El sitio aquel se ubicaba en un callejĆ³n pegajoso del centro de la ciudad. (No voy a detenerme describiendo el farol opaco y el hediondo arroyo.) El nombre se me escapa, pero emparentaba con el mĆ”s allĆ”. Que se llamase “El Infierno”, “El Purgatorio” o “El ParaĆso” carece de importancia: su mercancĆa era un burlesque que le habrĆ” parecido a la plural clientela una cosa o la otra, o todas a la vez.
¿DeberĆ© agregar –como el poeta– que era muchacho y conocĆa la o por lo redondo? Un profesor que me diagnosticĆ³ ingenuidad propiciĆ³ la correrĆa: una hora en lo que filolĆ³gicamente llamĆ³ un encueradero craquelarĆa mi moral provinciana y me harĆa comprender mejor a Baudelaire. (No voy a estorbar con obviedades: esto sucediĆ³ por el setenta, cuando la piel en general aĆŗn era clandestina y aĆŗn habĆa rima y olfato.)
Hicimos cola mientras la chicharra del gas neĆ³n tomaba fotos verdes y rojas. Pasada la taquilla, salvamos la adversidad de mi edad impropicia con un par de billetes que me envejecieron un par de aƱos e ingresamos por fin al mĆ”s allĆ”. Con algo de bodega y gallinero, atisbĆ© entre la humareda a un centenar de caballeros Ć”vidos de iniciaciĆ³n espiritual. Silenciosos en los precarios tablones, en una atmĆ³sfera reverencial y casi religiosa, aguardamos a que el velo se levantara para observar un desfile de diosas accesibles.
Un ensamble de dos elementos, Bismuto en los tambores y Antimonio en la trompeta, atacaron una fanfarria de latĆ³n asmĆ”tico. Se corriĆ³ el telĆ³n y revelĆ³ un mĆ”s o menos Olimpo de cartulina. El maestro de ceremonias, metido en un frac con demasiada experiencia, ofreciĆ³ la bienvenida a lo que llamĆ³ “el templo de Venus”. Luego de advertir que la noche serĆa inolvidable, dio por iniciado el show y ordenĆ³ al reflector evidenciar a la primera de la noche: una simbiosis de volovĆ”n y duquesa que arremetiĆ³ un trepidante chachachĆ”. (Pero tampoco voy a molestar describiendo los vestuarios, ni las nalgas jamonas, ni los muslos de galantina en las prĆ³tesis de sus ligueros.)
El espectĆ”culo consistĆa en lo esencial en un desfile de seƱoras que se iban alternando el escenario, se zangoloteaban con variable entusiasmo despojĆ”ndose de sus variados ropajes hasta quedar en las tres prendas que, en aquel tiempo, ordenaba el largo brazo de la ley: la braguita fosforescente y en cada pezĆ³n un gorrito de diamantina con tiritas de paspartĆŗ que, si se lograban girar en sentidos opuestos como unos molinos antagonistas, ameritaban posgrado en burlesque y ovaciĆ³n summa cum laude.
SucediĆ³ entonces que entre los vitoreados estriptĆs frescamente entrĆ³ a escena un atildado cuyo gĆ©nero masculino bastĆ³ para suscitar el rechazo de la clientela. El hombre extrajo de una maleta que traĆa consigo a una cabaretera de un metro de altura y curvilĆnea como un diĆ”bolo. Bismuto y Antimonio entonaron un jazz mĆ”s maullado que melifluo, el titiritero levantĆ³ sus crucetas y la muƱeca se irguiĆ³ airosamente, como se habrĆ” erguido la Eva pimpante al escapar de la cĆ”rcel de huesos de AdĆ”n. Vestida de largo en rojo elegante, la hechura comenzĆ³ unos contoneos algo neoyorquinos y se despojĆ³ ella solita de la primera prenda, con una habilidad que nada le envidiaba a las humanas precedentes. La pericia del tipo era tan encomiable como la de la mujer.
El pĆŗblico, estupefacto al principio, comenzĆ³ a enojarse y no tardĆ³ en declararse en rebeldĆa contra el tirano: cada vez que la muƱeca se quitaba un trapo la platea enfurecĆa mĆ”s, hasta que su vapor tronĆ³ en voces unĆ”nimes: “¡perverso!”, gritaban estos; “¡degenerado!”, aullaban aquellos, “¡puto!” gritaban al unĆsono. El artista de los hilos los ignoraba, concentrado en su coreografĆa suspensoria, y la pequeƱa Eva con su sonrisa helada meneaba con elegancia sus curvas de esponja similar, indiferente a la furia circundante.
Pero no tardĆ³ en caer el naranjazo, la botellita de brandy, el zapato fiscal, y por fin titubeĆ³ el titiritero. El pueblo habĆa hablado: quien movĆa los hilos abusaba de la muƱeca, propietaria de un pudor especial, el mismo que le regateaba el pueblo a sus versiones humanas. Era obvio que el catrĆn habĆa cruzado una frontera inexplicable, un muro misterioso de esos que solo saltan los sociĆ³logos audaces.
¿QuĆ© ocurriĆ³? Lo ignoro bien a bien, pero no voy a convocar a Pirandello ni masticarĆ© teorĆas sobre el fetiche, ni sobre los sospechosos aunque atĆ”vicos contratos entre la imaginaciĆ³n y la realidad, ni menos aĆŗn sobre sexismos y cĆ³mo aquel eterno femenino facsimilar merecĆa mĆ”s compasiĆ³n que sus carnalas.
Entre los gritos y los proyectiles, el maestro de ceremonias tuvo que entrar al quite y forzarle el mutis al hechicero. TenĆa en el rostro una ira de apĆ³stol maltrecho y un gesto altivo de ironĆa mefistofĆ©lica. RecogiĆ³ el tiradero de prenditas, las echĆ³ a la maleta y caminĆ³ hacia las bambalinas arrastrando a la desguangada marioneta. Con su sonrisa congelada y sus intimidades al desgaire, la diosa se dejaba arrastrar por sus hilos enredados y, sobre todo, sin siquiera meter las manos, por las miradas inclementes de los hombres. ~
Es un escritor, editorialista y acadĆ©mico, especialista en poesĆa mexicana moderna.