Traslados: Panteón Jardín

En ocasiones sueño que emprendo una expedición insólita por la ciudad. Salgo, por lo común, en noches de estrellas color escarlata que ríen, con sus bocas pintadas y puntas asimétricas, danzantes.
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En ocasiones sueño que emprendo una expedición insólita por la ciudad. Salgo, por lo común, en noches de estrellas color escarlata que ríen, con sus bocas pintadas y puntas asimétricas, danzantes.

Durante el trayecto contemplo tianguis rebosantes de mercancía que los inquilinos de mi imaginación compran y usan de manera cotidiana: máscaras con la imagen del propio rostro —el verdadero, el que se ha perdido de tanto adiestrarse para el simulacro y el subterfugio—, animales marinos que recorrerán parques y banquetas en compañía de sus dueños, escobas que obsequian polvaredas por donde pasan, lámparas que oscurecen estancias y dormitorios, pianos cuyas teclas emiten la música estrepitosa del silencio, alegrías de amaranto que entristecen más y más a cada bocado, venenos para dar vida, desconsuelo para carcajearse, cosquillas para llorar, diluvios para secarse el cabello y las ropas, soles que congelan y lunas que derriten lo que tocan.

Mi automóvil se desliza por una lateral del anillo Periférico y se detiene en el umbral del Camino al Desierto de los Leones, ante un semáforo que me observa, inquisitivo y autoritario, con sus tres pupilas verticales. Creo que adivina lo que estoy a punto de hacer y decide fingir que es ciego. Tengo una actitud indócil, quizá algo pendenciera, la de quien ejecutará una travesura, o incluso un crimen, sin reparar en el desenlace.

Me dirijo al Panteón Jardín. Una maleza frondosa y turbulenta se retuerce en el portón, como si poseyera la certidumbre de que su cometido es impedir el paso hacia una tierra de desperdicios y falsa memoria. No hay vigías, excepto ese cielo insomne de estrellas que ahora, más que reírse con sus bocas rojas, se mofan del mundo, y más que bailar, se persiguen unas a otras en una coreografía anárquica.

Me introduzco con sigilo en el océano cuadriculado de tumbas y mausoleos, igual que un prófugo de la sensatez. No preciso caminar demasiado para reconocer el esqueleto de mi padre e ir a su encuentro. Hace señas para que me aproxime, sacudiendo lentamente el conjunto de tallos raquíticos que alguna vez fueron sus manos. Está sentado sobre su sepulcro, el único carente de símbolos religiosos y con el estribillo de lo que Charly García llamó “Canción para mi muerte” inscrito en el mármol negro, un estribillo que es una invitación a la cópula: “Te encontraré una mañana dentro de mi habitación y prepararás la cama para dos.” Nos gustaba esa canción porque hablaba de la complicidad entre el sexo y la muerte, porque decía que ambos caminan de la mano como esas parejas exaltadas que hacen el amor en todo momento y en los lugares más inauditos.

Mi padre usa unos jeans y una camisa a cuadros, aún manchada con la tinta azul de la pluma que solía guardar en el bolsillo. Se trata del atuendo que —supusimos— él mismo habría elegido con desgana antes de meterse para siempre en un cajón. Las prendas, ya mustias, se le resbalan. Los zapatos le cuelgan de modo grotesco. Ha escupido el algodón con que los trabajadores de la casa funeraria le rellenaron la boca, en el intento de imitar su apariencia en una fotografía.

Su cráneo, un óvalo de cavidades negras —grutas humeantes, donde podría haber bestias mitológicas que dejan su hedor impregnado en las fisuras—, me genera, no espanto, conmoción o compasión, sino repugnancia. Su osamenta, impecablemente ensamblada, evidencia que, tras el último aliento, no somos más que una obra arquitectónica fútil, descascarada y pulida por lombrices y tiempo absorto en saciar su hambre de ruina. No somos más que un títere perfectamente vertebrado, faena quimérica de la descomposición.

¿Quién es esta cosa quebradiza, hecha de huesos macilentos, que no advierte su propia farsa, su condición de desecho? Las amplias aberturas donde antes hubo ojos verdes y punzantes hoy son cráteres que revelan una no-mirada, que cuando mira parece intrusa e idiota. Peor aún, el fantoche no exhibe pudor ni desparpajo. Es una pobre trama de piezas arenosas que jamás podría compararse con las catrinas guapas, dignas y acicaladas de Posada y Rivera.

Ni siquiera recuerda que, tantos años atrás, visitamos la tumba de Pedro Infante en ese mismo panteón. Fue una tarde en la que acompañé a mi padre a hacer un reportaje acerca de una anciana diminuta que lavaba el busto de bronce del ídolo con una piedad lasciva, desesperadamente masturbatoria. Llevaba una jerga, una cubeta y, tras fregar la estatua, le besaba los labios y decía: “Estése quietecito.” ¡Cuánta hilaridad, cuánta conmiseración y cuánto desconcierto experimentamos! Pero no, el esperpento no tiene reminiscencias.

Me despido de él con toda la gentileza que me es posible. Poco o nada lo aflige mi desdén. Lo sé por la expresión impertérrita de su calavera. Vuelvo sobre mis pasos al portón de entrada. La noche admite con modestia su papel secundario, su protagonismo desvanecido ante la primera luz de la mañana. Los tianguis se han vaciado; aguardan el abastecimiento de sus productos. En pocas horas habrá, de nueva cuenta, objetos de primera necesidad en cada puesto.

En mi periplo de regreso, me hago la promesa de que jamás volveré a ir al Panteón Jardín y a ningún otro cementerio. He concluido que esos sitios son el domicilio de embaucadores. Todo cadáver es un impostor de quien uno busca y sigue amando.

 

 

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(Argentina, 1976) estudió Letras Inglesas en la UNAM. Tuvo la beca Jóvenes Creadores y la beca de Fomento a la Traducción Literaria del FONCA. Ganó el Premio de Ensayo Malcolm Lowry.


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