Vasos comunicantes: entrevistas con César Aira y Rodolfo Enrique Fogwill

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César Aira:
     El dominio de la imperfección
     Madrid-Buenos Aires-Madrid. Trayecto de ida y vuelta. El heraldo cibernético corre, atraviesa el charco y entrega a César Aira mis preguntas. Las respuestas las recibo a los pocos días. Envío más preguntas, recibo más respuestas, y así. Mi buzón Yahoo fue testigo y cómplice. A quince mil millas de distancia, charlé (es un decir) con un César Aira tan amable como brillante.

Sus obras más conocidas, como La liebre, El vestido Rosa o Ema, la cautiva, recrean grandes temas de la historia argentina. ¿Cómo se sitúa frente a esa historia, que también es literaria?
     La Historia es una especie de gran supermercado de temas; pero cuando un novelista empieza a buscar temas, está acabado. Me parece más saludable que un escritor descubra el tema de su novela una vez que la terminó de escribir. Esos tres libros míos que usted menciona fueron ejercicios, de los que no me siento muy orgulloso; espero no reincidir. Querría que mi relación con la historia argentina fuera distinta: me gustaría que mis novelas pudieran servir para reconstruir la Argentina, en todos sus detalles, cuando la Argentina ya no exista. Quizá parezca un gesto de megalomanía, y quizá lo sea. Pero me refiero más a la desaparición que a la reconstrucción, a esa especie de nostalgia de la realidad que uno siente cuando trata de aprehenderla, o representarla.

Su obra se caracteriza por la invención recurrente y la acumulación de sucesos. En su ensayo sobre Copi cita a Jasper Johns: “el arte es hacer una cosa, después otra cosa, después otra cosa”. ¿Podría explicar esta noción de acumulación y continuidad en su obra? Y por otra parte, ¿la brevedad de sus novelas no sería, paradójicamente, una especie de obstinado discontinuo?
     La gracia y la eficacia del continuo está en crearlo con piezas heterogéneas, incongruentes o por lo menos diferentes. Y en el proceso creativo la única diferencia que cuenta es la de lo viejo y lo nuevo. A mí lo único que me importa al escribir es hacer algo nuevo. No me importa la calidad, ni la profundidad, ni el sentido. Creo haberme liberado de esas supersticiones, y siempre estoy dispuesto a sacrificarlas por la invención de algo nuevo. Por supuesto, lo nuevo es muy fugaz, y por definición no puede beneficiarse del impulso adquirido. La última novedad vuelve vieja a la penúltima. Ahí se da una dialéctica de continuo y discontinuo que se resuelve en una fuga autobiográfica. La acumulación es un recurso para suspender la síntesis, o para postergar la muerte.

Pero mientras haya lectores esa muerte se posterga ad infinitum. El lector toma el testigo de la continuidad y parece multiplicarlo todo…
     Muchas veces me han preguntado, y me he preguntado, por el papel que un escritor le da al lector. No sé qué harán otros escritores, pero en mi caso puedo aplicar ese viejo chiste sobre los vice-presidentes norteamericanos, que “no pueden masticar chicle y caminar al mismo tiempo”. Escribir se me hace un trabajo full-time. No me deja tiempo para pensar en la operación de la lectura, a tal punto que el lector se me afantasma, y cuando alguien me dice que ha leído un libro mío no puedo evitar la sospecha de que me está mintiendo.

Hacer un diccionario de escritores latino-americanos es otra forma de acumulación. Creo recordar que en Cumpleaños comenta lo que sería su proyecto ideal: la escritura de una enciclopedia. ¿Puede comentar algo acerca de estos proyectos ciclópeos?
     La consecuencia natural de la pasión por los libros es el proyecto de ponerlo todo en forma de libro. Aunque no sé si la palabra es “proyecto”. Yo diría más bien “ensoñación”. Creo que a los escritores no deberían pedirnos cuentas de nuestros proyectos, porque nunca los realizamos.

La memoria y el olvido es un tema recurrente en su obra. Para acercarnos al tema quiero echar mano nuevamente de un pasaje de su ensayo sobre Copi: “aquel inventor que pasó años perfeccionando una aleación de grafito y goma para lograr un lápiz que escribiera y borrara a la vez”.
     Creo que nuestra civilización sobrevalora la memoria. Es como si hubiéramos vuelto la mirada al pasado, y nos dedicáramos a retocarlo, corregirlo, recombinarlo; el posmodernismo parece ser eso, nada más. Por mi parte, siempre pensé que si la literatura tiene una ventaja, es la libertad; y a la libertad no puedo ubicarla sino en el presente, que es un epifenómeno del olvido.

En Cumpleaños comenta su agotamiento con respecto a la ficción, particularmente en lo que hace a la invención de los llamados “rasgos circunstanciales”. Pero sin rasgos circunstanciales no hay novela. ¿Cómo enfrenta esto?
     Los rasgos circunstanciales, por ejemplo decir de qué color era la corbata de un personaje, terminan pareciendo una puerilidad. Además de que se vuelven una condena. Pero en realidad no tengo por qué “enfrentarlo”. La literatura no es obligatoria. Si me aburre, o deja de resultarme fácil, puedo dejar de escribir.

Entonces, ¿no “sólo lo difícil es estimulante”?, para jugar con las palabras de Lezama…
     Es cierto que uno se inventa dificultades, con ánimo de juego y de curiosidad. Pero creo que el verdadero estímulo viene de lo fácil, no de lo difícil. El desprestigio en que ha caído “la pendiente del menor esfuerzo” tiene bastante de hipocresía. Después de todo, esa pendiente es la que nos lleva a lo más auténticamente nuestro.

Sospecho que los universos teratológicos lo seducen. ¿Qué representa lo monstruoso para César Aira?
     El monstruo es la especie que consta de un solo individuo; es la especie sin la posibilidad de reproducirse. Único por toda la eternidad, absolutamente histórico, “absolutamente moderno”, el monstruo es una especie de mediador entre el artista y la obra. El artista es un hombre biológico, la obra es una particularidad histórica, pero al hacer su obra el artista excede los ciclos de la vida y la muerte, y al ser hecha por el artista la obra entra en esos ciclos.

Usted ha dicho: “el que ha aprendido a dominar la imperfección puede hacerlo todo, nada le está vedado”…
     “Dominar la imperfección” es una contradicción en los términos, y por eso hacerlo es tan raro y milagroso. Controlar una esfera es posible y relativamente fácil, como lo demuestran tantos futbolistas. Pero una masa amorfa, nunca se sabe para qué lado va a rebotar. La realidad es así de intratable. Supongo que escribí esa frase pensando en el mandato de realismo que para mí es inseparable del trabajo del novelista.

Evariste Galois escribió en una noche una obra fundadora de la matemática moderna. En Varamo, el protagonista escribe en un rapto nocturno un poema fundamental. ¿Qué representan para usted la velocidad y la genialidad?
     Galois pudo escribir toda su obra en una noche porque la matemática usa un lenguaje cifrado. Una novela no puede escribirse en una noche, porque… ¿por qué? Después de todo, la literatura también es un lenguaje cifrado. Pero parece usar una cifra extensa, como los mapas de Borges que son del mismo tamaño del territorio. No sé. Es un asunto que me intriga.

Usted ha dicho que el relato está químicamente libre de explicaciones. Esto parece invalidar toda crítica. ¿Habiéndola practicado años atrás, qué papel le otorga actualmente a la crítica?
     Me refería a la explicación interna, la de los móviles de la acción. Es una idea de Benjamin, que adjudicaba la decadencia del relato a la propensión a explicar por qué pasan las cosas que se cuentan. El sabor del viejo relato clásico se logra dejando que los hechos sucedan porque sí, sin causa, como en la realidad. Ese es un defecto muy desagradable de mis libros: que están recargados de explicaciones, reflexiones, teorizaciones. Lo siento como una maldición, que me arrastra en contra de mi voluntad y de mis mejores intenciones.

En el ensayo, esa maldición puede convertirse en lo contrario: su texto sobre Copi es una excelente prueba de ello. ¿Cuál es su relación con la escritura ensayística, si vemos el ensayo como el espacio privilegiado del sondeo y de lo tentativo?
     He ido acercando solapadamente mis novelas al ensayo. O quizás, ahora que lo pienso, utilicé la novela para obtener legitimación como escritor, y poder escribir ensayos… Empezar con los ensayos habría sido más difícil, porque se habría esperado que dijera verdades, que acertara, que fuera inteligente. Y no creo que hubiera podido hacerlo. Ahora me he ganado una cierta libertad.

Usted ha dicho: “La novela es lo que pasa y el cuento lo que pasó”…
     No hay mucho misterio, y no creo que la idea sea mía, aunque no recuerdo de dónde la saqué. El cuento se refiere a un hecho completo, que ya terminó cuando se lo empieza a contar. La novela esta más abierta a los cambios de intención, a las improvisaciones. Se puede empezar a escribir una novela sin saber cómo va a terminar, y de hecho creo que siempre se hace así.

Usted se dedica profesionalmente a la traducción. Los principales textos de Occidente (la Biblia, por ejemplo) son leídos en traducciones, así como muchas de nuestras lecturas. Ante esta situación, ¿resulta ilusorio seguir manteniendo el culto a la lengua original?
     Creo que la cuestión entra en el juego más amplio del malentendido y el sobreentendido. Es un asunto bastante sutil, por no decir resbaloso. Por ser traductor profesional, yo nunca leo traducciones. Soy como esos fabricantes de salchichas que comen cualquier cosa menos salchichas, porque saben cómo se hacen. –
     — Gustavo Valle

Rodolfo Enrique Fogwill:
     La técnica como poder
     Poeta, narrador y polemista feroz, el argentino Rodolfo Enrique Fogwill, que a fin de año estará publicando su quinto libro en la península —ya hay editados uno de cuentos y tres novelas—, sostiene que “descubrió” la literatura cuando abandonó la sociología, sin olvidar que frecuentó la lírica y la música desde muy joven.

En esta entrevista, que tuvo lugar en un barrio de Buenos Aires, el autor de Vivir afuera se explaya sobre la técnica como poder e incubadora de vasallajes diversos, sobre la naturaleza, la divinidad, la conspiración y la sexualidad, y sobre su transformación en una persona socialmente amable: todo sin nombrar ni criticar o ponderar a casi ninguno de sus colegas.
     En tus tres últimas novelas publicadas (La experiencia sensible, En otro orden de cosas y Urbana), es muy notable la presencia de la técnica como el dispositivo que organiza el mundo y la experiencia, en todas sus dimensiones, incluso más “primitivas”; es como si fuera un personaje más, cuyos efectos, paradójicamente, algunos de los protagonistas suelen confundir con el azar o la suerte.
     Eso lo planteaba Aira comentando una novelita mala e inédita que le di a leer en 1981, o 1982. Entonces me hizo pensar que sería un buen programa de trabajo: tratar a los humanos como cosas y a las cosas como entidades humanas. Pero tardé años en advertir que eso es lo que estuvo haciendo la humanidad durante todo el tiempo. Y que parece acentuarse desde que ha prosperado la conciencia de que la “técnica no es algo técnico”… Una idea muy del siglo veinte. Con estas nociones pasa como con el descubrimiento de la dependencia: más advertido está uno de su dependencia nicotínica, más necesita del cigarrillo. Igual le pasa a los ministros de economía sudamericanos. Pero vos sugerís como paradoja que un personaje confunda el hacer de la técnica con el azar o con la suerte. Y no es una paradoja: justamente la magia o la superstición son respuestas técnicas a la incertidumbre sobre el devenir. En una constelación técnica, nuestro destino está escrito en los astros que, sin saberlo, fuimos creando durante cuatrocientos siglos.

Si es así, ¿por qué ubicas, en los tres casos, el tiempo de la narración en un espacio ya dominado completamente por la técnica pero cuyos beneficiarios no terminan de entender su lógica, al punto que algunos de ellos hablan, por ejemplo, de “alienación”, o aparecen, de manera oblicua, las figuras de la divinidad o la conspiración?
     Parecemos condenados a pensar que estamos en un espacio dominado absolutamente por la técnica y eso nos impide ver que siempre los hombres habitaron en un espacio técnico. La dependencia técnica, como la verdad, no tiene graduaciones. Se depende o se es libre. Y el libre se condena a un estado de naturaleza que es peor que la dependencia técnica, porque para el homo sapiens, en cualquier momento de su breve historia en el universo, liberarse de lo técnico hubiera significado la muerte. Por eso casi se puede pensar la técnica, pero no vale la pena pensar contra la técnica. Y en efecto, es acertada la idea de divinidad: el estado de naturaleza, tal como lo concibe la versión vulgar del pensamiento antitécnico, se funda en una imagen de paraíso que depende —causal y ¡técnicamente!— de un poder divino. Y la idea de conspiración es igual: una suerte de paraíso invertido, donde el poder operaría como un Dios. Pero la construcción humana de un paraíso, que pondría al hombre en un rol divino, precisamente por ser una idea, esto es, por ser humana, ya sería técnica y se agregaría al universo técnico, que es incontrolable, no totalmente pensable y sujeto a una lógica opaca pero llena de evidencias de su rigor e inexorabilidad…

La sexualidad “loca” o “distinta” del personaje que acompaña a los hijos del matrimonio de La experiencia sensible en su excursión a los Estados Unidos, ¿no representa una reacción contra esa incertidumbre ontológica que la técnica no puede cerrar?
     Esa sexualidad no es otra que la nuestra. Si se quiere, perfeccionada por la perversión de ese personaje, pero no muy distinta de la nuestra. En el mundo hay un exceso de conciencia sexual, y esto parece resolverse humanamente, mediante tecnologías del placer y, en ciertos casos, de técnicas de producción no sólo del placer, sino del deseo mismo. De modo que si se va a usar el sexo para sortear lo que llamás “incertidumbre ontológica” se terminará convirtiendo a la sexualidad en otro espacio de incertidumbre.
      
     Escribís poesía, novela, cuento, ensayo, estás graduado en sociología… ¿Cómo definirte?
     No sé cómo. Descubrí la poesía en la infancia. La sociología, mucho después de graduarme en la universidad. Recién pude escribir poesía después de “graduarme” como autor, y esto a causa del pequeño éxito de algunos intentos narrativos y, más que por ellos, por sus efectos de prensa. Como músico fracasé desde el comienzo: pésimo ejecutante, y cantante, en el fondo, naif e intensamente indisciplinado. En cambio, como sociólogo, mi fracaso fue deliberado. Yo lo decidí cuando descubrí que podía hacer sociología. Si yo podía hacerlo, entonces era algo que no debía valer la pena. Narrar, pensar o crear poemas es otra cosa: justamente vale la pena porque se trabaja sobre lo que no se puede hacer. Y a menudo sobre lo que no se debe hacer.

Otra vez las tres últimas novelas. Parecieran estar ubicadas en un tiempo inmediato anterior a la explosión tecnológica. ¿Por qué elegís esa suerte de transición entre dos mundos?
     Bueno, esas tres novelas (que no son las últimas) sólo casualmente transcurren entre 1971 y 2000. La siguiente, que aparecerá hacia fines de este año, transcurre en un par de días del año 2001, y la última, Runa, en el neolítico. Las últimas décadas del siglo no fueron para mí años de transición y podría discutir la idea de que el despliegue de la técnica se haya acelerado en este periodo. En las dos primeras décadas del siglo veinte hubo cambios tecnológicos mucho más intensos en sus efectos sobre la humanidad que en las cuatro últimas. La aparente aceleración es un efecto publicitario estimulado por la industria del consumo.

En otro orden de cosas es una novela mucho más “política” que otras que se declaran explícitamente “políticas”.
     Lo dice el personaje de la novela: “Todo es una cuestión política”. ¿Hay acaso un texto más político que el “Deutches Requiem” de Borges?

En otro orden de cosas es un texto de gran velocidad, los acontecimientos se suceden por sustracción, hasta la calma final. ¿Es posible lograr ese efecto, digamos, “político”, en la composición poética?
     Escribiendo, mi problema es exactamente inverso: ¿cómo alcanzar el éxtasis rítmico que se consigue en el poema en una historia llena de soldados, lesbianas y marquesas que parecen mirar el reloj para salir a las cinco de la tarde en el siguiente párrafo? En la poesía todo es mejor y resulta más fácil.

Una vez contaste lo que te había costado escribir un cuento: el del tipo que sale en un yate solo, rumbo a Río de Janeiro. La diferencia entre escribir ese cuento, “Japonés” y “Muchacha punk”, por ejemplo, para vos era notable. ¿Qué tipo de problemas formales se ponen en juego para lograr esa combinación de efectos?
     “Japonés” costó mucho porque, en efecto, es un cuento que obedece a un programa. En cambio “Muchacha…” —que tal vez no sea un cuento— es una logorrea sociopática cuyo único encanto es el de la voz del narrador, que coincide con la del personaje, que a su vez no difiere mucho de lo que era el autor en el momento de escribirlo.
     Philippe Sollers decía que hay muy poca gente que entiende la literatura, y mucha menos que escribe literatura. Decía también que para entender la literatura no alcanza con el ejercicio de leer, que el costado industrial de la literatura no afecta a sus emisiones, misteriosas, incognoscibles. ¿Qué pensás al respecto?
     La idea de que son pocos los que entienden la literatura no es pertinente como diagnóstico del público, pero es acertada como juicio sobre la crítica en todos sus ramos, tanto en la prensa masiva como en los medios especializados y académicos. Parece increíble que gente que lee tanto y que sabe tanto entienda tan poco sobre el sentido de las obras, pero ocurre en otros oficios: las chicas cuentan que como amantes los ginecólogos suelen decepcionar. En cuanto a la idea de que lo que la industria cultural hace con la literatura no afecta a su centro de emisión, me parece también acertada aunque no comparto sus fundamentos y mucho menos las conclusiones a las que quienes lo afirman quisieran arribar. La noción romántica de “un centro de emisión incognoscible” presta un valioso servicio a la industria cultural y fortalece una concepción de “autor” que parece indispensable para mercar libros y cautivar al consumidor. Pero algo hay de cierto: el poder nuclear cambió el carácter de la guerra en cualquiera de sus manifestaciones, desde las conflagraciones internacionales hasta la lucha callejera, pasando por la guerrilla campesina y las políticas de comité de barrio o de lobbying empresario. La industria de la alimentación, que hoy en el mundo se concentra en una decena de corporaciones, cambió radicalmente desde las maneras de sembrar y cosechar, hasta los hábitos de abastecerse y cocinar de las familias y los gustos culinarios de la gente. En cambio la industria cultural, incluyendo al cine y la televisión junto a los monstruos editoriales y la prensa, no ha tenido el menor efecto sobre el menú de los verdaderos artistas: siguen consumiendo lo mismo y cocinando con los mismos ingredientes y los mismos utensilios que hace dos mil quinientos años. –
     — Pablo E. Chacón

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