Un arte de fantasmas (1)

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El regador regado, 1896

La primera cinta del cinématographe, el invento de los hermanos Lumière, muestra una sola y brevísima escena que ya está enteramente narrada en el alejandrino francés que es el título: La sortie des ouvriers des usines Lumière, es decir “La salida de los obreros de la fábrica Lumière” (1895). Y hoy, más de un siglo después, podemos ver a esos obreros saliendo por el gran portón de la fábrica, ellas con la falda larga “hasta el huesito” y ellos con los veraniegos sombreros “de carrete”, o bien en una también breve película del año siguiente titulada El regador regado, la mojada broma (el primer gag de la historia del cine) que un muchacho le hizo a un jardinero de la familia de fabricantes inventores. Todas las personas que se ven en ambas cintas han muerto ya hace décadas, pero hoy siguen virtualmente vivas en la pantalla. Así que no le faltaría razón al niño que le revelaba el secreto “técnico” del nuevo espectáculo al poeta Max Jacob: “El cine se hace con muertos. Pones unos muertos a caminar… y eso es el cine.” Es decir que el cine, con sus “presentes sucesiones de difunto” (que diría Quevedo), es una fábrica emisora de perdurables fantasmas.

El cine, ilusionista de la vida, siempre implica el tema de la muerte, sea la de unas personas ya fallecidas o la de unos pasados momentos de personas que aún existen. Pocas escenas me habrán conmovido tanto como aquella de un hermoso film dizque “ligero” de Ernst Lubitsch, Heaven can wait (1943), en que Gene Tierney baila un vals en brazos de Don Ameche y la vemos bella y adorable mientras la narrativa voz off nos anuncia que en la próxima secuencia habrá fallecido; o como la íntima, tierna y lírica secuencia de una película de Max Ophuls, Letter from an unknown woman (1948) en la que Joan Fontaine vive su mayor felicidad en la noche y en el glamoroso invierno del Pratter vienés en compañía de su amado Luis Jourdan mientras los espectadores sabemos que esos momentos ya están teñidos de muerte, pues tales escenas ocurren en la memoria de una moribunda. Y si Rutger Hauer, el agónico androide de Blade Runner (1982), está virtualmente vivo para quienes hoy vemos la película, los momentos de ésta en que fue filmado yacen desde hace veintiocho años en el pasado.

El cine es el reflejo o el eco del tiempo, es la ilusión objetivada y perpetuadora que no permite que se disipen en el pasado el gesto de placentero desmayo con que Louise Brooks se entrega al falo y al cuchillo de Jack el Destripador en La caja de Pandora (1928)… y es el humo del cigarrillo de Humphrey Bogart en innumerables películas, y las faldas aleteantes de Marilyn Monroe sobre la rejilla del subway neoyorquino, y el gesto triunfal de Cyd Charisse levantando el sombrero de Gene Kelly en la punta del pie, y el monólogo del androide de Blade Runner diciendo en su agonía que la trágica historia del mundo se disolverá en el tiempo “como lágrimas en la lluvia”. Todos los fantasmas del cine, desde la más insignificante bañista de Mack Sennet hasta la sonriente y burbujeante Esther Williams, hasta cualquier comedia de boys y girls playeros reiterada en la televisión, se bañan una y otra y otra vez en las aguas del mismo río o mar.

El cine es un río de imágenes que, semejante a la luz de un planeta lejano, nos llega desde momentos ya idos. Pero, la técnica cinematográfica, nacida demasiado tarde: ¡en las postrimerías del siglo XIX!, no puede entregarnos testimonios de la Historia anteriores a 1895, el año de la invención del cinematógrafo. Y es una lástima. Buñuel decía que hasta un convencional corto publicitario sobre el cultivo de la remolacha que hubiera sido filmado en una campiña de la Edad Media sería hoy cosa apasionante, rica en datos y en sorpresas que nos harían conocer muchas más cosas que su asunto manifiesto, pues la fotografía registra no sólo lo que nos interesa ver de una película, sino todo objeto o ser o instante circunstanciales que ocurren ante el ojo de la cámara. Faulkner, argumentista de Land of Pharaohs (1955) para el director Howard Hawks, decía que el gran problema para mostrar a los personajes era no saber cuáles serían los modos de andar y de hablar de un faraón o de cualquier hombre del antiguo Egipto. Melancólica comprobación: si el cinematógrafo hubiera sido inventado desde muchos siglos antes, sería el gran complemento ancilar de la Historia, o, diríamos, la perfecta escritura documental de la Historia. Un famoso historiador del arte pensaba en el problema y soñaba su resolución hipotética en un ensayo que casi es un cuento de science-fiction:

“Comprendemos por qué los habitantes de una estrella lejana, si pueden ver la Tierra con poderosos telescopios, son realmente los contemporáneos de Jesús cuando, en el momento en que escribo estas líneas, contemplan la Crucifixión, de la que tal vez toman pruebas fotográficas, o incluso cinematográficas, pues la luz que nos ilumina demora diecinueve o veinte siglos en llegar hasta nosotros. Podemos imaginar también (y esto habría de modificar aún más sensiblemente nuestra idea del tiempo) que veremos un día esa escena, ya sea que nos la envasen en cualquier tipo de proyectil, o que un sistema de proyección interplanetaria lo traslade a nuestras pantallas. Esto, que no es científicamente imposible, nos haría contemporáneos de hechos ocurridos diecinueve o cien siglos antes de nosotros en el espacio mismo en que vivimos” (Elie Faure, Fonction du cinéma).

(Continuará)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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