La vocación genocida

La eliminación de lo que supuso el 7 de octubre en Israel es la piedra angular del relato que acaba ignorando al agresor y cargando la culpa sobre el agredido.
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El vocabulario en la ciencia política es, al mismo tiempo, demasiado rígido y de aplicación a veces ilimitada. Faltan conceptos para designar contenidos reales, cuya singularidad salta a la vista en el curso de la historia, y tal vez por ello tiene lugar una desviación en sentido opuesto, favorecida por el uso polémico del lenguaje, consistente en la generalización abusiva de términos que acaban desvalorizándose por completo. La palabra “genocidio” es un ejemplo de ello. Nació del vacío existente a la hora de dar cuenta de las formas de barbarie que afectan a la vida política europea en la primera mitad del siglo XX y que, en palabras de Winston Churchill, eran todavía “un crimen sin nombre”. No podían pasarse por alto episodios como la matanza generalizada de armenios en el curso de la Primera Guerra Mundial, y los términos usados para calificarlos no permitían apreciar su singularidad. Por ello, Raphaël Lemkin planteó la exigencia de forjar un término genérico que fuese más allá de la simple constatación de que un colectivo había sido destruido. Resultaba imprescindible introducir el motivo del crimen, su fundamento ideológico y el contenido racial, nacional, religioso, cultural, de la destrucción. Como sabemos, nace así el concepto de “genocidio” que tanto desagrado causó en los lingüistas británicos, al proponer la integración del griego “genos” con el latín “cidium”.

Al igual que ha sucedido con el concepto de “fascismo”, “genocidio” reveló pronto su utilidad en la calificación peyorativa del otro, curiosamente al mismo tiempo en que su aplicación normativa tropezó con múltiples obstáculos, como el propio Lemkin tuvo ocasión de experimentar, incluso dolorosamente en la esfera personal. A pesar de su empeño, la palabra “genocidio” no apareció en la sentencia del juicio de Nüremberg, y su lucha entre 1946 y 1950 para que entrase en vigor un Convenio internacional sobre el genocidio avanzó solo a paso de tortuga y con reiteradas obstrucciones en su aplicación concreta.

Por contraste, de forma creciente, ha tenido lugar hasta hoy la generalización abusiva en el uso del término “genocidio” para calificar toda forma de violencia que se atribuye a cualquier clase de enemigo. Lo vemos una y otra vez en el curso de las condenas dirigidas contra Israel, incluso antes de la actual crisis. Es el caso más cercano en el tiempo, valiendo la pena ser señalados otros en que una determinada decisión político-militar ocasiona una catástrofe sin que por eso le corresponda la etiqueta de genocidio. El ejemplo más claro sería la invasión de Irak por orden de George W. Bush, con el pretexto de que Saddam Hussein poseía unas armas químicas inexistentes, y que causó enormes pérdidas humanas y un desastre político-militar. Estaríamos ante un gravísimo crimen contra la humanidad, sembrado además en la ejecución de crímenes de guerra, amén de un descomunal error, pero no de un genocidio, ya que en momento alguno el presidente norteamericano pensó en aniquilar la población iraquí, ni su religión, ni su cultura, cualesquiera que fuesen los efectos de su decisión.

Un exterminio premeditado

El baremo para estimar la existencia de un genocidio fue establecido en sus escritos por Lemkin, partiendo del enlace entre la acción destructora y su preparación consciente. No es un hecho puntual o espontáneo, sino el resultado de “un plan coordinado de diferentes acciones tendentes a la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de los grupos nacionales con el fin de aniquilar a los propios grupos”. Esto significa que la acción genocida tiene lugar por la puesta en práctica de unas ideas y de un proyecto de destrucción previos, marcando con claridad, tanto la divisoria entre genocidio y crimen de guerra como la exigencia de revisar cual fue la génesis del proyecto destructor. A continuación, la acción destructora, aunque tenga como núcleo la eliminación física del sujeto pasivo del genocidio, debe comprender asimismo todos los elementos de su vida económica, cultural, etc., procediendo a “una agresión concentrada y coordinada de todos los elementos de la condición nacional”. El círculo se cierra con la finalidad de capitalizar los resultados de tal agresión, más allá de su puesta en práctica. “Su plan general consistía en ganar la paz -advierte Lemkin sobre Hitler-, aunque perdiera la guerra, invirtiendo de manera permanente a favor de Alemania la balanza política y económica europea”. El análisis de un genocidio requiere el estudio de sus consecuencias a lo largo del tiempo.

Los dos grandes genocidios europeos del siglo XX, el judío y el armenio, responden al esquema de Lemkin, al mismo tiempo que reflejan la complejidad de sus respectivos procesos de gestación. En ambos casos, la dinámica de integración como minorías en las sociedades germánica y otomana, registran fenómenos de rechazo cada vez más intenso, en relación inversa a sus logros económicos y acorde en cambio con el ascenso de nacionalismos militaristas. La idea del genocidio se encontraba ya dispuesta antes de que se desencadenaran las crisis que la sirvieron de marco, la Primera Guerra Mundial para el armenio, la Segunda para el judío. Tanto en uno como en otro, el rechazo a la afirmación social y a los deseos de integración de la minoría, fue seguido de la elaboración de estereotipos condenatorios, doctrinales para los judíos, con los Protocolos de los sabios de Sión por emblema forjado en Rusia y el antisemitismo rampante en Alemania, Austria, Francia (caso Dreyfus); por su parte, en el Imperio otomano, la gestación tuvo la forma de pogromos, de grandes matanzas, bajo Abdul Hamid II. Las técnicas del exterminio difirieron, pero su resultado mortífero coincidió. Fue también paralela la satanización de las víctimas, así como la persistencia de profundas secuelas que llegan hasta nuestros días.

Escenarios cambiantes, legitimación previa doctrinal del exterminio, plan de ejecución, voluntad de eliminación no solo física sino cultural y simbólica, un profundo legado de la destrucción consumada, son rasgos que siempre acompañan a los genocidios que se suceden a lo largo del siglo XX, desde el patrón soviético al ejecutado por los hutus sobre los tutsis en Burundi. Lo encontramos también en el muy discutido que sigue la sublevación militar encabezada por Franco en julio de 1936. En esta ocasión, el otro se encuentra en el interior de la propia nación, supuesto cuya posibilidad admite Lemkin, al combatir la “posición aislacionista” que dejaría impunes los crímenes de masas –como los pogromos en la Rusia zarista o Rumanía– y los cometidos “contra residentes por su religión, raza o adscripción política” en Alemania. En nuestro caso, la exigencia de eliminación, la “operación quirúrgica” que Franco anuncia en noviembre de 1935, es revestida en el plano simbólico de la condición de alteridad, es la Antiespaña, una auténtica antinación ajena a la auténtica nación, y que debe ser extirpada, así como de todos sus componentes históricos que la forjaron desde el siglo XVI. Una Inquisición actualizada vuelve a ser necesaria para que desaparezcan ahora la izquierda social y política, la tradición liberal y el laicismo, y este proceso ha de prolongarse mientras no sea consumado.

Octubre de 2023: regreso al pasado

En principio, la valoración de los sucesos del 7 de octubre no ofrecía excesivas dificultades. A pesar de la larga espera de Hamas, tanto la rigidez de la política de Netanyahu como la sucesión de signos de malestar y las muertes en Cisjordania, hacían previsible que se produjera un estallido. Solo que al sobrevenir la invasión por las milicias palestinas, sus dos dimensiones quedaron marcadas desde un primer momento: el éxito militar y la increíble barbarie desplegada. Era de esperar que Netanyahu anunciase una revancha, y todo ello se prestaba a un abanico reducido de comentarios y análisis desde las posiciones previamente establecidas sobre la cuestión palestina.

La sorpresa residió en que casi de inmediato, todo un sector de los medios y de las fuerzas políticas, sobre todo en la izquierda, procedió a minimizar el significado de la matanza generalizada que acompañó a la incursión, designando como culpable de todo a Israel por su opresión sobre los palestinos. Y muy pronto, desde el momento en que se desencadenaron los bombardeos sobre Gaza, la trivialización cedió paso al olvido y la atención se centró exclusivamente en las víctimas causadas por las bombas y en la responsabilidad consiguiente de la acción de Israel, calificada de “crimen de guerra” (ministra Ione Belarra) y dando un paso más, de “genocidio”. Fue la versión española del Stop the genocide!, lanzado por Al-Jazeera, que la acumulación de víctimas y ruinas por los bombardeos han ido llenando de contenido. Una vez concluya la tragedia, podrá estimarse si el deseo de venganza y la planificación de la destrucción por la destrucción, anunciadas la primera noche por el primer ministro israelí, avalan ese tránsito de la exageración al acierto.

Una vez definido el blanco, la condena a Israel se movió entre lo más inmediato, su criminalización, subrayando la negatividad de una política, la de Netanyahu y sus precursores, para desembocar en la condena de la propia existencia del Estado de Israel. La recopilación de pruebas de cargo no ofrecía problemas, dada la conflictividad registrada en más de setenta años de lucha, y siempre era el punto de llegada, abierta o crípticamente, que hay solo un culpable: el Estado Hebreo. En esta dirección, la ensayista Edurne Portela alcanza un nivel de virtuosismo al apoyarse sobre Primo Levi para su condena sin eximente alguno en el artículo “Israel contra los judíos”, publicado en la prensa vasca. Sin cuestionar frontalmente la existencia del Estado de Israel, vía Primo Levi, el agravamiento de los juicios de Levi, lleva al lector a constatar que es ese Estado realmente existente, por encima de los desmanes que cometiera desde su situación de fortaleza sitiada, el culpable del Mal, el enemigo de palestinos y judíos a eliminar.

Para sorpresa general, quien ha explicado mejor la compatibilidad entre condenar los actos de Hamas y condenar al Estado de Israel ha sido Antonio Guterres, secretario general de la ONU, desde una perspectiva histórica abiertamente desfavorable para el segundo:

Los ataques de Hamás no han surgido de la nada. Los palestinos viven una ocupación sofocante desde hace 56 años, su tierra ha sido devorada poco a poco por asentamientos, y sus esperanzas de una solución política se han desvanecido, pero sus reivindicaciones no pueden justificar los ataques de Hamás ni el castigo colectivo a la población palestina.

Resulta obvio que la declarada equidistancia entre “los ataques de Hamas” y el “castigo colectivo a la población palestina” anula cualquier culpabilidad de quienes cometieron aquellos, prescindiendo de su carácter inhumano e ignorando que Gaza no era una ciudad abierta, sino la plataforma urbana desde la cual Hamás lanza esos “ataques”. Queda en pie la protesta contra la trágica situación de la ciudad cercada y el diagnóstico del pasado que sugiere la exigencia de su superación.

Entre nosotros, la oposición a Israel es más sofisticada. En un primer momento, Belarra lanza su condena y Sánchez muestra solidaridad con Israel, con la boca pequeña (será feliz cuando lea la declaración de Guterres), mientras desde el primer momento imparte instrucciones a sus medios, televisivos y de prensa, TVE y El País verosímilmente, para que minimicen el relato trágico de los israelíes asesinados. Los reportajes sobre los kibutz asaltados ofrecen una imagen distante de la crudeza reflejada en otros medios. Son relatos asépticos donde la violencia es mencionada, pero sin nunca poner ante el observador o lector hasta qué punto la acción de Hamas estuvo presidida por una radical deshumanización, por un desbordamiento criminal de las convenciones propias de la misma guerra.

Por supuesto, sin alcanzar nunca la satanización proclamada el 15 de octubre desde El diario.es, otro periódico de estricta lealtad gubernamental:

¿Horroriza la matanza de cientos de israelíes por parte de Hamás? Claro que sí. ¿Estremece cómo murieron los jóvenes en el festival de música? Por supuesto. ¿Duele imaginarse a los niños y a los bebés muriendo en los kibutz? Cómo no, es terrible. Espantoso. El horror es el régimen a que Israel ha condenado a los palestinos desde hace medio siglo. Es lamentable que haya tenido que ocurrir lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que va a ocurrir (…) El terror ha puesto al terror de Israel frente al espejo.

El exabrupto del comentarista plantea lisa y llanamente que la acción terrorista de Hamas responde a un criterio de estricta justicia, Israel se lo tenía merecido, siendo necesario además su componente de terror para que todo el mundo conozca la verdad. Habría sido, a fin de cuentas, un acto de pedagogía moral y política. Nada en las declaraciones de Pedro Sánchez contradice este brutal maniqueísmo anti-israelí de sus medios, que tiene como punto de llegada una nueva versión del clásico: Iudea, delenda est! Ambas tácticas convergen en un mismo objetivo: oponerse a todo alineamiento de Europa con la defensa de Israel, atendiendo a los deseos del activismo “progresista” que prevalece en España.

¿Antisemitismo? Tal vez de fondo, aunque difícil de detectar con precisión, ya que desde 1945, dada la ausencia en España de una minoría judía considerable, no tiene donde ejercerse. Sea como sea, mostrarse favorable a Israel o al judaísmo no está bien visto, ni siquiera en medios democráticos, distantes del islam. Lo impide la pasión aparente y acrítica por la causa palestina, convertida en seña de identidad de superficie progresista, no transferible a otras causas, como la de los armenios o los uigures para grupos nacionales o como la de las mujeres esclavizadas en Afganistán y asesinadas en Irán. Una pintura de fachada con aplicación multiuso.

La piedra y el judío

La eliminación de lo que supuso el 7 de octubre es la piedra angular del relato que acaba ignorando al agresor y cargando la culpa sobre el agredido. De haber sido únicamente una incursión militar, la respuesta israelí que conocemos hubiese sido la materialización de la venganza prometida por Benjamín Netanyahu esa noche, y dadas sus dimensiones constituiría hoy un inequívoco crimen contra la humanidad. Para reforzar esa tesis, hace falta borrar todo enlace entre ese crimen de masas y el Holocausto. En dos sentidos, por un lado aun habiendo existido el genocidio nazi, no legitimaría la política israelí en Palestina, sus “crímenes”, lo cual es una falacia, porque obviamente el Holocausto no es una patente de corso para Netanyahu, pero sí un antecedente de enormes dimensiones, una puesta en práctica asesina y masiva del antisemitismo, que legítimamente los judíos no pueden ni deben olvidar, por simple precaución. 

En otro sentido, y en contra de lo que se viene arguyendo, el Holocausto está lejos de ser un acontecimiento único en la historia. Culmina siglos de antijudaísmo, de pogromos, y en la era contemporánea de ascenso incontenido del instinto criminal que conlleva el antisemitismo. No ha desaparecido, y por lo que concierne al presente y al futuro de Israel, resulta necesario advertir que por efecto del problema palestino, ha tenido lugar la eclosión de un antisemitismo musulmán, que hundía sus raíces en los textos sagrados, y que desde fines del siglo pasado encarna Hamas. Esta es la principal advertencia que sale del 7 de octubre. La matanza fue la expresión de una idea ajustada a la liberación de Palestina, si bien sometiéndola a un imperativo religioso que de acuerdo con la interpretación yihadista del islam, conduce a la exigencia de exterminar a los judíos, pobladores de esa personificación del Mal que encarna el Estado de Israel.

En este sentido, la extensión del objetivo de liberación palestina a una lucha a muerte con el Estado de Israel, será una seña de identidad del Movimiento de Resistencia islámica, que nace en 1987, conocido desde entonces con el acrónimo Hamás. El laicismo precedente de la OLP es sustituido por una inserción de la acción política en un marco estrictamente religioso. Se trata de una lucha orientada al objetivo coránico, de la implantación del credo musulmán sobre la tierra, y en primer plano en Palestina, lo cual traslada la confrontación desde el plano político al religioso del combate entre la verdadera creencia y sus enemigos, esto es, entre los musulmanes/palestinos y los judíos, llamada a presidir la historia cuya culminación sería la destrucción de los segundos hasta el último superviviente. En 1988, la Carta fundacional de Hamas lo precisa al proponer el hadith que tanto en la compilación de al-Bujarí como en la de Sahih Muslim anuncia ese desenlace: “Combatiréis a los judíos de manera que uno se esconderá detrás de una piedra y esta gritará: ‘¡Oh, musulmanes! Un judío se ha escondido detrás de mi, ¡venid a matarle!”. No es este el único hadith radicalmente antijudío. Y de nuevo es fácil encontrar declaraciones de responsables de Hamás en fechas recientes, hasta 2021, explicando incluso cómo deben cortarse las gargantas de los judíos. Ahora Hamás trata de disociarse de esas premisas, justo cuando acaba de ponerlas en práctica.

Palestina es tierra irreversiblemente islámica, y ello resuelve, también para siempre, el contencioso; de ello se deriva la obligación para el creyente de no cejar nunca en el esfuerzo bélico por recuperarla. No son admisibles ni pacto ni transacción alguna. De forma simétrica a Netanyahu, Hamas se opuso frontalmente a los acuerdos de Oslo, cuya aplicación hubiera podido llevar a la división del territorio en dos Estados. El alto el fuego (hudna) sí resulta lícito, pudiendo ser todo según convenga a la causa sagrada, hasta el punto de poder ser aceptado a principios de siglo si Israel se retiraba de los territorios ocupados en 1967. Sin renuncia al principio de la “continua yihad hasta el día de la Resurrección”.

Las líneas maestras del futuro estaban trazadas: los atentados mortales serán la seña de identidad de Hamas contra Israel, presentándose como auténticos musulmanes que hacen de la yihad el núcleo de una forma completa de vida, entregada al cumplimiento de una misión superior: “Sois el movimiento islámico Hamás -cita M. Irving Jensen de un propagandista-, un movimiento radiante que vive en comunión con Dios y cuyo proyecto de vida está enraizado en el islam. Se propone alzar el estandarte de Alá en cada rincón del suelo de Palestina”. La entrega a su misión es absoluta. Conviene tener en cuenta ese impulso religioso-moral para comprender la absolutización con que sus miembros afrontan al conflicto con el enemigo religioso y político. Más allá de los túneles, la victoria sobre Hamás en Gaza tendrá lugar sobre un mar de sangre.

Es más que un simple marco en que integrar la acción. Al igual que en ocasiones precedentes de guerra contra Israel, el grito en las manifestaciones de apoyo ha sido “¡Jaybar! ¡Jaybar!”. Esto nada nos dice en Occidente, pero la mentalidad yihadista tiene registrado el episodio, narrado en su biografía canónica por Ibn Ishaq, que se convierte en ejemplar tanto por su significación histórica como por la forma en que se desarrolla. El ataque al gran oasis judío no responde a desafío alguno, llega por sorpresa al amanecer y en su ataque los asaltantes despliegan una violencia ilimitada para aplastar a los resistentes, luego exhiben a los muertos para realzar su victoria, cobrando finalmente los frutos de esta, no sin nuevos incidentes de extrema violencia. El resultado es que la tierra es conquistada y los sobrevivientes trabajarán para los vencedores, hasta que Omar los expulsa en su tiempo de califa. Cabe pensar que el éxito desempeñó un papel importante, atrayendo a las tribus árabes a incorporarse a un sistema tan rentable, pero sobre todo fue un repertorio de comportamiento, donde el exterminio del enemigo (el judío) garantizaba la dominación futura. No en vano el grito de Jaybar, Jaybar, tal como es proferido hoy, sigue conservando actualidad: “Jaybar, Jaybar, judíos: el ejército del Profeta va a volver”.

Al día siguiente de la invasión de Hamas, el 8 de octubre, un periodista palestino enlazaba los dos acontecimientos –el de 628 y el del día anterior– en las páginas de al-Watan de Qatar: “Como el Profeta cuando decidió atacar [a los judíos de] Jaybar y levantó su dedo y dijo: ‘Alá akhbar, Alá akhbar, Alá akhbar, si entramos en su territorio, el destino será malo y amargo’. A las seis de la tarde, los hombres [de la resistencia palestina] dijeron sus oraciones al atardecer y luego comenzaron a prepararse durante toda la noche. A las seis de la mañana [el 7 de octubre de 2023] atacaron Jaybar de Gaza…”

La evocación es lo suficientemente clara como para asignar a la acción de Hamas un significado muy superior al de un ataque militar brillantemente ejecutado, que también lo fue, siendo su dimensión terrorista un signo inequívoco de que se inscribía en una estrategia de mayor alcance; revelaba una no menos incuestionable vocación genocida de base religiosa: la destrucción del Estado de Israel, con la eliminación terrorista de sus habitantes como premisa. La ofensiva de Hamas encajaba además a la perfección con el objetivo que fijara el ayatolá Jomeini a la República islámica de Irán: “Israel debe ser borrado del libro de la historia”.

En estos días puede ser visitada en el Museo del Prado una espléndida exposición sobre los judíos en la España bajomedieval. El tema debe seguir inspirando recelo por el título adoptado, un cauteloso “El espejo perdido”, pero gracias a la lectura cronológica propiciada por la sucesión de cuadros, esculturas, etc. el espectador puede percibir cómo avanza del siglo XII al XV el mal de la intolerancia, la deformación de la imagen del otro con miras a su destrucción. No otra cosa refleja de modo preocupante el espejo de una opinión pública, impulsada por la Iglesia, por los dominicos y los franciscanos, cada vez más negativa sobre ese pueblo judío. Es una marea que sube hasta inundar la playa y ahogar a ese colectivo judío que sufre el estigma de la satanización y los golpes de los incipientes pogromos, antes de su extinción como componente de la sociedad española.

Evitar hoy el riesgo de una nueva extinción, para su presencia actual en Judea/Palestina: la voluntad de evitarla resulta inseparable de la sobrevivencia del Estado de Israel. El reconocimiento de la vocación genocida que expresaron las acciones de Hamás, compartida por todo tipo de declaraciones políticas y de negacionismos por países musulmanes, y en particular por Irán, debiera llevarnos a una profunda revisión con el tratamiento del tema, reconociendo que Israel es hoy una fortaleza acosada por quienes tienen por objetivo su demolición. Algo que nada tiene que ver con el necesario giro copernicano, a corto plazo respecto del problema humanitario en Gaza, y luego a la inmediata búsqueda de una solución final, que en este caso es unívoca: los dos Estados.

Ahora bien, es preciso destacar asimismo que la lucha contra Hamás no puede llevar a la ejecución de una venganza y a una destrucción general de Gaza y sus habitantes. La tradición judía cuenta también con textos sagrados que incitan a ello, como el Libro de Job. Ser el sujeto pasivo de una vocación genocida no supone un antídoto para que la misma sea asumida y puesta en práctica.

Epílogo armenio: “como a perros”

Ni el secretario general de la ONU, ni el Papa Francisco, se molestaron en intervenir siquiera de palabra cuando el enclave armenio de Nagorno-Karabaj sufrió el cerco de hambre por el ejército de Azerbaiyán a partir de febrero de este año. La guerra de Artsaj (Nagorno-Karabaj), iniciada por Azerbaiyán el 27 de septiembre de 2020, había terminado el 9 de noviembre por la mediación forzosa de Vladimir Putin, que consagraba la derrota armenia, si bien mantenía importantes concesiones. El territorio no conquistado mantenía su propia administración y la comunicación con la República de Armenia mediante un pasillo, el corredor de Lachin, bajo custodia de tropas rusas por espacio de cinco años.

Nagorno-Karabaj había sido un pequeño territorio, de población mayoritariamente armenia, que sin embargo fue adjudicado por Stalin a la República de Azerbaiyán, intentando desde las postrimerías de la URSS su inmediata incorporación a la República de Armenia. La tensión fue rota en febrero de 1988 por el remake de una actuación azerí ya experimentada en el pasado, cuando en 1920 hubo un primer intento de alcanzar ese fin. La respuesta fue el pogromo de Sumgait, en las afueras de Bakú, repetido en 1990, dando lugar a grandes violencias interétnicas, y a la limpieza étnica en ambas Repúblicas, después de siglos de convivencia. Iniciada en 1992, la guerra inevitable terminó en 1994 con la victoria de los armenios y la consiguiente independencia de facto de Nagorno-Karabaj, bajo tutela de Armenia, hasta la victoriosa ofensiva azerí de septiembre-noviembre de 2020.

Hasta aquí, una consecuencia más de la política estaliniana de “divide y controlarás”, aplicada a las nacionalidades de la URSS, y que produjo efectos trágicos en Georgia, respecto de Abjasia y Osetia del Sur, y en Moldavia respecto de Transnistria. Lo que aquí importa subrayar es que el conflicto político, resuelto por las armas en todos los casos citados, incorpora en Nagorno-Karabaj la singularidad de enlazar con el antecedente del genocidio armenio, con más de un millón de muertos, que se produce a partir de 1915 en el Imperio otomano, durante la Gran Guerra, con el nacionalismo militarista de los Jóvenes Turcos en calidad de impulsor, y ejecutado por procedimientos arcaicos, en relación al nazi, pero con la misma intención de total exterminio. Los armenios solo podrían vivir en el desierto, no en Turquía, le informó el ministro Talat Pachá al embajador norteamericano, Morgenthau. En enero de 1919, un nacionalista como Mustafá Kemal había denunciado el asesinato por los Jóvenes Turcos de ochocientos mil armenios. Más tarde, una versión reducida de la República de Armenia, de superficie similar a Bélgica, sobrevivió a la sombra de la URSS, siempre desde sus primeros pasos acompañada por la exigencia irredentista de los armenios de Nagorno-Karabaj.

No cabe olvidar que ese recorrido estuvo sembrado de pogromos, de matanzas de armenios. Al igual que los judíos, formaban desde el siglo XIX una elite comerciante en ciudades como Bakú y Tbilissi, que atraía el odio popular, pero la xenofobia en Georgia no tuvo las mismas consecuencias mortíferas que en la República musulmana y túrquica de Azerbaiyán, donde el rechazo al armenio, como en Turquía, se tradujo en pogromos. Y la historia no ha terminado, ni siquiera con la conquista a cañonazos del reducto armenio de Nagorno-Karabaj el 20 de septiembre pasado, violando el acuerdo trilateral de 2020, tras el cerco de hambre iniciado en febrero. Azerbaiyán contaba y cuenta con la colaboración militar y política de Turquía, ya que Erdogan asume la idea de dos Estados y una nación, siendo el enfrentamiento y la coalición victoriosa contra Armenia el vínculo de unión. Unas maniobras militares conjuntas de Turquía y Azerbaiyán se realizaron en el verano de 2020, antes de la agresión azerí, y otras similares han tenido lugar en octubre de 2023. Armenia ha renunciado a Nagorno-Karabaj, incluso antes de septiembre pasado, pero difícilmente puede aceptar el ultimátum de Azerbaiyán, de un corredor, el de Zangezur, destinado a unir a Azerbaiyán y Turquía extraterritorialmente, pasando por Armenia, a la cual el dictador de Bakú pretende además amputar de las provincias del Sur. La superioridad militar avala sus pretensiones, expresadas a la luz del día.

Por un camino muy diferente de Israel, y sin recursos militares ni económicos, Armenia corre así, y con mayor intensidad, el riesgo de una desaparición que afectaría también a sus pobladores. Cuando en septiembre el ejercitó azerí conquistó el resto de Nagorno-Karabaj, quedaban aún allí más de cien mil armenios; hoy quedan cincuenta. Sabían el trato que les esperaba de quien desde sus primeras victorias en octubre de 2020 les tildó de cobardes, de ratas, de seres inferiores en su propaganda y en sus informaciones. Un viejo método. En el comunicado de 4 de octubre de 2020, el presidente Ilhan Aliyev lo anunciaba: había echado a los armenios “como a perros”. Hoy toda la población de Azerbaiyán, Karabaj incluido, reza a Alá, se felicita el presidente. No hay que esperar que Europa se preocupe por sus magníficos monasterios, como el de Gandzasar, a la vista de lo sucedido con Santa Sofía en Estambul. Lo más grave es que tampoco se inmutará por lo que le ocurra a Armenia o a los armenios.

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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