Cuando Adolfo Castañón y los editores Bonilla Artigas me pidieron un prólogo para los cuentos de Arturo Souto Alabarce, recordé la tarde veraniega de 1953 en que él y yo charlábamos de literatura caminando por el Paseo de la Reforma bajo un cielo azul aún no agraviado por el esmog. Arturo ya había publicado cuentos y ensayos en algunas revistas, entre otras en Segrel, que hacía con Luis Rius, Alberto Gironella, José Luis González e Inocencio Burgos y que no llegaría siquiera al clásico número 3 en que suelen heroicamente morir las revistas de autores incipientes. En el número dos yo le había leído un buen cuento: “El candil”, y luego (porque el azar funciona así) le hablé de otro reciente relato admirable, “Coyote 13”, publicado en el suplemento cultural de El Nacional y del que no recordaba el autor; y Souto “confesó”, como si fuese un delito, que también ese cuento era suyo.
Han pasado más de cinco décadas desde la tarde en que traté por primera vez a Arturo Souto y le dije mi admiración por “Coyote 13”. Poco después hallé el cuento en una afamada antología de narrativa de lengua española traducida al inglés y editada en formato de pocket book de alto tiraje, y recuerdo la admiración que le tenían Rulfo, Arreola y Alvarado, pero por desgracia sin haberla escrito. Y debo decir que al “eclipse” de ese relato maestro ha contribuido la injustificada modestia de Arturo, que, escondido tras su condición de doctor en letras, ensayista y crítico, se olvidó por mucho tiempo de la de gran cuentista. Yo he tenido siempre a mano, aun en el caos rampante de mi biblioteca, su primer libro de relatos: La plaga del crisantemo, edición de la UNAM y de 1960, y de cuando en cuando lo releo y, sobre todo, “Coyote 13”, que figura en la lista de mis “cuentos de culto”, de los que diré algunos:
“De lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo”, del Infante don Juan Manuel;
“La leyenda de San Julián el Hospitalario”, de Gustave Flaubert;
“Un día de campo”, de Guy de Maupassant;
“El Aleph”, de Jorge Luis Borges;
“El hombre que iba a ser rey”, de Rudyard Kipling;
“Nadie encendía las lámparas”, de Felisberto Hernández;
“Los muertos”, de James Joyce;
“Una rosa para Emily”, de William Faulkner;
“La vida secreta de Walter Mitty”, de James Thurber;
“Un café limpio y bien iluminado”, de Ernest Hemingway;
“No oyes ladrar los perros”, de Juan Rulfo;
“El guardagujas”, de Juan José Arreola;
“Una avanzada del progreso”, de Joseph Conrad;
Y…
Creo que esos títulos prueban que en la brevedad de un cuento es posible tratar historias que dizque sólo serían para novelas de cientos de páginas; y encuentro vasos comunicantes (no imitación ni influencias) entre el asunto de “Coyote 13” y los de tres famosas obras narrativas mucho más extensas: la persecución infinita de una bestia como “razón de ser” del perseguidor, en Moby Dick, de Melville; la monótona y a la vez tensa espera de un glorioso combate que para el protagonista nunca llegará, en El Desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati; o la trascendencia del rápido intercambio de miradas entre dos personajes, en Soldados de Salamina, de Javier Cercas (publicada muchos años después de “Coyote 13”).
Mientras escribía el prólogo a la obra narrativa de Souto aún no sabía que el libro (ahora reciente y correctamente publicado, pero con una fea y poco legible tipografía sans serif) iba a titularse Cuentos a deshora. Yo prefería el título Coyote 13, pues creo que no habría otro más soutianamente emblemático.
Souto ha escrito cuentos con temas y modos diferentes y a la vez muy suyos. Algunos parecen tender a prolongarse en leyenda, como el mismo “Coyote 13”, que comienza con la mirada del narrador abierta al universo y finaliza, pero en cierto modo recomienza, con un breve y decisivo intercambio de miradas entre el cazador y la bestia; o como “El Pinto”, también un relato extraordinario, que, parte de una circunstancia realista: la de un hombre que, humillado por el asco y la intolerancia de otros, se refugia en una despoblada playa lejana y allí alcanza una secreta dimensión legendaria. Hay además en Cuentos a deshora relatos expresionistas o casi alegóricos (“No escondas tu cara”), o de un realismo cotidiano y vulgar salvado por la compasión y/o la ironía del cuentista (“In memorian”), o de un tono entre fantástico e irónico (“Tenebrario”), o…
Pero no seguiré poniendo etiquetas a cuentos fuera de serie que a mi juicio merecen un título global mejor que el de Cuentos a deshora. El libro, para mí, se titula Coyote 13, son relatos que, si bien despliegan diversos asuntos y diversos modos de tratamiento, se hermanan en la certera escritura de Arturo Souto. Con ellos se redescubrirá a un gran cuentista de lengua española, y de cualquier lengua.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.