“No tuvimos una revolución hace quince años, ¿la quieren tener ahora?”, así me respondió diez días atrás, un amigo afrikaner en la reserva natural de la que es gerente general.
En medio de turistas que paseaban en su coche para ver leones y de cebras que circulaban pacíficas, charlábamos frente al estanque de los hipopótamos respecto a un tema que en ese momento generaba molestia entre buena parte de los habitantes de Sudáfrica: el comportamiento de Julius Malema, presidente de la Liga Juvenil del gobernante partido ANC (African National Congress).
A principios de marzo, Malema entonó ante los estudiantes en un campus universitario una canción que clama “mata a los boers” (como se conoce a los granjeros de procedencia afrikaans, bastión del viejo régimen del apartheid).
La condena de los medios de comunicación locales fue inmediata, así como la preocupación de casi todas las figuras políticas (con la excepción del buen amigo de Malema, el presidente Jacob Zuma), pero el muchacho de 29 años nunca pidió disculpas y vio incrementada su popularidad entre las capas menos favorecidas de la población.
Este fin de semana fue asesinado en su granja Eugène Terre’Blanche, líder de un grupo de extrema derecha que asociaba sus discursos al libro Mein Kampf de Adolf Hitler y cuyo emblema es muy similar a la suástica nazi.
Este personaje, con sus barbas canas y casi siempre a caballo (parecido caricaturescamente a “El Topo” de Jodorowski), inició un golpe de estado contra el gobierno de la nueva Sudáfrica justo cuando se había dado voto a los negros. Más tarde estuvo en prisión por intentar matar a un elemento de seguridad.
El clima en Sudáfrica se ha enrarecido precisamente desde que Malema regresó a los granjeros blancos esos miedos que parecían cosa del pasado. Se dice que el asesinato de Terre’Blance no tuvo que ver con su “kill de boer”, pero en este momento es lo de menos, porque ya la cantó y gente ya murió.
Nelson Mandela tuvo el genio para iniciar un proceso de reconciliación entre dos poblaciones que habían crecido habituadas a odiarse: los blancos, criados en medio de nociones de supremacía racial, y los negros, ávidos de vengarse de la minoría que los había oprimido, segregado y sub-educado.
Terre’Blanche jamás fue amigo de la democracia, los derechos humanos o la nueva Sudáfrica, pero los cantos populistas y anacrónicos de Malema tampoco.
Luego de un Mundial de rugby en 1995, en el que multitudes blancas y negras se abrazaban por doquier para clamar Shosholoza (canción escrita por presos políticos sudafricanos y que significa “el tren se moverá”) la visión del nuevo país que emergía era romántica y hasta un tanto ilusa.
Quince años después, con niveles de desempleo que no bajan del 20%, con los peores índices de SIDA en el mundo y con buena parte del dinero todavía concentrado en manos blancas, no era necesario incurrir en nuevas provocaciones para la polarización racial.
Se teme que los seguidores de Terre’Blanche busquen venganza, pero, sobre todo, que se desate una ola de linchamientos de granjeros blancos (similar a la sucedida en Zimbabue, donde se encontraba Malema al momento del asesinato del líder de extrema derecha).
Todos piden prudencia hoy en Sudáfrica, todos desean devolver la atmósfera a la de aquella nación arcoiris que maravilló al mundo con su pacífica transición a la democracia, todos hablan hoy melancólicamente del camino andado de 1990 a la fecha, pero antes hubiera sido imprescindible serenar a un muchachito insolente, cuyas declaraciones llenan periódicos a diario y de cuya boca puede salir cualquier incendio.
En 1994 se decía: “Si Ruanda es la pesadilla de África, Sudáfrica representa el sueño”. Mientras que en el pequeño país centroafricano se daba un genocidio, en la gran nación sureña se festejaba el perdón.
No hace falta enumerar las faltas cometidas por el fascista Terre’Blanche (su mismo nombre, de inmigrantes hugonotes franceses, significa casualmente “tierra blanca”); basta, incluso, con ver su imagen arremetiendo a bordo de una camioneta contra la puerta de la sala en la que se llevaban las negociaciones de apertura a la democracia sudafricana, para después ingresar corriendo junto con sus armados paramilitares.
No obstante, Sudáfrica, el sueño de 1994, ¿se va a comportar en el 2010 como pesadilla? ¿Aprenderá de los errores de Congo, de Kenia, de Nigeria, de Sudán, de Chad, de Eritrea, de Somalia, de Burundi, de Zimbabue, de Angola?
En este momento ya no hay venganza posible por el racismo afrikaner, ni por la colonización, ni por la carnicera repartición de un continente, ni por la imposición de líneas geográficas que partieron pueblos, ni por la esclavitud, ni por el saqueo de recursos.
Hoy, Sudáfrica ha de decidir su camino: la línea de la filosofía ubuntu pregonada por Mandela (dar a quien no tiene y perdonar a quien se arrepiente) o la interminable rabia que sólo es seguida por más ira al infinito.
Nadie quiere una lucha de ideologías como en Angola, ni de religiones como en Nigeria, ni de etnias como en Ruanda y Kenia, ni de los más arruinados como en Sudán, porque ya se sabe a qué lleva eso: a un flujo interminable de sangre.
Si más desórdenes raciales explotan, Terre’Blance recibirá el mejor de los homenajes póstumos: la no cohabitación en Sudáfrica. Malema mismo es un homenaje andante a los más radicales afrikaners: el negro indispuesto a perdonar y que canta “mátenlos”.
Qué bueno que el Mundial empieza en un par de meses. Qué bueno, para que los sudafricanos (negros, blancos y mestizos; ricos y pobres) se acuerden de que llevan 16 años siendo el sueño de un continente, el emblema de un renacer, la esperanza de un hemisferio, y dejen de jugar con canciones peligrosamente encendidas, las cuales los pueden llevar muy pronto a una pesadilla de la cual muchos países africanos jamás despertaron.
– Alberto Lati
Eugène Terre’Blanche
Corresponsal que intenta usar el deporte como metáfora para explicarse temas más complejos.