Madurar es una forma de quedarse quitecito en un sitio, a veces tan quieto como un muerto. Hay quienes, como Luis Landero, nunca lo consiguen del todo. Si uno le quita siete letras a su nombre, se quedará con Lino, el protagonista de la novela Absolución (Tusquets). En un juego de muñecas rusas, el treintañero Lino habita en el interior del sexagenario Landero. El escritor conversa hospitalariamente en el comedor de su casa, una fortaleza de librerías de suelo a techo, con los volúmenes ordenados alfabéticamente (los de Proust, desgastadísimos): “He vertido en esta novela todas mis perplejidades, mis dudas, mis comecomes, es un relato sobre el oficio de vivir…”
Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa por su primera novela (Juegos de la edad tardía, Tusquets, 1989), Landero ha parido un relato depurado –“he intentado escribir de un modo bonito y eficaz”– que recuerda a esas novelas de formación que marcan la vida de jóvenes quizá demasiado sensibles. Con cierto aroma al Demian y a El lobo estepario, de Herman Hesse, Absolución logra convertir los puentes sobre el Manzanares en territorio mitológico. El relato funciona como un paradójico Bildungsroman para treintañeros desorientados y para culos inquietos en general. “Ahí tenemos el caso de don Quijote, que con cincuenta años se echa al camino… Y es una novela de formación. Don Quijote y Sancho se ponen a aprender a vivir. Reinician su vida. Toda novela es una novela de aprendizaje. En las novelas y en la vida estamos hasta el final aprendiendo a vivir. La costumbre es el peor enemigo del conocimiento. Rendirse a la costumbre, a los hábitos y a la rutina tiene algo de muerte, de muerte del alma, de muerte intelectual.”
Por el doble filo de la madurez camina Lino, en pos de algo parecido a la felicidad, “la busca en la aventura, en la amistad, en el amor, en el contacto con la naturaleza, en el arte, en el conocimiento…”; preguntándose si para las personas cómo él existe un lugar en el mundo. Landero parece haberlo encontrado: “Hay un momento en que se pacta con la vida. La edad te ayuda a pactar. En un momento dado le dices a la vida: ‘Mira, tú no me jodes demasiado y yo no te pido a ti más de lo que me puedes dar. Vamos a llegar a un pacto de mínimos.’”
En un lado de la blanca hoja de la navaja, las ventajas de hacerse mayor; en el otro, las servidumbres de la inquietud inacabable. Con la mirada, Landero recoge luz de los ventanales de la estancia y la vuelca en el interlocutor. “A mi edad, con 64 años, hay muchas pasiones que se han atemperado, pero claro que sigo siendo inmaduro. Estoy siempre haciéndome las mismas preguntas y no encuentro respuesta a ellas, y sigo buscando y tengo manías que conservo la infancia, que no consigo quitarme. Esto de la madurez por un lado está bien. Con unos valores positivos: la responsabilidad, el tener criterios para hacer cosas, el estar instalado con una cierta armonía en el mundo… pero hasta ahí. Más allá de eso la madurez empieza a ser podredumbre, o algo así.”
Para hallar el punto medio quizá haga falta alguna dosis de autoengaño… “En la vida hay que trampear, joder”, ríe Landero. En la vida y en el amor, una de las obsesiones de Lino… “Todo el amor y su retórica, sus florilegios y las canciones a la luz de la luna están al servicio de la perpetuación de la especie. Ya lo dijo Schopenhauer. Claro que no es solo esto… el amor es ridículo, pero se disfraza de algo sublime y trascendente. Lo decía Machado: el 95% del amor es una invención. El amado inventa a la amada y la amada al amado.” De pronto Landero pone ojos burlones y se carga de ironía: “El amor es maravilloso. Hay que decirlo así. Hay que aceptar las canciones de moda y los boleros.”
Al igual que hay personas que maduran mal, los países también. Y en la novela queda retratada esa España de la especulación inmobiliaria, aquejada de infantilismo: “Los que vivimos la transición pensábamos que todo había cambiado. Nos decíamos: ‘Por fin nos hemos modernizado, vamos a tener gobiernos ilustrados, nos vamos a europeizar…’, y joder: no hemos cambiado, vuelven los viejos demonios, los viejos fantasmas. Aquello que decía Unamuno de ‘me duele España’ que a mí siempre me daba un poco de risa, pues ahora lo empiezo a entender, porque a mí también me duele un poco este país.”
Dice Landero que el hombre es un animal narrativo; que las personas (quizá también los países) para resultar absueltos de sus errores deben intentar vivir y, sobre todo, contar lo vivido. Lino estaría de acuerdo. ~
(Madrid, 1975) es periodista y profesor. Colabora en medio como la cadena SER, la revista Rolling Stone o ElDiario.es Escribe en el blog lafragua.blogspot.com.es.