Un aniversario inadvertido

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Sucede incluso en los matrimonios felices: él es fiel y comedido; ella siempre supera cuanta expectativa se tenga. Por fin llega el gran día y… la fecha pasa inadvertida.

Cuando revisé mi correo vi lo que espero cada quince días. Recibí después las recomendaciones de mis amigos —es interesante cómo cada quien lee el mismo número pero una revista distinta: la politóloga llama mi atención a un texto del Nobel Robert M. Solow sobre la crisis financiera, la científica a otro de Oliver Sacks y el escritor a una reseña de John Banville sobre el último libro de James Wood. El número del 20 de noviembre del New York Review of Books (NYRB) tenía su buena dosis de colaboradores frecuentes: Mark Danner , que tan bien ha escrito sobre la guerra en Iraq; Russell Baker, sagaz comentarista sobre el funcionamiento de Washington y sobre la vertiente más literaria del periodismo estadounidense; Daniel Mendelsohn, inteligente escritor y crítico de cine, teatro y libros; e Ian Buruma, a quien los lectores de Letras Libres conocen y que en esta ocasión aborda la biografía autorizada del genial y odiable V.S. Naipaul. Nada mal, sí, pero tampoco nada raro. El problema quizá de las mejores revistas, así como de los matrimonios felices, es que te acostumbras demasiado pronto a las expectativas altas y te vuelves incapaz de notar cuando se elevan otro trecho. Este número, vine a enterarme después gracias a un artículo del San Francisco Chronicle, marca el 45º aniversario de una las más importantes publicaciones periódicas de la segunda mitad del siglo XX.

La historia se ha contado en infinidad de ocasiones. A finales de 1962, Nueva York sufrió un “apagón noticioso” debido a la huelga que inició la sección local de la Unión Internacional de Tipógrafos. El paro habría de durar 114 días. La república de las letras newyorkina se vio privada de su órgano central de comunicación: The New York Times Book Review. Las editoriales, en una época importante para sus ventas, necesitaban espacios para anunciar sus novedades. Una noche de invierno, Jason Epstein, el mítico editor, y su esposa Barbara, recibieron en casa para cenar al poeta Robert Lowell y la crítica Elizabeth Hardwick. Mientras discutían aquellas penosas circunstancias a Jason se le ocurrió y les propuso, como si nada, llenar ese vacío con una nueva publicación.

¿Quién no ha estado en una escena parecida, donde los planes para cambiar el mundo de las letras se ponen sobre la mesa con el celo y la minuciosidad, pero también con la inconsecuencia, de un grupo de conspiradores salidos del siglo XIX? Al día siguiente Lowell pidió un préstamo bancario por $4,000 dólares y Jason llamó a Robert Silvers, quien entonces trabajaba como editor asociado en Harper´s, para sumarlo a la empresa. Él y Barbara rondaron por las editoriales juntando dinero mediante la venta de anuncios. Menos de dos meses después, el 1º de febrero de 1963, el proyecto vio la luz de la calle. En el número inaugural publicaron: W.H. Auden, Dwight Macdonald, Norman Mailer, Mary McCarthy, William Styron, Gore Vidal y Robert Penn Warren. ¿Se puede pedir algo más? Imprimieron 100,000 copias y el tiraje se vendió en su totalidad. Para cuando apareció el segundo número la huelga ya había terminado, pero no así el entusiasmo que despertó. En cuatro años el NYRB estaba en números negros. Hoy vende 137,000 ejemplares.

Podría narrar las batallas que hicieron del NYRB una leyenda: su postura (¡con Noam Chomsky a la cabeza!) contra la guerra en Vietnam, el escándalo Iran-Contra o la represión en la Europa Central de la Guerra Fría. Pero sería inauténtico pues aquellos no fueron los años en que me tocó leerla. (Las hemerotecas no crean fans, sólo nostálgicos.) Demasiado joven para poder hablar de su renacimiento, a mis ojos, puesto que comencé a leerla en el verano de 2000, la NYRB siempre ha sido lo más cercano a un coliseo de polemistas.

Y sin embargo, no es su vertiente política la única que consiente a la inteligencia. También está su cobertura sobre literatura, arte, historia, ciencia y filosofía. En eso yace quizá su mayor aportación. Veamos las cosas en perspectiva. Hace unas décadas a gente como Lionell Trilling, le preocupaba que las clases educadas (con posturas políticas progresistas) fueran tan refractarias a las expresiones más de avanzada de la creación; a otros como C.P. Snow, que existiera un quiebre entre las culturas de la ciencia y las humanidades. Hoy, podemos sumarle a esas dos realidades, el mutuo desprecio entre académicos e intelectuales, la fragmentación de la enseñanza universitaria y la falta de espacios de socialización donde distintas generaciones de escritores se encuentren. El NYRB es un salón parisino, un café literario, una de esas tertulias, clases y fiestas, que ya no conocimos, y donde los libros -su lectura– importaba.

Todo esto, habrá quien alegue, no deja de ser una cuestión de gustos. Algunos sin duda prefieren el cosmopolitismo y linaje del Times Literary Supplement. Entonces permítanme un último argumento para mi apología. Tal vez no haya mejor manera de medir las contribuciones de una revista que por la estatura de sus imitadores: el London Review of Books y La Revue internationale des libres et des idées reivindican la deuda con su primo estadounidense.

Habrá que ver si Revista de Libros, con más de diez años, o la Primera Revista Latinoamericana de Libros, con menos de uno, logran hacerse un lugar en esa estela. De lo contrario, tendré que rezar por el regreso del sindicalismo mexicano. Aguardaré esperanzado a que una huelga de 100 días deje a la ciudad de México sin periódicos y sus respectivos suplementos. Así, evidenciando la carencia, puede ser que un par de editores, algún poeta y su mujer novelista se animen, de una vez, a sorprendernos.

– J.E.G. Baranda

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Escritor, editor y crítico de medios.


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