Soneto con pie quebrado

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Miro mis pies desde la perspectiva que me da el estar sentado en la cama con dos almohadas en el respaldo y la página blanca sobre las piernas y la pelvis, lo que universalmente se ha llamado siempre el regazo con esa carga de calor íntimo que lo hace ser el reducto tradicionalmente más acogedor del cuerpo humano, aunque haya criterios discutibles respecto a esta y otras posibilidades y aquí sólo se trate de mí mismo, lo que hace que toda referencia a calor humano se vea menguada al no incluir a nadie más; peor si se toma en cuenta que esa página blanca es, perdón por la franqueza con que lo digo, la pantalla de una computadora portátil y no el amistoso cuaderno que va dejando poco a poco el lugar a la despersonalización total de los materiales: imagínate: una pantalla de plasma en la que se escribe lo que marcas en el tablero sin que la realidad dé un paso más allá, y no como antes, cuando quedaba un testimonio tangible, en relieves, en tintes o en grafito sobre una superficie material, fuera la estela de piedra o de barro, bronce, plomo, o la pared de la caverna, el aplanado de los filamentos del papiro o el amate, o la laboriosa fábrica por fibras en suspensión de la hoja de papel; y pienso si mis pies podrían ser tema de escritura, así sea mínima: unas cuantas líneas que los describan, que hablen de ellos; alguna paginilla en la que los pobres se reconozcan y sean estrellas por un día, protagonistas de lo repentino, héroes de un episodio cualquiera, aunque no logre conformarse una verdadera aventura, así sea sólo esa ínfima apariencia de lucimiento social que ocurre cuando los padres exaltan las virtudes, ciertas o apetecidas, de los hijos. Eso deseo, ya que estoy aquí sentado mirándolos, y me despliego por el territorio que tengo a mi alcance desde esta posición poco versátil que me da, sin embargo, el mejor punto de vista de mí mismo que pudiera tener en las mejores circunstancias, aunque me esté mal el decirlo.

El corazón es fácil que protagonice relatos; más que fácil, es obligado: a quién se le ocurriría omitirlo en una crónica cualquiera que rozara un tantito del mundo afectivo o sentimental; o el cerebro, con su capacidad de concentración que lo afila hasta volverlo el estilete que disecciona tanto la realidad como la fantasía; qué pasmo se siente sin poder evitarlo ante la disposición mágica de ese conjunto de células programadas para interpretar la vida y darle sentido y aun para imaginar lo que no tiene ningún fundamento: la trascendencia, el más allá, la vida perdurable: ¡qué altura colosal la de su propia cima que se atreve a tanto!; o las manos, las fraternales herramientas a las que todo debemos, las que nos han construido desde el barro animal dándonos la dignidad del trabajo y la conciencia de que nuestra fuerza es la razón más poderosa para imponer el deseo propio sobre el deseo de los demás; la cara, común y doméstica, como a veces la creemos y que es escenario múltiple al que salen todos los actores del drama de nuestra vida interior a decir sus parlamentos con más o menos timidez, con entonaciones magníficas algunas veces o con sonsonetes reprobables otras, con sus máscaras, sus maquillajes, sus vestuarios y atavíos que les permiten figurar en todas las circunstancias previsibles o insólitas de la vida, sin contar con el apuntador, ese sujeto disimulado que es la conciencia de lo que debe ser y donde estamos nosotros más que agazapados, y mueve los hilos de los personajes haciendo como que nadie se entera de su existencia; o los ojos, cáspita, los ojos, las rondanas en cuyo centro se hace el más insondable vacío y fijan el punto máximo de atención de los demás, el vínculo primero y definitivo entre el ser y la verdad, entre el individuo y lo que hemos reconocido como su trascendencia, el lazo con que se atan entre los seres humanos los caballos cimarrones del primer impacto, antes de llevarlos a las dehesas de nuestros afectos o de nuestros odios profundos; los ojos, esos pequeños tiranos que se imponen por su caudal interno y manejan a voluntad el destino de los individuos particulares. En fin, todo eso está en el juego ordinario de lo visible; pero los pies, mis pies, almamías, pienso mirándolos en mi otro extremo.

Y viéndolos bien, pobres, no son feos, no son de ésos un poco deformes o necesitados de atención y cariño, o de podólogo, de ésos que da un poco de vergüenza enseñar como si fueran el vástago no favorecido por las hadas; ni tienen malformaciones ni les afea defecto alguno que indique mala postura o trato inadecuado ni tienen callosidades o crecimientos que marquen promontorios indebidos, y bien podría ser que a mi edad se disculpara ya el no estar del todo presentables; pero no: son unos pies bastante dignos, hasta bonitos, diría yo; podrían servir como modelo para un dibujante del natural o un escultor que buscara la reproducción inerte de cualquier modelo clásico con que se propusiera fijar para la posteridad el pie humano. Y si un fotógrafo atrevido tuviera el encargo comercial de elaborar una imagen que transmitiera seguridad, firmeza natural, aplomo sin amaneramiento alguno, ya fuera para promover una marca de calzado o para sugerir una tendencia política en momentos electorales, o incluso para establecer la imagen institucional de una fábrica de conservas o de semillas mejoradas para el medio agrícola, podría usarlos en sus láminas fijas con la misma soltura con que se usa la cara de un niño recién nacido o el pétalo desprendido de una rosa. Sin que con esto quiera decir que van más allá de la naturalidad de unos pies normales y agradables, y Dios me libre de querer meterme en honduras fetichistas rebuscando sentidos que las cosas no tienen o tratando de hacerlos aparecer como objetos de alguna inapropiada delectación que hubieran podido detectar y guardar amorosamente en sus anales –quizás alguna fantasía revelada en el desvelo de una madrugada con demasiada piel y poquísimo recato– y de que pudieran vanagloriarse o hasta guardar guiños o secretillos más propios de alcoba que de página en blanco; si alguna vez han sido parte en devaneos eróticos no han ido más allá de lo normal, de lo permitido en esos lances en que se rebusca la miel que haya podido escurrir por las grietas que la corteza del tronco va destilando de los derramamientos del panal de los besos y las caricias; y no tienen, lo que no quiere decir que nunca lo hayan tenido, porque es prácticamente imposible librarse para siempre de lo que sólo te enteras cuando ya se ha desarrollado, ese accidente tan común que ocurre cuando contrajiste, pisando ve tú a saber qué suelos, esas bacterias u hongos que producen odoraciones que la nariz rechaza ofendida con el nombre genérico de olor a pies.

No estoy tratando de encarecer sus méritos, ni mucho menos, por favor que no se entiendan mal mis intenciones, sino que procuro ser objetivo ya que estoy refiriéndome a una de las partes más agraciadas, o menos deplorables, si se prefiere, de mi triste persona. Lo malo es que, aunque por fuera no se les nota, por dentro están un poco dañados; diría que más que un poco: llevan meses en estado lamentable. Me cuesta un trabajo enorme usarlos para caminar, que bien mirado y aparte de la noción estética de un cuerpo sin mutilaciones, son la principal función que les corresponde. Y no digo que no los use, que sí los utilizo bastante caminando todo lo que me propongo, o casi todo, porque a veces lo voluntario supera a lo posible y tengo que detenerme a reconsiderar sus fuerzas, pero ello no quita que su fuero interior proteste, se queje y me haga ser vocero de sus quejas y desavenencias, ¿quién podría serlo, si no yo?

Pero ya que estaba viendo mis pies desde esta atalaya de mi propia persona sentada en la cama, se me ocurrió que podría describir la incómoda sensación con que vivo desde hace algunos meses y que empiezo a temer que permanecerá conmigo para siempre –aunque tratándose de uno mismo ya se sabe que “para siempre” está limitado por el tiempo que uno puede suponer que le queda de vida, ese poquito que uno cuenta con la misma fruición con que el avaro sorbe la vitalidad en el espíritu de sus monedas escondidas, o por el contrario, lo que uno imagine inmodestamente que durarán sus palabras, y tal vez eso es lo que quise decir al usar el fatal término y algo de mí ha quedado sin querer al descubierto–,  es decir, que a veces me desespero pensando que ya no tiene remedio, que el hormigueo y la falta de sensibilidad son irreversibles, que eso que siento, o más bien, lo mucho que he dejado de sentir, va a ser mi nueva realidad cotidiana, y tal vez a esa disminución de la sensibilidad se deba la incómoda sensación que tengo en la almohadilla de la base de los dedos del pie, aunque más bien uno llamaría almohadilla a esa parte en las patas mullidas de los gatos y no en el propio pie, pero es que no sé cómo llamarla: el antepié, la parte gordezuela que sigue, en la planta del pie, después de los dedos y antes de llegar al arco; la siento hinchada, como si últimamente tuviera más masa interior de la estrictamente necesaria para pisar cargando el peso del cuerpo, o como si a esa carnecilla rebosara algún sobrante que estorbara su conducta natural, como cuando en las encías se ha colado alguna minucia que provoca una infección manifiesta en la carne inflamada; pero digo que tal vez se trate de una sensación inducida, de un reflejo. Si los dedos han perdido sensibilidad, si han dejado de ser flexibles, si tuvieron que dejar de ser la avanzada sensitiva en el extremo último de mi persona –o el punto de partida, según como se vea, porque hay quienes piensan que uno comienza por la punta de los pies y quienes opinan que el verdadero principio de uno está en la coronilla de la cabeza, en la mollera–, todo es ponerse de acuerdo entre lo que uno quiere decir y lo que los otros pueden entender de lo dicho y así evitar malas interpretaciones que pueden causar desavenencias molestas; si han perdido sensibilidad, digo, quizás la otra sensación, la de la almohadilla felina, sólo sea un modo que tienen los pies de explicar que algo no está funcionando como es debido, o sea el dificultoso lenguaje de la carne para comunicarse con la sección que reflexiona y almacena el resultado de lo que le pasa al cuerpo. Cada parte del todo suele tener su propia personalidad y, claro, sus lenguajes privativos con los que comunica al resto del ser que lo contiene sus parciales percepciones; faltaba más, ni que no fuera un cuerpo unitario el uno que nos conforma y al que damos el privilegio de decir que somos nosotros en persona.

Tal vez sería útil aclarar que este rompimiento con su naturaleza ocurrió a raíz de un tratamiento médico, de un ingreso de ciertos materiales químicos en mi organismo que fueron resbalando lentamente por el cauce interno de las venas de los brazos hacia los conductos mayores y las principales arterias, moviéndose como comandos que ocupan las galerías del edificio en que se ha refugiado el enemigo, tal como si al caudal de mi sangre hubieran entrado con el máximo armamento permitido y con el equipo más actual con que se mueven los cuerpos de elite en el cumplimiento de las más delicadas funciones de inteligencia, los más avezados y entrenados agentes antiterroristas, mirando hacia todos lados, revisando rincón por rincón, metiendo la avanzada de sus linternas o la novedad de sus anteojos de penetrar la oscuridad, por cada pasillo, de arriba abajo, sin dejar palmo, hasta contaminar todas y cada una de las células del cuerpo, con la intención, claro, de contrarrestar unos crecimientos adversos a la vida que por ahí andaban, y que acabaron por afectar, de manera que la razón no entiende, la naturaleza de mis pies arrebatándoles buena parte de la dotación original de sensibilidad, seguridad y firmeza, y les fueron haciendo perder la gracia con que siempre se desempeñaron en todas sus funciones: buenísimos para caminar, más allá de toda ponderación que no podría medirse en distancias de aquí a la luna, por ejemplo, hasta el grado de que se puede decir que si no se hubieran inventado los transportes mecánicos sería poco lo que habría faltado para que me llevaran, ahora sí que por su propio pie, a todos los lugares en los que he estado, salvando los naturales obstáculos de los océanos; reacios  a la disciplina de las marchas y a todo militarismo fuera del signo que fuera, sin descartar las pasiones ideológicas de juventud, aunque juguetones en todas las oportunidades de plaza pública, alameda y banda; impecables para el baile, tanto que hubieran podido consagrarse, lo que se dice en cuerpo y alma, al movimiento creativo e innecesario de la alegría manifiesta en los movimientos corporales: cuánto y cuánto bailaron estos pies frotando las maderas de los salones con la elegancia de un dandy vestido para la seducción y moviéndose en medio del tumulto femenino como un clavel rojo en un ramo de claveles blancos; me habrían llevado a la gloria de verme levantar por la cintura a todas las Giseles dispuestas a aflojar el nervio en la virilidad de mis pasos; claro que ahí no sólo cuenta la disposición de la bailarina sino el acoplamiento que el varón induce con su dominio del tempo y del resto de sus facultades, no sólo las físicas, que por necesidad tienen que ser suficientes, sino las otras, las anímicas, las que mueven los resortes con que un hombre se pone a tejer la trama de una tela en la que acaban envueltos él y ella, metidos en trepidante intimidad, a partir del movimiento coordinado que se agita al ritmo de una pieza musical ideada para el baile; ¡cuántas veces me vi, en medio de la fiesta, construyendo un cerco en el que nadie más podía introducirse porque a voces denotaba ser una parcela limitada para dos! Si no fuera porque no es éste el lugar apropiado contaría, si no todas, porque eso sería francamente pretencioso, sí algunas de las memorables escenas en las que mis pies fueron los energúmenos que devoraron chiquitas asombradas por la calidad de la cadencia.

¡Eureka!, dijera, si el gesto de coquetería que acaba de brotarme sin querer no tuviera, como el endurecimiento de las almohadillas, un componente externo, una causa que no es suya; si no fuera una tonta vanidad la que me hizo ponerlos como protagonistas posibles de escenas rojas y vibrantes que recuerdo; pero si soy sincero, ellos casi quietos en el suelo, no fueron esas veces más lejos que el sustento que es la bolsa de asas para llevar un contenido; fueron por donde yo los llevé y muchas veces, con rigor cruel los dejé casi quietos adentro de sus zapatos, moviendo apenas unos dedos, unos tendones, o moviendo los talones hacia uno u otro lado sin que pudiera advertirse por fuera desplazamiento alguno, para que lo demás luciera; o peor, inmóviles y contando nada más los tiempos del paso con misticismo de anacoretas; adentro estaba todo, la suspensión, el aliento, la poquísima necesidad de deslizarse por el piso, de donde la mayor parte que les tocó, pobres, fue el polvo; de lo que podrían haber venido a ser el vínculo más directo con la perdurabilidad, el más allá, los pasos que siguen luego de que se acaba todo, y allí sí pudieran comenzar sus hazañas –si creyera que las hay, que las habrá– y yo a narrarlas.

Pero no; ya veo que no hay por dónde, que por más que con cariño, viendo mis pies allá abajo, en mi otro extremo, como el que se siente un universo y columbra el sur eligiendo, tan arbitrariamente como lo han hecho los mapas, el norte como el lugar de su cabeza,  sentado en la cama articulada en que duermo últimamente y permanezco parte del día cumpliendo con mi tiempo de lectura y del que dedico a aportar mi testimonio humano, trato de rescatarlos y ponerlos en primer plano, de traerlos a ser protagonistas de algo, aunque fuera una secreción minúscula de asuntos que pudieran conformar un cuento, el enhebrar sencillo de una acción en que se hubieran visto envueltos por deseo propio o porque la vida los arrastró y los puso allí, aunque fuera como lugar común, como testigos de algún acontecimiento, no me queda otro remedio que reconocer que es inútil: siempre serán los pies, la parte menos importante, la de hasta abajo, la más remota del cuerpo. ~

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