El público, la sala de concierto y la música clásica

¿Cómo hacer que vuelvan los grandes públicos a los conciertos de música clásica?
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Para algunos, la música clásica está muriendo. Las ventas de cds y mp3 han disminuido a ojos vistas y en los últimos años, varias orquestas estadounidenses entraron en bancarrota, como la orquesta de Philadelphia y la New York City Opera entre otras. En cuanto a México, ninguna orquesta nacional es capaz de mantenerse sin la ayuda del Estado y basta con asistir a algún concierto que no incluya alguno de los grandes éxitos, como el Bolero, el Huapango o la novena de Beethoven, para encontrarse con una sala medio vacía. Para paliar esa general deserción del público (aunque deserción no es el término exacto, pues nunca ha habido en nuestro país una afluencia masiva a las salas de concierto, al menos desde hace varias décadas), se han propuesto varias soluciones. Hace no mucho, un joven director, Baldur Brönnimann,  mencionó en una entrevista todo aquello que en su opinión era preciso cambiar en un concierto de música clásica para atraer más público. Entre las cosas que decía estaba el poder introducir bebidas en la sala de conciertos, usar los celulares en modo silencioso, que los músicos ya no se vistieran de frac y que se pudiera aplaudir entre un movimiento y otro. Como se ve, dejaba varias cosas sin aclarar. ¿Podrían ir los músicos de tenis y con la playera de su equipo preferido de futbol? ¿El público tendría permitido abrir latas de cerveza durante los movimientos de la pieza o esperaría entre un movimiento y otro para hacerlo? Otra sugerencia del mentado director era que las orquestas utilizaran más tecnología en los conciertos, y aunque proponía algunos usos, no era del todo claro. ¿Pensaba acaso en micrófonos esparcidos en la orquesta para potenciar el sonido del ensamble o, más bien, en otros situados entre los asientos del público para potenciar los aplausos? ¿O en bonitos juegos de luces para subrayar la fogosidad de un fortissimo o la suavidad de un adagio? No lo sabemos.

No es la primera vez que leo un texto donde se plantea la necesidad de incrementar el público que asiste a conciertos de música clásica. En ellos dan por sentado que escuchar música clásica es algo fundamental e  imprescindible para el espíritu, sin que los autores nos expliquen porqué. Me parece fundamental, si se quiere captar un mayor público para nuestras salas de concierto, que este tipo de nociones desaparezcan, y así bajar del podio a la música clásica para que sea vista como una música más dentro del vasto repertorio de géneros musicales que nos rodean; acabar, en suma, con la deferencia, cuando no sacralidad, con que nos relacionamos con ella, como si se tratara de algún logaritmo complejísimo, accesible sólo a unos pocos iniciados. Por lo general, las cosas que nos provocan excesivo respeto son las que menos nos interesan.

En algunas salas de concierto, como en el Walt Disney Hall de Los Ángeles, se ha consolidado la costumbre de ofrecer al público una breve plática previa al concierto. Se les hace escuchar fragmentos grabados de las piezas que van a oír, seguidos por comentarios de algún experto. La idea es invitar a penetrar en el taller del compositor, insertar su obra dentro de una tradición y un pensamiento específicos; en suma, devolverla a su dimensión de búsqueda y de trabajo. Pero la idea, también, es admitir sin rodeos, pero también sin espantos, cierta dificultad inherente al disfrute de la música de concierto, o sea la necesidad de un mínimo entrenamiento para no sentirse desorientados ante ella. Todo lo cual me parece excelente. ¿No ocurre lo mismo, aunque en escala diferente, con toda la música? Un tango, una pieza de rock, una improvisación de jazz, una tonada de rap; la primera vez que los escuchamos no sabemos de qué se trata; necesitamos familiarizarnos con sus códigos para empezar a disfrutarlos. Pero necesitamos, antes que eso, acercarnos a ellos sin prejuicios, tanto los que sacralizan como los que denigran.

La mitificación de la música, de todo género, no sólo de la clásica, (de la música en general) comienza bajo la idea de la dificultad que implica tocar un instrumento. Sin embargo, la realidad es que todos podemos hacer música, basta entrenarse. Algunos tendrán más facilidad que otros y lo lograrán con más rapidez, pero la música no es el sublime arte que el pensamiento romántico nos ha heredado. En la medida en que la música nos resulte mágica, compleja e inalcanzable, estamos condenados a ser espectadores de lo que se termina viendo casi como un acto milagroso. Si, en cambio, nos replanteáramos la música como un acto de socialización, las cosas serían diferentes. En suma, es importante mantener a la música clásica viva no porque tenga un valor añadido o sea música superior a las otras, como tantas veces se cree, sino en pro de la pluralidad de nuestras experiencias musicales. Es absurdo suponer que con una chela en la mano, afinando fuera del escenario, y permitiendo que el músico se vaya de la sala cuando así lo guste, el público abarrotará una sala de concierto para escuchar la tercera sinfonía de Bruckner o el Kammer Konzert de Ligetti. Y si lo hace en estas condiciones, entre el sonido de latas de cerveza que se abren y tecleteos de WhatsApp, ¿no habremos salido perdiendo en lugar de ganar algo? Así como la poesía es de alguna manera el laboratorio del lenguaje, la música clásica y contemporánea son el laboratorio del que luego, muchas veces, abrevan el jazz, el rock, la música electrónica y demás. En vez de buscar atraer más público a las salas de concierto programando incansablemente el Huapango o la quinta de Beethoven, deberíamos despojar a la música clásica de todo el misterio que la rodea para que, tal vez así, el público crezca. 

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