En el patio interior del Museo Arqueológico de Estambul pueden verse junto a la puerta unos espléndidos sepulcros de pórfido, tres antes, dos ahora, y uno de mármol. Nada los identifica y tampoco los empleados saben decir ni qué son ni de dónde proceden. Posiblemente se trata de sepulcros procedentes de la necrópolis imperial que estuvo en la iglesia de los Santos Apóstoles, sobre cuyo solar se levantó la mezquita del conquistador Mehmed II.
Ya en el interior del museo, la sección “Estambul a través de las edades” ofrece antigüedades romanas y bizantinas, con una práctica ausencia de la denominación “Constantinopla”, que por otra parte no fue suprimida hasta 1915. Solo en la versión inglesa de un panel figura Constantinopla, pero aludiendo a su sumisión al Conquistador. En el resto, hay una sola mención que la diluye en paneles y guía del museo. Habrían sido los inmigrantes latinos a Byzantium quienes “se refirieron a ella con nuevos nombres, como ‘Constantinopla’, ‘Nova Roma’ o ‘Nueva Roma’”. Eso es todo. Es decir, en la medida de lo posible Constantinopla y todo lo griego son marginados. Incluso al presentar la escultura arcaica de los kuroi, el panel informa únicamente de la emergencia de una novedad política, las ciudades-Estados… en Anatolia. Entre marzo y mayo de 2014 han desaparecido de la exposición las lápidas cristianas del siglo XV y el relieve de la Virgen con el rostro destruido.
La sombra del vandalismo
En uno de sus primeros escritos, la ponencia enviada al Congreso de Derecho Penal de Madrid de 1933, el jurista polaco Raphael Lemkin esboza dos vertientes de lo que diez años más tarde constituirá a su juicio el delito de genocidio. Una se dirige a los actos de barbarie, anticipando el holocausto que se acerca; otra apunta a las destrucciones del patrimonio cultural de una nación o/y de la humanidad. Lemkin las califica de vandalismo.
La política de islamización llevada a cabo en Turquía, a costa de los monumentos bizantinos, no encaja plenamente en el concepto, ya que no se destruyen frescos, mosaicos y pavimentos, sino que se ocultan bajo capas de yeso, cortinajes metálicos y alfombras fijadas al suelo. En cualquier caso, si nos atenemos a la vocación de eternidad en el islam, ello significa que su visión ha sido suprimida para siempre. Había que dar cumplimiento a las sentencias del Profeta de que los ángeles no entran en las casas donde haya estatuas o perros, o que los creadores de imágenes irán al infierno, donde Alá les invitará a dar vida a sus obras.
A veces la ocultación ha sido anterior a las decisiones más recientes, relativas a las tres basílicas de Santa Sofía: Santa Sofía de Iznik/Nicea, de Trabzon/Trebisonda, ya ejecutadas en noviembre de 2011 y junio de 2013, y la que se teme para la mayor, de Estambul/Constantinopla. No faltaron ocasiones en que una restauración dejó al descubierto unos frescos. Así ocurrió en la mezquita Arap, en tiempos iglesia de San Pablo y Santo Domingo, único edificio gótico de la ciudad, en el que fuera distrito de Galata. Volvieron a taparse, como ocurrió hacia 1850 en Santa Sofía tras una primera restauración. En la iglesia de los santos Sergio y Baco, la luminosa “pequeña Santa Sofía”, en Estambul, el problema se resolvió con mayor facilidad: en la restauración de 2006 no se hurgó nada bajo el yeso y los arqueólogos no pudieron supervisarla.
Otras veces el encubrimiento ha sido ejecutado por etapas. Todavía en 1980, a pesar de su mal estado, resultaba posible contemplar el hermoso pavimento de mosaico de la antigua iglesia del Pantocrátor, la sucesora como sede de Santa Sofía al llegar la conquista otomana. A media restauración, hace unos diez años, ya como mezquita Mollek, una alfombra tapaba el mosaico y el guardián la levantaba unos centímetros, enseñando un signo del zodiaco (Sagitario). Hoy la restauración interior ha eliminado hasta el menor resto de la decoración bizantina, la alfombra tapa todo y no se sabe dónde quedaron los sepulcros de Comnenos y algún paleólogo allí enterrados, cuya localización por lo menos antes era señalada.
La evolución de la hoy olvidada iglesia del Pantocrátor, de la que como tal no queda ni rastro, es un signo de la damnatio memoriae de Bizancio desde que el islamismo gobierna Turquía. A veces las noticias históricas que pretenden ilustrar sobre los monumentos son piezas de auténtico humor negro. En las basílicas consagradas a Santa Sofía en Iznik y Trabzon, se minimiza el pasado bizantino y parece que ambas hubieran sido siempre o sobre todo mezquitas. En la de Iznik los griegos intervienen, pero para destruirla en 1920, lo cual es muy dudoso. Y qué decir de la noticia en Estambul sobre la mezquita Arap, ya citada como iglesia gótica de la ciudad, que habría sido fundada por un árabe en 715: milagros dela fe, pero el visitante no tiene la culpa del engaño a que es sometido.
Tal es el marco religioso-político donde han tenido lugar las conversiones en mezquitas del primer monasterio bizantino de Estambul, el de Stoudion, de Santa Sofía de Iznik, ambos edificios en pésimo estado, y la de Santa Sofía de Trebisonda, desde el punto de vista estético y religioso la más grave. Santa Sofía de Trebisonda es el mejor edificio religioso bizantino del siglo XIII y constituye un testimonio del desarrollo cultural del imperio de la dinastía de los Comneno. De ahí que resulte una tristísima experiencia entrar hoy en su interior y encontrarse ante una especie de tienda beduina, formada con telas metálicas, que no deja resquicio para percibir la estructura arquitectónica de la basílica ni contemplar los frescos en torno a la nave. Menos mal que muchas iglesias bizantinas cuentan con nártex cuya decoración se salva por encontrarse en el exterior. En cualquier caso, un auténtico vandalismo, en el sentido de Lemkin, ya que todos estos edificios se consideraban museos hasta 2011-2013 y la restauración de Santa Sofía de Trebisonda en 1962 se realizó a costa de la Universidad de Edimburgo.
La sonrisa de la mezquita
¿Qué puede suceder con Santa Sofía de Estambul? Las intenciones oficiales son claras. El entonces ministro de Fundaciones Religiosas, Bülent Aidinç, anunció hace meses su supuesto regreso a la condición de mezquita, donde él esperaba rezar pronto, mientras que la propia Santa Sofía, viéndose mezquita, podría al fin sonreír. De consumarse el disparate, la Virgen con el Niño del ábside, más su arcángel Gabriel de compañía, serían tapados, con otros mosaicos fuera de las tribunas, y en especial el de la entrada donde el emperador bizantino se prosterna ante Cristo. Por no mencionar la ofensa para los cristianos y para el sentimiento de humanidad, ya que la conversión se haría en nombre de la conquista de 1453, evocada hace semanas con ocasión del aniversario por los miles que hicieron el rezo matutino ante sus puertas. En la red figura ya una página web oficial de “Hagia Sophia mosque”.
Bartolomeo, patriarca de Constantinopla/Estambul, ha condenado hace poco tal posibilidad, ya que en todo caso, si deja de ser museo, Santa Sofía debiera volver a su condición de iglesia, pero poco puede hacer. El anuncio del paso a mezquita apareció en la prensa laica a principios de mayo, sin materializarse luego. Después de conversar con el Patriarca, y largamente con uno de sus colaboradores, parece que estamos en tiempo de espera y que hace falta una sensibilidad internacional hasta ahora ausente, especialmente en nuestras autoridades culturales y en la unesco, que acaba de incluir a Turquía en su comité intergubernamental como si allí no estuvieran teniendo lugar tales infracciones a la preservación del patrimonio de la humanidad, que incluye las identidades religiosas y artísticas. Cultura y burocracia están reñidas. En España la sensibilidad con respecto al tema, incluida la dirección general de Bellas Artes, ha sido mínima. Excepción: la Reina Sofía.
El problema concierne al respeto de los valores humanos, tanto en el plano religioso como en el artístico, pero también al futuro de Turquía. La conversión de las antiguas iglesias en museos, empezando por Santa Sofía en 1935, respondió a la concepción expresada por Mustafá Kemal de una nación turca moderna, donde la presencia de la religión se viese liberada de elementos supersticiosos y de todo retorno al otomanismo. Es esta precisamente la orientación del primer ministro islamista, Tayyip Erdogan, que en sus anuncios electorales comparte imagen con Mehmed el-Fatih, el Conquistador, de acuerdo con el diorama histórico que fue construido junto a la puerta de Topkapi con motivo del año en que fue Estambul capital de la cultura europea: allí no hay otra cosa que la victoria turca de 1453 a sangre y fuego. Cultura, cero. En la misma línea, como prólogo al rezo matutino de protesta ante las puertas del hoy museo, los anuncios de la conmemoración de mayo pasado presentan la imagen triunfante de Mehmed, a punto de lanzarse sobre Santa Sofía. Paralelamente, la política de Erdogan exhibe rasgos cada vez más autoritarios. Apoyado en la facción más intolerante y antikemalista de su partido, fue elegido presidente en agosto. Tal es el motor del pujante movimiento por la islamización de Santa Sofía. ~
Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).