Christopher Hitchens (1949-2011).

Don’t fuck with Hitchens

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para Julio Trujillo

 

[…] about a year ago, I was informed by a doctor that I might have as little as another year to live. Live all you can;it’s a mistake not to.

Hitchens, junio de 2011

 

A los sesenta y dos años, el contrarian llamado Christopher Hitchens sucumbió a un estúpido cáncer de esófago, en absoluta plenitud de sus facultades, dueño de una inteligencia que se antoja calificar de mordaz, pero que en realidad no tiene adjetivos que logren describir con precisión su colosal maquinaria intelectual; la agilidad de sus argumentos, los mismos que se activaban al instante como afilados resortes; su abismal y generosa erudición; su incomparable capacidad para el debate y el disenso, los dos únicos caminos posibles para pensar y evadir la que él llamaba la horrífica “Disneylandia de la mente”; su ejemplar prosa en lengua inglesa, sinuosa y endiablada, una flecha que, lanzada sin titubeos, da casi siempre en el blanco; su continua apelación a la discusión y la disputa como palpitantes y definitivas señales de vida; su insistente llamado a la responsabilidad de cada quien al optar por no vivir sometido ante autoridad secular o religiosa de ningún tipo, a no vivir, jamás, de rodillas –bajo ninguna circunstancia personal o régimen político.

 

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Muchos años mantuve –lo digo sin las ínfulas de quien sobrevivió a una refriega en Kabul, mucho menos a la manera de quien, herido de muerte por el cáncer, tiene el valor de levantar el mentón para mirar hacia el distante y vacío horizonte– una batalla en contra de mí mismo de la cual todavía no me repongo del todo, una batalla incluso en contra de Hitchens, quien durante todo ese tiempo no dejó de corroer la madera de la que estoy hecho con sus cáusticos y mordaces alegatos. Fueron mis años zombi: hasta que decidí dar el salto al vacío. En mi íntima querella entre perpetuar una vida de burócrata o dejarlo todo para decir “basta” y ponerme a hacer lo mío, es decir a ser, me ganó el propio Hitchens, el de Letters to a young contrarian: “Esto es algo que eres y no algo que haces.”

 

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Tengo para mí que Hitchens no desaprobaría el uso de una anécdota –rayana en la infidencia, recurso por lo demás bastante común en sus propios textos– con la que intentaré dar cuenta de por qué dije sí y decidí lanzarme de nuevo al vacío de la vida para escribir acerca de él, justo cuando el esperado momento de su muerte se ha vuelto eso:una muerte.

Después de presentar un libro con Juan Villoro en una librería de Nueva York, la escritora Carmen Boullosa me invitó la noche siguiente a la cena para celebrar en su casa el décimo aniversario de su matrimonio con Mike Wallace–ganador del Pulitzer en 1999 por su libro sobre Nueva York–, “el doctor Wallace”, como le llama Carmen a manera de broma cariñosa. Recuerdo una velada cómodamente acalorada: comida, bebida y conversaciones perspicaces, humor, agilidad mental en abundancia, gratas compañías, loca lucidez, las punzantes argucias de Phillip Lopate, una invitante mesa cercada por sillas mágicamente expansivas donde lo mismo cabían la delgadísima Carmen que la vasta humanidad de Marshall Berman y su playera en contra de la guerra de Vietnam. Con la barriga felizmente a punto de estallar, me levanté para conversar con otro comensal al borde de la indigestión: el polemista, ensayista y profesor ocasional Paul Berman, valiente autor de dos libros que le costaron ser enviado a la Siberia de la izquierda gringa más retrograda: Terror and liberalism y The flight of the intellectuals. Ex-soixante-huitard al igual que Hitchens, al minuto de ocurridos los ataques terroristas del 11 de septiembre, Berman también rechazó las tesis difundidas por el descocado Noam Chomsky y sus intentos de justificar la masacre como un castigo merecido y el resultado de la naturaleza misma de la política exterior estadounidense.

Berman me habló desus tempranas riñas en la época en que Hitchens todavía se presentaba públicamente como trotskista y ostentaba orgulloso su cédula de la Internacional Socialista. Eran los años de su arribo al continente americano en busca, como rememora en Hitch-22, de una salida al rígido, lento y jerárquico sistema de recepción literaria para cualquier autor en el Reino Unido, al contrario de Estados Unidos, donde bastaba con ponerse a trabajar, a escribir y a disentir (como si ambos actos no fueran el mismo), para ganarse un dinero, un espacio y un nombre. En el país de la Sexta Enmienda, el trotskismo de Hitchens era ya una forma de ser un contrarian. El 9-11 aceleró, en su caso, el proceso de ir más lejos en el gusto y práctica de Hitchens por el disenso público: fue justo al interior mismo de la revista liberal (es decir de izquierdas en el espectro político gringo), The Nation, donde publicó durante años defensas a los sandinistas y cuanto movimiento de liberación nacional apareciera sobre la faz del planeta, y fue ahí mismo donde sostuvo una acre polémica con Chomsky que culminó en el apoyo de Hitchens al uso de la fuerza en contra de lo que llamó, creo que acertadamente, el fascismo islámico.

“Compartimos la mesa hace un par de años en Roma, pero nos mantenemos comunicados. El e-mail, sabes”, me dijo.

Poco después pregunté por el tema ineludible: el estado de salud de Hitchens.

De inmediato, el rostro de Berman se tornó de piedra. Se quedó callado un momento, como buscando calibrar el peso de su respuesta. Durante esos segundos, intuí la gravedad de la situación. “No dejes de leer mañana la reseña al libro de Hitchens –un tomazo de casi ochocientas páginas– en el New York Times Book Review.” No se trataba de una recensión más, como me pude dar cuenta al día siguiente.La escribía el exeditor en jefe del periódico, Bill Keller.

Una frase de la reseña de Arguably le había confirmado a Paul Berman que Keller estaba actuando como mensajero de Hitchens: “Esta quinta, y uno teme que posiblemente la última colección de sus ensayos, es un recordatorio de todo lo que extrañaremos cuando el cáncer acabe con él.”

“No he llorado una sola vez, aunque me aflige saber que no asistiré a la boda de mis niñas”, le había confesado meses antes al periodista de CNN Anderson Cooper, sentado todavía en el salón de su acogedor departamento de Columbia Road en Washington DC, el contrarian: cojonudo, consciente del momento y de la historia anterior que lo llevó a algo más que a una contrariedad. “He desafiado a la Guadaña para que dirija su filo hacia mí, y ahora he sucumbido a algo tan predecible y banal que incluso llega a aburrirme. La ira estaría fuera de lugarpor la misma razón”, escribió en Vanity Fair.

Bill Keller, el exdirector del periódico más importante del planeta, había adoptado a la vez elpapel de Hermes y de Hades,el dios griego de la muerte. En su texto estaba cifrada la fase final, me refiero al inminente traslado al hospital. El domingo no fue un simple domingo neoyorquino. Leí al mensajero y comencé aextrañar a un muerto inminente entre los miembros de esa aguerrida tribu que se niega a vivir pasmada en una celestial Corea del Norte, la misma tribu en la que –dice Hitchens– “nadie puede desear seriamente la disolución del intelecto. Y [en la cual] susplaceres y recompensas son inseparables del Angst, la incertidumbre, el conflicto y hasta la desesperación”. Aquel fue, sobra decirlo, un jodido y a la vez esperanzador domingo.

 

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“Uno se acostumbra a todo” es una abyecta, estúpida y retrógrada frase que uno escucha desde el primer instante en que adquiere supuesto uso de razón. El día que tenga hijos o que me vea en la inconveniente situación de ofrecer consejo a los jóvenes jamás utilizaré esa sentencia letal, en tanto que en el fondo lo único que transmite es un ominoso mensaje de la más pura y detestable resignación.

El día que no pude acostumbrarme más a todo ocurrió una de esas mañanas dizque meditantes: sencillamente no pude más, vi lo que quedaba de mí en un espejo invisible. Algo, tan fino comoel filo de una navaja, pasó por mi cabeza, traspasándome el corazón y el cuerpo durante esos minutos en que, amodorrado y al mismo tiempo encrespado, me fue mostrada como en una radiografía la granada de fragmentación a punto de estallar que cargaba en miinterior: el perfil en contraste de mi otro yo, un diplomático de medio pelo acostumbrado a todo, inatento y desdeñoso del ascenso en el escalafón, presa de la angustia que me provocó ver pasar la vida con el pescuezo lentamente cercenado por una corbata y no hacer nada con ella salvo recibir un inmoral salario a cambio de mantener una silla confortable y a la vez mortalmente tibia.

 Decidí entonces que era suficiente, que –parafraseando a Hitchens– había llegado la hora de rehuir de todo aquello que invita a la subordinación o a la aniquilación; había llegado el momento único e ineludible de recelar de la compasión y, al contrario, “preferir la dignidad para con uno mismo y para los demás; a no ser un espectador de la iniquidad o la estupidez, a buscar, en suma, la discusión y la disputa por sí mismas”.

De alguna manera me había llegado, sin avisar, no al menos demanera explícita, el momentode brincar y comenzar de nuevo, pero sobre todo, de empezar a ser y dejar de hacer. A vivir, entonces, la vida más allá de la vida y tratar todas las esperanzas y certidumbres como si fueran ilusorias, aceptar lo irreparable pero no por ello dejar de señalar cuánto hay de inconsistente y contradictorio en las opiniones y posiciones de los otros. “Sospecha –dice Hitchens al final de sus Letters to a young contrarian– de tus propios motivos y de todas las excusas. No vivas para los demás más de lo que esperases que los otros vivieran para ti.”

Como pude, me enfundé entonces el paracaídas y di el necesario salto a la vida.

 

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En un luminoso ensayo, George Steiner recuerda que Schelling atribuía a la existencia humana una tristeza fundamental, “ineludible”, una especie de oscuro cimiento necesario para el desarrollo de la conciencia y el conocimiento. Quizá paradójicamente, para Schellingeste oscuro y primigenio fundamento, es decir la tristeza, contiene en sí mismo el germen de la creatividad. “La existencia humana –señala Steiner–, la vida del intelecto,significa una experiencia de esta melancolía y la capacidad vital de sobreponerse a ella.”

Cumplido ya su ciclo vital, decenas de cosas valdría la pena decir acerca de Hitchens y su monumental obra; ya habrá tiempo para ello. Por ahora me basta con reconocer y agradecer que gracias a él –al contrarian tan molesto e inoportuno para muchos– yo mismo he ido logrando sobreponerme no nada más a la tristeza inherente a la especie de la que habla Schelling, sinolo más importante: a mí mismo.

Un último desplante muy al estilo de Christopher Hitchens: a menos que uno se empecine en su idiotez y necedad, no hay adioses ni despedidas definitivas. ~

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(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.


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