Toda la luz nunca vista

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Desde el primer poema hasta el último, la poesía de Juan Ramón Jiménez parece buscar la manera de decir el milagro de ver y mirar la naturaleza. Las etapas formales que recorre su obra nunca consiguieron alterar esta primera intuición/misión poética: sólo actualizaron su expresión o la sometieron a límites de mayor o menor intensidad experimentalista. Tampoco la diversa geografía que el poeta, tras su salida de España en 1936, se vio obligado a recorrer, supuso un contratiempo en este sentido. Ciudades y países distintos le ofrecieron nuevos paisajes, susceptibles siempre de ser mirados “de una misma manera diferente”. Cuba, Puerto Rico, La Florida, Washington. En esta última ciudad escribió Juan Ramón Jiménez Una colina meridiana, libro que, como todos los que escribió en América, nunca pudo ver publicado de manera definitiva y completa.
     Entre 1942 y 1947 Juan Ramón y Zenobia vivieron en un barrio de Washington llamado Colina Meridiana (Meridian Hill) y pasearon a diario por un hermoso parque del mismo nombre. En 1947, y hasta 1950, se trasladaron a vivir a Riverdale, muy cerca de Washington. Si dijéramos que este libro es el máximo depositario de la mirada de Juan Ramón Jiménez durante aquellos años y en aquellos nuevos paisajes sólo estaríamos atribuyendo una continuidad al habitual modo de proceder del poeta. Porque la Obra es una autobiografía limitada a las sensaciones que la naturaleza ha ido generando en la vida de su autor, desde las primeras impresiones modernistas, siempre en los límites de la contención artificiosa, hasta las últimas emociones de plenitud mística, siempre en los límites de la expresividad desbordante.
     La naturaleza de Una colina meridiana se nos revela con la misma intensidad expresiva ya alcanzada por Juan Ramón Jiménez en su anterior libro, el primero de los escritos en América, es decir, el titulado En el otro costado, así como en los últimos poemas de La estación total con las canciones de la nueva luz, todavía escrito en España. Se trata, en todos estos casos, de percibir y de representar el mundo de la naturaleza, sus breves episodios contemplados, no como descripciones distantes de un sujeto consciente, sino como epifanías ineludibles y únicas, como revelaciones.
     Será precisamente este carácter de revelación, este encuentro único e irrepetible entre el sujeto y el objeto aparecido (véase el maravilloso primer poema de este libro: toda una lección sobre el modo de ver y mirar del poeta), el sello más determinante de lo que suele llamarse “la última etapa” de Juan Ramón, marcada por una singular exaltación de plenitud, por un simbolismo de personalísima religiosidad, que al mismo tiempo que consiguió dotar a la obra de su máxima potencia y genialidad, encadenándola a la mejor tradición poética universal, la convirtió en un fenómeno aislado e incomprendido en nuestro país, como lo demuestra el hecho de que ésta sea la primera edición independiente de Una colina meridiana, una hermosa edición que ofrece la mayor confianza posible en lo que a las verdaderas intenciones de su autor se refiere.
     En un doble ejercicio de traducción y descubrimiento personal, la naturaleza de Una colina meridiana se nos ofrece como una sucesión de epifanías: una representación del mundo de los sonidos y los colores que el alma parece buscar como único referente posible en los paisajes situados entre la vida y la muerte, en los territorios de la conciencia última. Robles, olmos, sauces. Zuritos, cardenales, burlones. Árboles y pájaros de los parques como guías para acceder a “toda la luz nunca vista”.
     La cosmovisión juanramoniana en su etapa última, en los años americanos, pone su acento mejor y más intenso en la sublimación de la muerte, en su percepción de la decadencia personal como una aproximación fructífera al conocimiento de la naturaleza. En Una colina meridiana, esta aproximación se resuelve desde la hermosa cotidianeidad de los paseos, desde la sorprendida contemplación de lo inmediato, desde la subjetiva transmutación de las estaciones del año, y promueve al “dios” último que sólo podrá revelarse necesariamente, “deseado y deseante”, como término completo de los límites trabajados y conseguidos, como conocimiento “anunciador” de la muerte en vida. ~

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