Su visión en el bosque

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Tronco seco entre viva fronda, en la medianoche

de negro vino, yo, por el bosque sagrado,

vieja para el amor de un hombre, en mi furor

hombres imaginaba. Y acaso imaginando

que un más leve dolor al punzante ahogaría,

o por ver si corría sangre por las ajadas

venas, mi cuerpo herí: que cubriera su vino

todo lo que recuerda a unos labios de amante.

 

Y luego, como alzara mis dedos, la mirada

fija en el negro vino de las uñas, o el negro

que escurría a lo largo de mis dedos ajados,

el negro se hizo rojo, y brillaron antorchas,

y violenta una música estremeció a los árboles:

una tropa que en andas llevaba a un hombre herido,

hondas cuerdas tañendo, a su compás cantaba

e increpaba a la bestia que esa llaga infligiera.

 

 

 

Eran bellas mujeres las que movía el canto:

desatado el cabello, la frente atormentada

–tropel de algún pintor del Quattrocento, imagen

impensante de algún pensativo Mantegna…

¿y por qué pensarían las para siempre jóvenes?–.

Pero ya contagiada por tanta pesadumbre

y mirando sus pechos salpicados de sangre,

mi maldición lancé de pronto con el coro.

 

Y aquello, sangre, escoria, despojo de la bestia,

clavó en mí la mirada vidriosa. Amargo y dulce,

el amor me llenó la boca. Mas no vieron

los cuerpos de medalla o fresco desplomarse

mi cuerpo; mi alarido no oyeron: se ignoraban,

ebrios de su cantado vino, los portadores

–no de símbolo o fábula– de aquel en quien se aunaba

para mi corazón la víctima al verdugo. ~

 

 

 

– Traducción de Ulalume González de León

© Vuelta, 100, marzo de 1985

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