los mismos se arma de una grabadora y, a la hora de transcribir lo que escuchó, se limita a hacerlo al pie de la letra, con todo y errores de sintaxis y a menudo, incluso, de lógica argumental. Luego, archiva esos cuentos en una revista, creyendo que al mantenerlos en un archivo, están a salvo del paso del tiempo. En realidad, lo estarán sólo si aparece un Ítalo Calvino que, para resucitarlos, intervendrá de manera profunda en su hechura, convirtiendo la letra muerta en un arte vivo y actual. Grabaciones con errores o con músicos medianos o francamente malos, no le interesan a nadie. Estoy seguro que, si se hiciera bien, se podría salvar música hermosa, pero esto solo lo pueden hacer artistas o musicólogos que no han dejado de ser músicos, y músicos de calidad. El rescate artístico hecho con puro espíritu archivista mata al arte y, en cierto modo, apresura la extinción que él mismo quisiera evitar.
– Diego Morábito
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