Tres tigres de Lavapiés

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Los dueños del restaurante indio, los dependientes de la frutería tropical y los camareros del kebab turco tienen algo en común. Nacieron en Bangladesh. En Lavapiés mandan. Tienen peluquerías, videoclubes, locutorios y una mezquita propia en el barrio. Y, sin embargo, pocos conocen su procedencia ni apenas nada sobre ellos. De los 4.006 bangladesíes empadronados en Madrid, el 73% vive en el distrito centro, son una piña, la nacionalidad extranjera más abultada sólo después de los ecuatorianos. Estas son tres historias de las 2.963 en bengalí que ocurren cada día en el barrio.

 

EL MICHAEL JACKSON BANGLA

Hoy Shazu cumple 15 años, pero nadie le ha regalado una entrada para el concierto. Con grandes zancadas adolescentes cruza la castiza plaza de la Corrala seguido por sus amigos. Tiene madera de líder, una cara simpática, desparpajo y los pantalones más molones del grupo. En su carrera, los chavales no se fijan en la escultura del flaco Agustín Lara, otro extranjero, el mexicano que escribió el chotis: Cuando llegues a Madrid, chulona mía / Voy a hacerte emperatriz de Lavapiés…. Ésta tarde ellos son los emperadores del barrio. Príncipes recién duchados con brillantes camisas. Listos para el baile. Tampoco miran dos veces al secreta que le está pidiendo, de nuevo, los papeles al africano que vende chocolate. No miran a nadie, porque estos príncipes tienen una misión: colarse en el concierto.

Son las cinco de la tarde y en la puerta del teatro Apolo de Tirso de Molina un centenar de bangladesíes, todos hombres, hacen corros con sus mejores galas. En la puerta hay pegado uno de los carteles que desde hace días adornan Lavapiés. Con intrincadas grafías anuncian en bengalí el megaconcierto de la temporada. Lo ha organizado beca, acrónimo de Bangladesh en España Cultura Asociación. Puede que la sintaxis no sea su fuerte, pero la asociación se ha gastado una pasta en traer a cinco artistas de éxito desde el otro lado del mundo. Necesitan tantos visados para hacer giras que cada uno tiene hasta seis pasaportes llenos de sellos. “Pero merece la pena, durante un rato hacemos que la gente se vuelva a sentir en Bangladesh”, dice Jang
Gir, que como Bari Siddik canta folclore tradicional. Konok Chapa ha aparecido en más de 2.000 películas de Bollywood. Salma es la ganadora de Operación Triunfo. Aunque es una muñeca de 17 años, los chavales no están interesados. Ellos han venido a ver a Hasan. “Es el Michael Jackson bangla” dicen. Pero no tienen entrada.

El cartel deja claro que el sarao empieza a las 17:00, pero hasta las 20:00 no abren las puertas. Al estilo bengalí. La gente va entrando al teatro a oscuras. La mayoría son hombres, las pocas mujeres visten elegantes saris y aparcan los carritos de bebé en el lobby del teatro. Si el niño está dormido, lo dejan allí y van tranquilas a ocupar su asiento. Aquí no hay paranoias occidentales, esta noche, al menos, el Apolo es Oriente.

Ramón, el uniformado acomodador del teatro, no opina lo mismo. Las primeras notas empiezan a sonar y, de pronto, los hombres que charlaban en la calle se apelotonan en la puerta. Muchos no tienen entrada e intentan aprovechar el barullo para colarse. Gritan en bengalí, meten pierna, clavan codos… “Aquí mando yo y pasa quien yo diga”, se defiende Ramón ante la marabunta. Chulería castiza contra chulería exótica. El lenguaje universal de la testosterona se dispara. Alguien lanza un puño y las puertas se cierran. Fuera, los hombres engalanados echan humo. Dentro, los hombres con chaleco llaman a la policía.

Mientras organizadores y fuerzas del orden intentan calmar las cosas en la calle, dentro del teatro el espectáculo sigue su curso. El patio de butacas medio vacío corea los temas. En el gallinero, los hombres más jóvenes son los únicos que bailan, agitando los brazos en el aire como serpientes, marcando el ritmo con los dedos índice. Apuntan a la derecha, apuntan a la izquierda, mueven las caderas. Sobre el escenario, el único atrezo es una cartulina pintada a mano y pegada con celo tras los músicos. Un señor de la organización insiste en cruzar una y otra vez el escenario. Una de las veces lleva una silla en los brazos; otra, un niño.

El pasillo del teatro es un ir y venir, la gente charla en sus butacas, se cambia de sitio, sale a tomar algo. Piden canciones a gritos y aplauden si se les conceden. Exclaman “¡Bravo!” y “¡Yes, yes!”, incluso algún “¡Ole guapa!” mientras dura el tema. Pero cuando acaba no hay ovación final. Es un concepto distinto. No hay narrativa, las canciones se suceden un poco de cualquier manera, como decididas en el momento. Hay parones larguísimos, pero nadie se queja. Las mujeres aprovechan para dar de merendar a los bebés del lobby.

En la calle, el surrealismo. Hasta ocho policías intentan explicar por qué sin entrada no se puede pasar al concierto. “A ver, las cosas cuestan lo que cuestan”, le dice un agente a un bangladesí a quien los 20 euros de la entrada le parecen un atraco. “Si yo voy a tu kebab y te pido que me lo rebajes, tú no lo harías, ¿verdad?” “Y si voy a comprar un móvil y te digo que me des dos, pues tampoco, ¿a qué no?”, apostilla otro policía. Mientras, Ramón relata nervioso su versión de los hechos, en la que omite que algún “parecéis animales” o “iros a vuestro país” se le ha escapado durante la trifulca.

Shazu le mira con rencor, apuntándole con el dedo con el signo universal de “me las vas a pagar”. “Me ha llamado moro, yo soy bangladesí, ha insultado a mi tierra.”

Llegó con sus padres a los once años, pero sigue echando de menos:

– a su familia

– a sus amigos (con los que no puede chatear porque “allí sólo tienen internet los ricos”)

– el críquet

– y hablar su idioma

De España le gusta:

– que si trabajas ganas dinero

– las chicas (que están bien para enrollarse; aunque para casarse es mejor una paisana, la que elijan sus padres)

– y el fútbol

En este último punto se nota que no está del todo integrado en su nuevo país: es “del Barça y del Madrid”, como si elegir no fuese obligatorio. Su nuevo país tampoco está integrado con él. Estudia tercero de la eso y en el instituto ya le conocen, pero cuando llegó tuvo que explicar de donde venía. Nadie sabía qué era Bangladesh.

Cosas que muy pocos españoles, en la eso o no, saben de Bangladesh:

– La República Popular de Bangladesh es un Estado democrático del sur de Asia.

– Fue parte de la India hasta 1947. Con la independencia, parte de la región de Bengala se convirtió en Pakistán Oriental, hasta que en 1971, tras una cruenta guerra civil, se declaró como nación independiente.

– La humedad alcanza el 98%.

– Es el séptimo país más poblado del mundo, con más de 156 millones de habitantes en un territorio como el de Grecia (11 millones de habitantes).

– Casi la mitad de la población vive con menos de un dólar al día.

– Dos mujeres, apodadas “las damas en guerra”, por su intensa animadversión personal, han dominado la escena política durante las dos últimas décadas. Sheikh Hasina, de centro izquierda (actual primer ministro), y Khaleda Zia, de centro derecha. El padre de una y el marido de la otra fueron personajes clave en la independencia y ambas, al llegar al poder, procuraron eliminar de la Historia a los parientes de su adversaria.

– El 83% es musulmán, el 16% hindú; el 63% vive de la agricultura y el 0,3% tiene internet.

– Hasan es lo más.

Y está apunto de empezar su actuación. Shazu lo ha intentado todo, pero Ramón ha podido más. La policía se ha ido y ha vuelto tres veces. La última ha pedido documentación a los que quedaban en la calle. Los chavales han estado tirando monedas a las puertas de cristal del teatro. “Venga, iros a dar una vuelta”, dice harto un agente, “que tenemos cosas más importantes que hacer.”

Shazu mira con desprecio adolescente una última vez al acomodador. “Ya nos veremos en Lavapiés.” En la calle es un líder rebelde, pero en casa se va a llevar una bronca, tiene hora: las once, y ya han pasado. Dentro del teatro, Hasan, con una frondosa melena, se arranca con una balada rock. No trae músicos. Desde el escenario va pidiendo al técnico de sonido que le ponga los diferentes cortes del cd con música enlatada. “¡Track two, please!”, grita, y la gente enloquece al ritmo de las ondas de su pelo. Sobre una melodía tradicional con toques de sintetizador Hasan hace gorgoritos agudos, cabecea como un heavy y simula que toca una guitarra imaginaria. Detrás de él los músicos de la actuación anterior desmontan sus instrumentos. No puede ser menos glamuroso. El Michael Jackson bangla no se parece demasiado al otro. Son más de las 12. Ya no es el cumpleaños de Shazu.

 

 

MUJERES TOMANDO EL TÉ

Hosneara está harta de explicárselo a las españolas. El sari es sólo la tela que se pone encima, para ir bien vestida hay que comprar también la blouse y el petticoat, la blusa y la falda que van debajo.

Un día estuvo media hora enseñándole a una cómo se coloca. Es fácil, una niña sabría hacerlo, pero la chica se hacía un lío. Aún así, mereció la pena: al final se llevó uno de los saris caros, de más de 100 euros. Un buen día para el negocio. Porque últimamente, con la crisis, hasta las españolas regatean. “Ni que esto fuera un mercadillo en Dacca”, piensa Hosneara recolocándose el pañuelo que lleva cruzado sobre el pecho. A diario ella viste saloar kameez, camisola y pantalón, mucho más cómodos para trabajar y manejar a los niños.

Orbik está enorme para tres meses. Hosneara se lo pasa a Leshma, madre del rechoncho bebé, que lleva sólo un año en España y la mira trajinar con enormes y silenciosos ojos negros. “Amiga, hay que trabajar, así es cómo se aprende español”, le dice Hosneara, “no te puedes pasar el día en casa, estamos en Europa, esto no es Bangladesh, aunque la verdad es que ya ni Bangladesh parece Bangladesh.” Hosneara parlotea mientras recoge su tienda de moda en la calle Doctor Fourquet, cerca de la plaza. En frente tiene una sex-shop chic, de esas pensadas para que vayan las chicas y atendido por lesbianas con piercings.

“Fíjate en mí”, continúa Hosneara con los brazos en las caderas haciendo caso omiso a la revolución sexual posmoderna que ocurre enfrente. “Yo empecé a llevar la tienda sin casi hablar el idioma, pero me hacía entender, sonreía mucho, me comía el miedo, ¿crees que no me aterraba salir sola?, pues claro, pero a Europa se viene a prosperar… En Dacca era decoradora de interiores, pero aquí de eso no hay trabajo, así que me puse a hacer arreglos, no es que yo supiese coser bien, pero, chica, con todos los paisanos solteros que hay en Lavapiés, alguien les tiene que subir el dobladillo.”

“¡Ah, cómo te gusta hablar querida!” Shoma entra en la tienda como un rayo de color azul. Va completamente conjuntada, incluso el bindu que lleva en la frente es de un brillante tono celeste. Un poco más arriba, en el nacimiento del pelo, una mancha roja explica que es hindú y casada. En su Calcuta natal (en la parte india de Bengala, donde también se habla bengalí) estudió Geología y dio clase de matemáticas. Luego se casó, vino a España, se embarazó, crío a su hija… Hasta que Hosneara la animó para que cantase en fiestas, melodías tradicionales y poemas de Tagore. “Champa, ¡the business woman!”, dice Shoma con su inglés universitario mientras abraza a su amiga. En los papeles de residencia es Hosneara Haque, pero para quienes la conocen bien Hosneara es Champa, “flor”.

Hosneara, Champa, the business woman, tiene una idea. Quiere celebrar el próximo año nuevo bangla por todo lo alto. Y quiere que lo organicen sólo mujeres. Habrá baile y cante, y aprovecharán para vender ropa, comida, pintar de henna las manos de las españolas y colocarles bindus en la frente por unos euros. El año pasado lo intentaron hacer en el Retiro, pero vino la policía y les dijo que necesitaban un permiso. En este país nuevo hacen falta permisos para todo. En la ong del barrio les han explicado que lo primero que tienen que hacer es crear una asociación de mujeres. Más papeleo. “Tiene que haber otra manera más fácil”, piensa Champa. Y luego piensa: “Es una pena que todas estas mujeres inteligentes y fuertes se pasen el día en casa… entre los maridos que no las dejan y que aquí sólo hay trabajo de limpiadora, no hacen más que criar a los hijos. Yo tuve suerte, mi marido tiene la mente abierta, es moderno, me puso la tienda, me deja llevarla. Pero esto no es jauja como pensábamos, no llegas y te forras. Con un solo sueldo no da. En Bangladesh éramos clase media, veníamos a hacer fortuna. Es verdad que aquí no hay castas, el médico y el obrero se saludan, no hay tantos pobrecitos… Pero todo es más complicado. Vendes las tierras para venirte y luego tienes que recuperar el gasto, y si te sale mal puedes tener que volver arruinado. Imagínate, te vas normal y regresas pobre. Hay a quien le ha pasado. Allí por lo menos, las mujeres con niños o maridos chapados a la antigua se pueden sacar algo haciendo artesanías en casa, ¿quién no sabe pintar seda? ¿quién no puede hacer collares? Pero en este país frío todo es un lío, no tienen materias primas, es increíble que sean tan ricos y sin embargo tengan que importarlo todo, te vas a Blanco o a Zara y todo Made in India. En Bangladesh seremos pobrecitos, pero hay industria.”

Champa sale de su ensimismamiento y se da cuenta de que las amigas, treintañeras como ella, están esperando a que cierre. Hoy meriendan en su casa, sobre la tienda. “Ala, venga, vamos a ir cerrando y os preparo un cha.” Apenas ha entrado en casa, la anfitriona se pone a calentar el té con leche y saca galletas Príncipe de Beckelar mientras prepara puri con chutney, tortitas con salsa de yogur. Las chicas se quitan las sandalias y las dejan en la entrada. Es una casa de unos 40 metros, dos habitaciones, salón y cocina. No muy diferente de la que Hosneara tendría en Bangladesh si se hubiese quedado. Aunque aquí, es verdad, no hay que hervir el agua ni cortan la luz a cada rato. Van llegando mujeres. Algunas llevan años en Lavapiés. Como Sanji que llegó de niña con sus padres. Trabaja en Depilo con hilo, arreglando cejas como se hace en su país. Lloró mucho de pequeña, dejó de estudiar con 13 porque no entendía el idioma. Entonces no había más niñas de Bangladesh, se sentía muy sola. Ahora es de las pocas veinteañeras, también hay muy pocas ancianas. Acaba de casarse en su pueblo con su primo. Le conoce sólo de vacaciones, pero es sangre de su sangre, le está arreglando los papeles, cuando llegue tendrán tiempo. Para otras mujeres, como Rupa, plata en bengalí, Lavapiés es aún un planeta extraño. A ella la acaba de traer su marido porque las mujeres adultas musulmanas sólo pueden venir casadas. Tiene una hija de dos años a la que ha rapado para que el pelo le salga más fuerte. Es el secreto de sus poderosas melenas negras. Aunque han quedado para hablar del festival de año nuevo, el detalle desvía la conversación hacia la cabeza de Shoma, que se acaba de poner mechas cobrizas en Marco Aldany.

Champa intenta centrar el tema: “Entonces qué, ¿alquilamos un teatro?, ¿pedimos ayuda al Ayuntamiento?, ¿a las ongs?”

Pero las mujeres vuelven a irse por las ramas y la charla deriva en:

– A las ongs les gusta más mandar el dinero para allá, a los pobrecitos.

Que deriva en:

– ¿Y te has fijado cómo siempre hablan de la India, pero nunca de Bangladesh?

Y luego:

– ¡De qué te extraña, en el Telediario sólo hablan de Bangladesh cuando hay huracanes, ni siquiera en el de La 2!

Que lleva a:

– A mí lo que me gusta ver es Saber y ganar.

Y de ahí a:

– ¿Y aún no has alquilado la nueva comedia de Bollywood, Dil bole handippa? Va sobre una chica que se disfraza de hombre para jugar al críquet, es graciosísima…

Pero al final siempre acaban hablando de lo mismo: la familia.

Champa echa de menos a la suya. En 2007 fue la última vez que se reunieron todos. Su hermana, la que vive en Italia, y su hermano, el de Canadá que celebraba su boda en Dacca. Tras la ceremonia fueron a la playa, todos juntos, como antes. “¡Qué contenta se puso la abuela!”, piensa Champa. “La pobre, ya está mayor, aunque no cumple los sesenta, pero con aquella humedad y aquella polución las mujeres envejecen enseguida. Aquí es distinto, las viejas se pasean por la calle, hacen cosas, son fuertes. En Bangladesh, cuando tus hijos están criados, te dedicas a rezar, dormir y ver la tele. Te vas apagando. Por lo menos le dimos esa alegría a la abuela y sirvió para que mi hija sepa que tiene una gran familia.”

Afrenara, a la que su madre y quienes la conocen bien llaman Mohima (regalo de Dios), entra en el piso lanzando la mochila sobre la cama. Viene de hacer los deberes en La Casa Encendida, donde hay monitores que liberan a las madres trabajadoras. Otras tardes va a la mezquita para aprender a escribir bengalí. A los ocho años es alta y tiene ademanes de adolescente. “¿Qué tal en la biblioteca?”, le pregunta su madre. “Bien, bien”, dice sin demasiado interés. Mira a las mujeres que toman té. Se lanza sobre el sofá con un mohín. Se aburre y se encierra en una habitación a ver la tele. “Ah, es otra generación”, suspira Champa con una sonrisa, “a estas niñas nadie les va a decir cómo tienen que vestir, si pueden trabajar o con quién han de casarse.”

 

EL VIAJE DE JAHID

“¡Con que ésta es tu novia española, eh, Jahid, por fin nos la enseñas!” Jahid Uddin, de 26 años, se escabulle con una discreta sonrisa, presentándome como bandhobi, una amiga, a un grupo de bangladesíes que paran en la plaza de Lavapiés. Lleva un año en Madrid, pero hace un par de meses que dejó el barrio.

Se mudó a un piso en Aluche que comparte con una familia paraguaya. Se aburre un poco con ellos, pero estaba harto de Lavapiés. Demasiados paisanos, demasiada piña, demasiado Bangladesh. Desde que se fue, corre el rumor de que vive en secreto con una española.

“Insha Allah”, piensa Jahid. No le importaría nada:

– Echarse una novia madrileña.

– Aprender bien el idioma.

– Conseguir un trabajo mejor que el que tiene de jardinero.

– Pagarse unas clases de informática por las noches.

– Mudarse solo.

– Montar una tienda.

– Hacerse con esta ciudad.

– Volver a casa por vacaciones.

– Conocer a sus dos sobrinos.

– Terminar de pagar la puta deuda.

Él nunca diría puta. Habla bajito y despacio, con un gesto serio. Busca siempre las palabras justas en uno de los seis idiomas (y cinco alfabetos) en los que, como la mayoría de sus paisanos, se maneja: bengalí, inglés, hindi, urdu, árabe y español.

En Dacca era bateador de críquet y trabajaba en una empresa de logística. “Iba a una oficina con camisa y zapatos, pero cobraba 10 veces menos que aquí de jardinero.” La ropa es uno de sus escasísimos caprichos. Le gusta Pull and Bear, pero va sólo en rebajas. Cada mes manda dinero a casa y llama dos veces a la semana a sus padres. Con los amigos, queda en Lavapiés. Gastan poco. No beben, es Haram como el cerdo. No salen demasiado. Sobre todo charlan en la calle. “Llévame a conocerlos, para que vea cómo vivís”, le pido tras quedar un par de veces con él. Acepta porque es educadísimo.

 

 

Pero antes Jahid tiene otra historia que contar. Empieza en 2005 en Dacca, que en línea recta está a 8.646 kilómetros de Madrid. Comprado con tiempo, un vuelo sale por unos 700 euros ida y vuelta. Es un viaje largo, unas 11 horas, con una escala pesadísima en Doha de otras ocho. Él no ha vuelto desde hace casi cinco años. Su viaje de ida duró tres, le costó 10.000 euros y Madrid ni siquiera era su destino. Es el precio de no tener papeles. Toda su familia juntó ahorros para mandar al chaval a Italia, pero “la mafia” le aterrizó en Níger. Desde allí le cruzaron en coche a Mali, donde pasó tres meses. Luego vino Argelia y la travesía por el Sahara.

 

 

Hoy Jahid ha quedado con Yuman para cenar en su piso de la travesía de Cabestreros. Hacemos una parada en la placita que hay en la esquina con Embajadores. Jahid compra coca-colas en una tienda bangladesí. En la única farola de la plaza duerme un indigente. Junto al kiosco de la once cuatro abuelos españoles ocupan un banco. Del locutorio de la plaza, también bangladesí, sale Babu. Vende cervezas en la calle a los chicos de su edad que sí salen de marcha y beben cerveza. Hasta las cinco de la mañana vende latas a un euro que compra en el Carrefour por 45 céntimos. Los fines de semana se saca unos 70 euros, entre semana no más de 20. Alguna noche se la ha pasado corriendo delante de la policía. A él, Jahid sí le dice que soy shangbadik, periodista, aunque Babu me mira con recelo y le entra la risa floja.

Yuman ha ido a hacer la compra. No ha querido que le acompañásemos, gritando muy nervioso una excusa. En su propia lengua los bangladesíes son expresivos y gritones, efusivos, cariñosos y dramáticos. Jahid me explica el problema en apocado castellano: a Yuman le da corte no encontrar los ingredientes a la primera y pasearme en balde por varias tiendas. “Nunca tratamos con chicas, para nosotros es difícil, ninguna ha subido nunca a casa, nos da un poco de vergüenza, no ordenamos mucho.”

En casa de Yuman hay un Cristo en la puerta. Es un piso estrecho y oscuro con tres pequeñas habitaciones donde, por 125 euros la litera, viven siete veinteañeros musulmanes. No hay armarios, los ceniceros están llenos, no queda papel de water y la toalla es una camiseta vieja. Yuman cocina curry
de corazón e hígado de cordero con cebolla, patata y arroz. Le echa: guindilla verde, guindilla roja, gengibre, comino, cardamomo, curry en polvo y cilantro. “¿Te gusta si pica?” Le doy vía libre. “A mí no tanto, bondhu Yuman”, dice sin embargo Jahid (añadiendo bondhu, amigo, en señal de respeto, porque Yuman es mayor que él, apenas un año). “¡Ah, Jahid, comes como un enfermo!”, dice Yuman.

Me traen una silla a la estrecha cocina. Cada vez que, al pasar, chocan conmigo, bajan la cabeza, se besan la mano y la posan imperceptiblemente sobre mi bota, para disculparse. En puridad no me deberían llamar por mi nombre sino bandhobi, porque soy años mayor que ellos. Si fuese bangladesí tampoco podrían fumar delante de mí sin pedirme permiso, aunque, si fuese bangladesí, sería muy raro que yo fumase. Se parten de risa cuando les explico que mi novio es más joven que yo.

–¡Imposible, eso no está bien! ¿Y cómo llamas a tus suegros?

–¿Por su nombre?

–Eso no es respect –dice Yuman con su castellano roto mientras me trocea una manzana de aperitivo. –¡Hay que llamarles padre y madre! Por eso yo quiero esposa de Bangladesh. A mí me gusta mucho mi cultura, yo no la he olvidado como aquí Muyahidín.

Muyahídin es el apodo que le han puesto los amigos a Jahid, pero a él no le convence. “Déjalo, bondhu, por qué no mejor le cuentas un chiste de los tuyos.” “Ahora no, estoy muy cansado”, dice el cocinero.

 

 

Lo más duro fue el Sahara. Jahid tardó una semana en atravesarlo. Por el día hacía un calor tremendo; por la noche, mucho frío. Apenas dormía, defendiéndose de la arena envuelto en una manta. Sólo comía galletas y agua. Yuman, que hizo el mismo camino un poco antes que Jahid, vio morir a un compañero en el desierto. Al final de las dunas llegó a Marruecos. Cruzó la frontera de noche, corriendo. Luego la mafia le encerró con sus compatriotas durante un mes en una casa sin ventanas. No podían hablar para no ser descubiertos.

 

 

En el piso no hay tenedores. “Nosotros comemos con la mano.” Vale, yo también. “Entonces ve a lavarte.” Cenamos en la habitación que originalmente sería el salón del piso, pero en la que ahora hay cuatro literas y una tele. El curry pica como un demonio, pero está buenísimo. Yuman ha aprendido a cocinar aquí, en Bangladesh lo hacían las mujeres de la casa. Halagado por sus dotes de cocinero se anima a contar uno de sus chistes.

En un barco viajan un ruso, un francés, un suizo y un bangladesí. El ruso tira por la borda una botella llena del mejor vodka. “¡¿Pero qué haces?!”, le increpa el resto. “No os preocupéis, en mi país hay muchas como esa.” Entonces el francés lanza al mar un bote de carísimo perfume. “¡Eres tonto!” “No pasa nada, en Francia tenemos todos los que queremos.” Llega el turno del suizo, que tira un reloj con la misma excusa. Al final le toca al bangladesí. Coge a su propio hijo y lo lanza al agua. “¡Estás loco!”, gritan los demás en pánico. “Tranquilos, en mi país hay niños de sobra, qué digo en mi país, ¡en mi propia casa!”

A pesar de las carcajadas, es un falso final. El chiste sigue. Cuando los cuatro hombres llegan a puerto los tres extranjeros todavía lloran por el niño ahogado. El bangladesí sin embargo parece muy tranquilo, aunque no deja de volverse hacia el agua. Entonces el niño sale del mar con el vodka, el perfume y el reloj entre las manos. “¡Mira papá, he cogido todo lo que han tirado estos idiotas extranjeros!”

En el clímax me doy cuenta de que estoy comiendo con la mano izquierda, la impura. Eso también es Haram. Me disculpo con un torpe “soy zurda”. “Ya nos habíamos dado cuenta, no te preocupes, no eres musulmana”, me consuelan. Aún así me siento como uno de los idiotas del chiste.

 

 

Tras pasar un infierno, el grupo de Jahid llegó en patera a Ceuta. Pensaban que estaban en la península, pero seguían en África. Fueron acogidos en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (ceti), donde pasaron dos años con el temor constante a ser deportados. El aliento en el cogote. El miedo a que todo no hubiese servido para nada. Volver con la cabeza gacha no era una opción, así que se tiraron al monte. Durante la segunda mitad de 2007, junto a 36 compatriotas, Jahid vivió en el bosque ceutí. En Lavapiés la noticia conmovió a otro bangladesí que empezó a buscar ayuda. Varias asociaciones religiosas y una ong del barrio reunieron 15.000 firmas, se encerraron, hicieron pancartas, fueron a los medios y consiguieron que el Ministerio del Interior les concediese el permiso de residencia por motivos humanitarios. La lucha de Jahid y los suyos se cuenta en el documental Los Ulises que ultiman dos directores madrileños. Jahid forma además parte de una asociación que pretende ayudar a otros compatriotas que están pasando por su misma odisea. El nombre no podría estar mejor puesto: Valiente Bangla. ~

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