El 10 de diciembre de 1763 se celebró en España el primer sorteo de lotería. Fue una idea de Carlos III copiada de Nápoles. El fin de la creación de la Lotería Nacional era incrementar los ingresos del Estado sin necesidad de aumentar los impuestos: Hacienda recaudaba una cantidad de dinero entre quienes compraban billetes para participar en el sorteo, entregaba una parte de lo recibido en forma de premios y se quedaba el resto, que servía para invertir en aquello que el Estado considerara conveniente. Era y sigue siendo un sistema de recaudación transparente: a diferencia de los impuestos, la participación en estos sorteos es voluntaria y revierte en el dinero común que puede después utilizarse para buenos fines. Lamentablemente, es inmoral.
No me refiero al juego, por supuesto: creo que el juego con apuestas debe ser legal en todas partes, debe estar regulado y debe pagar sus impuestos como cualquier otra actividad económica en la que participen adultos responsables. Me refiero al juego organizado por el Estado. Podemos discutir qué finalidades debe tener el Estado, qué debe hacer y qué no: ¿debe el Estado sostener con dinero público el deporte profesional, como sucede de facto en España? ¿Debe subsidiar a profesionales dedicados a la cultura? ¿Es lícito que dé dinero público a unas iglesias y no a otras, si es que debe dárselo a alguna? Todas estas preguntas tienen sentido y son discutibles -aunque mi respuesta a ellas es en todos los casos “no”-, pero la pregunta “¿Debe el Estado organizar apuestas y publicitarlas insistentemente para que los ciudadanos gasten dinero en ellas?” es tan increíble que hasta que no se formula así uno no se da cuenta de la inmoralidad de que el Estado fomente el juego para aumentar su recaudación. Eso deberían hacerlo los casinos, no quienes utilizan el dinero público para fomentar el bien común.
Por fin, el Estado español va a privatizar una parte importante de la Lotería Nacional. Es una idea espléndida. No solo por una cuestión de eficiencia -creo que el Estado no debe tener más empresas que aquellas indispensables y debe vender las que no lo sean, aunque resulten rentables-, sino de moral. Sé que una posible objeción a lo que digo es que el Estado consigue dinero constantemente de cosas potencialmente malas: los impuestos al tabaco, el alcohol o las armas son muestra de ello, y de hecho una de las cosas que hacen habitualmente los Estados es tasar cosas potencialmente malas para que su consumo se reduzca. Ahora bien, ¿montar una casa de apuestas? ¿Atraer al juego a las personas con menos ingresos con la promesa de un futuro millonario? ¿Hacerlo con publicidad sentimental especialmente cuando la Navidad se acerca? Dejemos todo eso en manos de Las Vegas y que el Estado se dedique a hacer lo que hace bien y es moral: recaudar impuestos y garantizar la libertad de todos sus ciudadanos.
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