Provocador, irónico y punk, Jáckym Topol (Praga, 1962) es quizá el más importante novelista que la República Checa ha dado en los últimos años. Debido a las actividades disidentes de su padre, Joseph Topol, un destacado dramaturgo, poeta y traductor, no pudo asistir a la universidad, y al acabar el colegio tuvo que trabajar como fogonero, obrero de la construcción y repartidor de carbón. Su primer libro, Sestra (Hermana), es el único de los años noventa que figura entre las cien mejores obras en prosa de la literatura checa, según una encuesta publicada por el diario Tden. Pero antes de su polémica publicación, en 1994, Topol ya era considerado un personaje de culto entre los jóvenes checos, como activista del grupo Solidaridad (intercambiaba con los polacos libros por maquinaria), firmante de la Carta 77, redactor y editor del diario Informacní servis y letrista de los grupos de rock Psi Vojaci y Narodni Trida, los más representativos del movimiento underground de principios de los noventa.
Sestra comienza con la llegada a Praga de más de tres mil refugiados de Alemania del Este, en septiembre de 1989. A partir de la voz en primera persona de Potok, miembro de un pequeño y misterioso grupo dedicado al contrabando, Topol describe de una forma muy libre y poco ortodoxa la realidad social del momento y la euforia ante la llegada del capitalismo, que más tarde se convertiría en desilusión y corrupción. Sestra fue elogiada por la crítica por la forma, imaginativa y única, de describir los primeros tumultuosos y caóticos años que siguieron a la Revolución de Terciopelo.
Topol sigue obsesionado con el pasado y con las deudas pendientes que tiene su país con su propia historia: “Miro a mi alrededor y tengo la sensación de ver esqueletos en el armario. Hay mucho que decir aún sobre lo que sucedió en este país en los años cincuenta, cuestiones que, como no se aireen, un día van a explotar. Pero, ahora más que nunca, con la entrada en la Unión Europea, la gente quiere olvidar, barrer toda la porquería debajo de la alfombra, y simplemente concentrarse en tener ropa de marca, coches modernos y viajar a sitios exóticos”.
Una de estas asignaturas pendientes es la de los Sudetes. Nadie quiere recordar que cerca de treinta mil alemanes fueron asesinados sin juicio y tres millones expulsados. Otra es la de los gitanos, un problema, en teoría, que afecta sólo a 160 mil personas, pero que siempre acaba levantando ampollas: “Por ejemplo, existen algunas hospodas en Praga donde no se les permite entrar a tomar una cerveza. Es cierto que muchas voces protestan contra esta discriminación, y que la opinión pública reacciona con sensibilidad. Pero de lo que nadie quiere hablar es de que durante la Segunda Guerra Mundial cerca del noventa por ciento de los gitanos de los alrededores de Praga murieron en campos de concentración.”
Paseando por Praga, explica, uno puede ver muchas placas en los edificios que recuerdan a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. En algunas figuran nombres judíos, pero lo que no se explica es que murieron precisamente por ser judíos. De alguna manera, se les pretende incluir en la resistencia checa: “Es un ejemplo más de la hipocresía de este país.”
Topol habla de cierta tendencia de la literatura y la cinematografía checas, a la hora de describir a sus compatriotas, a ser excesivamente benevolentes: “Nos muestran como pacíficos bebedores de cerveza, gente bonachona y algo tonta. No es una imagen real, porque cuando hemos tenido la oportunidad de convertirnos en opresores, lo hemos hecho sin dudarlo. Pero es mucho mejor decir: ¡Ah, pobrecitos de nosotros, con lo que tuvimos que sufrir con los alemanes!”. Este cerrar los ojos y arrinconar en la memoria los hechos horribles de la historia puede deberse también, razona Topol, a un fuerte instinto de autoconservación: “Para muchos, lo importante es sobrevivir. Así que la gente se agacha y esconde la cabeza. Aunque es cierto que no todos actúan así. Por ejemplo, cuando yo daba clase en la universidad tenía alumnos que se interrogaban a menudo sobre lo que habrían hecho su padre o su abuelo durante la ocupación comunista.” Topol menciona que los otros países de la antigua Europa del Este están más reconciliados con su propia historia, entre otras cosas porque en general hubo un movimiento de masas mucho más activo en contra del régimen comunista. Así, por ejemplo, en el año 1950 las órdenes religiosas fueron suprimidas en Checoslovaquia, mientras que en Polonia fue imposible hacerlo, ya que el pueblo se levantó abiertamente.
Respecto a este último punto, Topol señala que si uno profundiza en el alma checa se sorprende de la ausencia de sentimientos nacionalistas: “Estuve hace poco en Alemania dando unas conferencias, y coincidí con algunos escritores polacos y húngaros, que hacían gala de un nacionalismo que resultaba hasta desagradable. En este sentido, los checos son más sobrios, más modestos. Cuando viajan a otros países, nunca forman guetos, prefieren diluirse en el ambiente.” Durante la ocupación los comunistas intentaron prender en los checos la llama del nacionalismo. Pero Topol nos recuerda que el concepto de nación checa no nació hasta 1918 y que además esta zona de Europa central siempre ha sido un cruce de caminos: “Praga era una ciudad muy cosmopolita en la que se hablaba tres idiomas. Si paseas por la calle puedes ver un edificio construido por un arquitecto italiano, otro por un alemán y un tercero por un francés. Afortunadamente, después de la Revolución de Terciopelo, la ciudad recobró su carácter cosmopolita y acogió a decenas de millares de extranjeros, especialmente asiáticos y norteamericanos”.
El 31 de diciembre de 1992, sin referéndum y con el apoyo de sólo un treinta por ciento de la población, Checoslovaquia dejo de existir silenciosamente: “Frente a la violencia de los Balcanes, aquí la separación ocurrió sin un solo tiro.” Para Topol es difícil ofrecer un balance desde un punto de vista económico y social: “La impresión general es que, por fin, nos pudimos deshacer de ese peso muerto que nos habíamos cargado sobre nuestras espaldas. Las primeras industrias y fábricas de Eslovaquia no aparecieron hasta los años cincuenta, y fue gracias a los ingenieros enviados por los comunistas.” Los checos les recriminan a los eslovacos, además, que firmaran un pacto con Hitler, mientras ellos resistían a la maquinaria nazi. Pero lo que la historiografía oficial de la República Checa nunca ha contado, según Topol, es que en Eslovaquia surgieron grupos de maquis que se enfrentaron a los alemanes y, más tarde, a los comunistas.
Topol se lamenta de que los checos en general hayan dejado de prestar interés a la cultura: “La nación está pasando por un proceso de amarillismo peligrosísimo. Es increíble cómo se está extendiendo la vulgaridad. No hay periódicos serios, la gente sólo compra best-sellers, y los políticos, cuando se les pregunta acerca de algo relacionado con la cultura, lo único que son capaces de mencionar es a algún cantante de música popular. Si yo puedo vivir de la escritura no es por los lectores que tengo en este país.” Una de las razones de este proceso de vulgarización es que el comunismo arrasó con la burguesía, con esa clase media con poder adquisitivo suficiente como para poder comprar libros, ir al teatro, a conciertos… La pérdida de la clase intelectual es algo excesivamente habitual en la historia checa: en el siglo XVI, los husitas; en la Segunda Guerra Mundial, los judíos, y durante el comunismo, los intelectuales, primero en 1948 y luego en 1968. “Así, el problema es que siempre se parte de cero. En Francia, Polonia o Alemania, si tienes inquietudes culturales puedes adherirte a algún proyecto ya en marcha; aquí te lo tienes que inventar tú.”
Su segunda novela, Andl, el nombre de una estación de metro en Praga, ofrece la cara oscura, siniestra y cruel de esta ciudad. Un mundo en descomposición, habitado por mafiosos, gitanos, antiguos disidentes y chivatos de la policía, putas rumanas, asesinos serbios y traficantes con veleidades metafísicas. Entre ellos se mueve su protagonista, Jatek, el inventor de una nueva droga, que decide internarse en un hospital psiquiátrico, en busca de la redención final. En Andl la revolución ha sido enterrada bajo un espeso manto de corrupción y degeneración: “El mal no desaparece, el diablo cambia de máscara: del terror rojo al terror blanco.” Han pasado nueve años desde que Topol escribiera Andl, pero ese mundo sigue existiendo, como lo pueden comprobar los incautos turistas que se acercan allí, atrapados por los sugerentes y coloridos folletos de una agencia de viajes alemana: “Ruta literaria por el mágico mundo de la exitosa novela Andl, de Jáchym Topol”.
Topol reivindica la soledad del escritor. “Creo que ya me he emborrachado en todas las capitales europeas. Hrabal decía que un autor no se debe dar a conocer hasta que no tiene por lo menos cincuenta años, porque, si no, tiene el peligro de caer en una trampa. Si dijera que sí a todas las invitaciones que recibo, simplemente no podría escribir. Además, me volvería una especie de mono amaestrado.” Pero no puedes eludir el juego, la maquinaria exige más libros, más viajes promocionales, más conferencias: “Los encuentros de escritores en Francia me dan terror. Los veo allí tan serios y tristes, presentando libros cargados de premios. Existe un premio para cualquier cosa. Publica o muere, parece ser la idea.” Cuenta que le acaban de pedir que escriba un artículo sobre “Yo y la reunificación de Europa”: “Una estupidez, con perdón. Tengo la sensación de que cada vez se escriben menos novelas y, en cambio, más conferencias y discursos. Si uno se para a pensarlo, tiene todo el sentido, es mucho más fácil hacerlo: buscas unos veinte artículos en Internet y, con un poco de imaginación, lo tienes solucionado. Un día de éstos voy a escribir un artículo de protesta que titularé ‘La muerte del escritor'”.
Topol mira el reloj y se despide. Tiene que marcharse antes de que le cierren las tiendas: “Estoy pensando que cuando mi mujer se entere de que he tirado sin querer la compra a la basura me va a matar.” –
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