El tacto de Teo

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Salvo contadas excepciones, los criterios estrechos que definen lo cinematográfico en nuestro país han dificultado la colección y el estudio de expresiones que exceden las formas canónicas del cine nacional. Los museos han asumido las iniciativas más sobresalientes para investigar y exhibir el audiovisual, por llamarlo de una manera, no industrial. Vienen a la mente los superocheros en La era de la discrepancia (muca, 2007), la revisión del audiovisual experimental en (Ready)Media (laa, 2010) u Ojo en rotación: Sarah Minter (muac, 2015), por mencionar algunos de los ejemplos más relevantes. El Centro de la Imagen ahora toma la batuta con la exposición Estallar las apariencias: Teo Hernández bajo la curaduría de Andrea Ancira.

Teo Hernández (Ciudad Hidalgo, 1939-París, 1992) es uno de los principales exponentes mexicanos de cine en súper 8 mm, un formato indisociable de las estéticas de la vanguardia artística y el cine experimental y militante. Hernández ocupa una posición anómala. Radicado en el extranjero desde 1965, habría de producir la mayoría de su obra en Francia. Álvaro Vázquez Mantecón dejó a un lado a Hernández en su pionero El cine súper 8 en México (2012) dado su aislamiento respecto a la escena local mexicana. Tan solo en 1999, tras su muerte y un homenaje en el Centro Pompidou, institución a la cual el artista Michel Nedjar donó la obra de quien fuera su pareja, se exhibió un pequeño programa de la obra de Hernández en la Cineteca Nacional. Según relata Vázquez Mantecón –quien reparó aquella primera ausencia incluyendo a Hernández en su contribución a Ism, ism, ism. Experimental cinema in Latin America (2017)–, entre los pocos asistentes se encontraban Sarah Minter, Gregorio Rocha y Luis Lupone, figuras claves para el audiovisual militante y experimental en México.

La obra de Hernández ha sido asociada al cine corporal, concebido por Katerina Thomadaki y Maria Klonaris, artistas griegas también avecindadas en Francia, que de manera contestataria proponían reinventar el cuerpo y deseo del otro femenino. El propio Hernández definiría su trabajo como un cine táctil. Contraria al ojo, antes que encuadrar, la cámara de Hernández palpita y se distiende; cinética por partida doble: captura la imagen en movimiento y se desplaza como una forma de danza.

La exhibición está organizada en cuatro núcleos. En “El Yo filmado” se incluyen materiales de su autodocumentación. Además de Tres gotas de mezcal en una copa de champagne (1983, 16’21’’), especie de breviario de su autobiografía y poética, se presenta de manera arriesgada pero atinada una proyección simultánea de la serie 30 filmes breves (1977-1984, 41’17’’), cada uno de los cuales responde a un “reflejo testimonial”, según las palabras del propio Hernández. Acompañan a estos filmes en la primera sala un par de vitrinas con programas de mano y carteles del Ciné-club Saint-Charles y del colectivo MétroBarbèsRochechou Art (f. en 1980) en los que participaba Hernández –ephemera que documenta sus amplísimos intereses fílmicos y que anticipa el papel asignado a la colaboración en su práctica artística, como se evidencia en otras salas.

El segundo núcleo, “Derrames: mitos y conjuros”, contiene tres películas, donde se constata su interés en la iconografía y relatos cristianos y se encuentran huellas de la religiosidad intensa de provincia que probablemente lo rodeó en su infancia. Entre ellas destaco Salomé (1976-1982, 60’05”), afortunadamente proyectada y con sonido en altavoces (a diferencia del resto, en monitores y con audífonos). Salomé, acompañada con canciones de Elvira Ríos y Sophie Tucker, entre otros, es un prodigio ralentizado y mesmerizante que reinterpreta la tragedia escrita por Oscar Wilde.

Los otros dos núcleos, “El cuerpo como vértigo” y “Ciudad íntima, ciudad ruin”, comparten la misma sala, cada uno con su propia estación de visionado con tres monitores autónomos. En el primero se reúnen distintos materiales en que el cuerpo, ya sea del cineasta o el sujeto filmado, funciona como vector de la imagen, entre ellos algunas colaboraciones de Hernández con Bernardo Montet y la compañía de danza Studio DM. Mientras Ancira, en el ensayo que comenta la exposición, señala las zonas de contacto entre coreografía e imagen en movimiento, el cuarto núcleo resalta la veta corográfica en la obra de Hernández: en lugar de relatos, los filmes ofrecen descripciones y mapas-paseos de los lugares que habitó o visitó, como México, París, Marsella y Zagora, Esauira y Tánger en Marruecos.

He señalado la importante función de las instituciones no cinematográficas en México para recuperar ciertas producciones audiovisuales. Por otro lado, en el contexto internacional, a partir de los años noventa, la integración del cine a museos y galerías ha suscitado debates por la inatención de estos últimos a la especificidad material o trayectorias históricas del primero. Estallar las apariencias no está exenta de tales fallas. En el ensayo de Ancira quedan incluso manifiestas al descartar, de entrada, las posibles “clasificaciones ‘muletilla’ de la historia del cine”. Aunque parece difícil negar la independencia y el autodidactismo de Hernández, destacar la singularidad de un artista no debe contraponerse por fuerza a trazar sus genealogías y correspondencias, con independencia de que participe o no del “mainstream de cine experimental”. Tener más presente al cine, su influjo en la vida o la obra de Hernández como sugirió el crítico Dominique Noguez, habría modulado ciertas decisiones. Salvo una breve mención en el texto curatorial a la comunidad gay a la que pertenecía, se echa en falta hacer más explícita la negativa a atender los gestos queer y, en cambio, a privilegiar una lectura poscolonial del trabajo de Hernández o acentuar la marginalidad del cineasta como exiliado e indocumentado. Dicho lo anterior, Ancira también está involucrada en la traducción y publicación de los diarios de Hernández. Es probable que allí haya encontrado más claves para sostener su interpretación, pero su hilvanado en el tejido de la exhibición no resulta claro.

Las limitantes que menciono, sin embargo, palidecen frente a los aciertos. Además de la selección de obra y el ingenio con que se resolvieron las barreras de acceso al material bajo resguardo del Pompidou –como puede verse en el centro de documentación–, el énfasis en los aspectos ritualísticos, chamánicos y festivos en la producción de Hernández resulta atinado. Y, aunque una pequeña parte de la obra de Hernández se encuentra en distribución por Light Cone y, en los últimos años, distintos festivales como el Âge d’Or y Oberhausen han programado algunos de sus filmes, la colaboración entre el Centro de la Imagen y Ambulante para incluir el ciclo Teo Hernández. Errancias, conjuros y fisuras en Injerto, la sección experimental del festival, posibilita una mayor circulación en nuestro país. Al momento de escribir estas líneas se había proyectado el primer programa en la Ciudad de México en un auditorio con aforo pequeño pero sin asientos vacíos. Junto a los aportes de su investigación de largo aliento, Estallar las apariencias detona así dos espejismos: el del cine mexicano con escasas vetas experimentales y el de la falta de un público ávido para salir a su encuentro. ~

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Escritor, editor y crítico de medios.


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