SoƱar de nuevo con jinetes

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El 19 de mayo de 1836, los habitantes de Fort Parker, en la reciĆ©n creada RepĆŗblica de Texas, se encontraron una funesta sorpresa: una tropa de cientos de indios de diversas tribus (comanches, caddos, kiowas y wichitas) frente a la empalizada. El fuerte era poco mĆ”s que un campamento fortificado de colonos de la Iglesia Peregrina Baptista Predestinista, procedentes de Illinois y pertenecientes a la familia de John y Sarah Parker. Apenas vieron la masa de guerreros, los colonos se supieron condenados. Alguno pretendĆ­a resistir, pero Benjamin Parker, uno de los nietos de John, prefiriĆ³ salir y entregar su vida para ofrecer unos minutos al resto. La mayorĆ­a de las mujeres y niƱos escaparon hacia el bosque. El ataque fue rĆ”pido. El patriarca cayĆ³ y fue mutilado ritualmente a la vista de su esposa, que contemplaba desde los campos de labor. Los guerreros mataron a cinco hombres y se llevaron a cinco cautivos: tres niƱos, una joven embarazada y un bebĆ©.

Este episodio sangriento, acaso trivial en el gran cuadro sangriento de la expansiĆ³n americana, estĆ” en el origen de una de las pelĆ­culas mĆ”s comentadas, amadas y controvertidas de la historia del cine. Centauros del desierto (The searchers, John Ford, 1956) recoge el eco del secuestro y cautiverio de Cynthia Ann Parker a travĆ©s de la novela de Alan Le May, que se inspirĆ³ tambiĆ©n en otros de los centenares de casos de la frontera en el XIX. En particular el de Britt Johnson, el autĆ©ntico “buscador”, que siguiĆ³ a su mujer e hija cautivas a la Comancheria y las recuperĆ³ en 1865. El filme cumple su sesenta aniversario este aƱo y es difĆ­cil exagerar su impronta en el pĆŗblico y, sobre todo, en los cineastas estadounidenses del medio siglo XX hacia acĆ”. Incluso antes de ser consciente de la importancia de Centauros del desierto, quizĆ”s de conocer su tĆ­tulo y saber quiĆ©n fue John Ford, recuerdo haber sentido de niƱo el impacto duradero de la escena del ataque comanche.

Muchos otros lo sintieron. Por ejemplo, Spielberg recreĆ³ en una obra improbable, Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, 1977), una abducciĆ³n en la que resuena la filmada por Ford: la luz rojiza en el exterior de una casa aislada en una naturaleza inmensa y amenazadora; la madre que corre a cerrar violentamente ventanas y aberturas; la gatera; el extraƱo en fuera de plano al que descubrimos por la mirada del niƱo. Y, por quĆ© no, la presencia casi obsesiva, como obsesiva es la bĆŗsqueda de sus protagonistas, de un paisaje sobre el que se alzan las mesas de Monument Valley (Ford) o Devil’s Tower (Spielberg). La relaciĆ³n entre ambos filmes es mĆ”s que casual: en cierto modo es Spielberg el autor que mejor recogiĆ³ el testigo fordiano en el cine comercial estadounidense tras el ocaso de la era clĆ”sica.

Otro fordiano, Scorsese, encontrarĆ­a inspiraciĆ³n para su antihĆ©roe Travis Bickle en Ethan Edwards, el equĆ­voco protagonista de Centauros. Bickle es un jinete desquiciado, posmoderno, que monta una carnicerĆ­a intentando liberar a otra “cautiva” que no quiere que la liberen. Y algo de Ethan Edwards y, desde luego, del paisaje fordiano, hay tambiĆ©n en la ParĆ­s, Texas de Wenders (1983). En ella, otro Travis –y otro hombre roto por dentro– viene del desierto y del pasado para hacer el viaje inverso: con el niƱo, buscarĆ” a la madre. Una vez la encuentre, lo dejarĆ” en brazos familiares y volverĆ”, como Ethan, a perderse en ese mundo exterior en el que los expulsados de la vida civil “vagan entre los vientos”, como el comanche enterrado bajo una roca.

Ethan (John Wayne) es sin duda el corazĆ³n de The searchers y su punto mĆ”s oscuro. Roger Ebert no conseguĆ­a ocultar el sabor agridulce que le producĆ­a la pelĆ­cula, una obra cuyo peso se lo otorga precisamente su carga de sombras. Lo fundamental es precisamente lo que no queremos ver. El racismo de Edwards, un confederado irredento, un forajido, no es una mera pincelada en la construcciĆ³n del personaje: la misma bĆŗsqueda de la sobrina raptada no tiene por objeto rescatarla, sino liberarla de una manera mĆ”s radical y salvaje. Mientras la encuentra, se entretiene despreciando al Ćŗnico ser humano que comparte su camino. A pesar de todo, Martin Pawley, el sobrino adoptivo, serĆ” el Ćŗnico vĆ­nculo con la humanidad en mĆ”s de un sentido.

Centauros, contra el tĆ³pico vertido sobre el western anterior a Soldier blue (1970), no escamotea la brutalidad sistemĆ”tica contra los nativos americanos. No solo por el odio de Ethan, que descarga sus armas sobre indios vivos y muertos, e incluso sobre los bisontes que los nutren en las praderas, en un frenesĆ­ que asquea a Pawley. La apariciĆ³n heroica de la caballerĆ­a trotando sobre la nieve se convierte en una matanza indiscriminada, y la comanche Foot –como seƱala Scorsese, quizĆ”s el personaje mĆ”s incĆ³modo para el espectador actual– pasa de contrapunto cĆ³mico a figura trĆ”gica. Ford presenta incluso las razones del jefe Scar, tan humanas como las de Ethan, pero sin llegar a travestir el punto de vista blanco de la historia.

Porque, en palabras del propio Ford, los indios no eran “diplomĆ”ticos”. Cynthia Ann Parker, la cautiva original, tuvo una vida india que en la distancia no carece de dignidad: se casĆ³ con el guerrero Peta Nocona y fue madre de Quanah Parker, uno de los Ćŗltimos jefes comanches. Su prima adolescente Rachel Plummer –quizĆ”s la inspiraciĆ³n de la Lucy de Centauros– tuvo peor suerte. SegĆŗn su Narrativa del cautiverio, gĆ©nero clĆ”sico desde los primeros tiempos coloniales, fue violada la misma noche de la masacre. Cuando naciĆ³ su bebĆ©, los hombres de la tribu se lo arrebataron y lo arrastraron por el suelo hasta despedazarlo. ViviĆ³ como una esclava hasta que un dĆ­a, con determinaciĆ³n suicida, la emprendiĆ³ a golpes con una de las mujeres que la atormentaban –un episodio reproducido en Bailando con lobos (Dances with wolves, Kevin Costner, 1990)–. Los comanches respetaron su valor. Poco despuĆ©s, unos comerciantes pagaron su rescate. MuriĆ³ por complicaciones de otro parto dos aƱos mĆ”s tarde.

La comparaciĆ³n con el voluntarioso largometraje de Costner, propio del revival new age del “buen salvaje” en los noventa, ilustra la complejidad que, con un cĆ³digo hoy anticuado, transmite la obra de Ford. El cautiverio en Costner carece de aristas, y la india blanca acaba casada con el blanco aindiado: lo mejor de ambos mundos. Ford no nos ahorra una sola crudeza aun cuando no la exponga, aunque se ciƱa a un fardo envuelto en un capote, a una mirada entre un hombre y la mujer de su hermano. Es poco dudoso que The searchers ha envejecido mejor que buena parte del gĆ©nero posterior, lo que incluye el llamado “western revisionista”. Motivo por el que abrimos una y otra vez la puerta que al final de la historia se cierra tras Ethan. Por cierto, el Edwards original, Britt Johnson, muerto a manos de los kiowas, no era un confederado sino lo que hoy llamarĆ­amos un afroamericano. Un giro de guion con el que me gusta imaginar que Ford nos sonrĆ­e desde la tumba. ~

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Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politĆ³logo y asesor polĆ­tico.


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