El rasgo más importante de la democracia española es su resistencia al cambio. Legítimamente, pues de eso se trata en democracia, todo el mundo pide con grandes aspavientos las avalanchas de cambios que le convienen: la oposición, el cambio del gobierno; la patronal, que le faciliten un poco más su trabajo; los sindicatos, más bienestar para sus afiliados; la iglesia, menos laicismo; los artistas, más atención a sus quehaceres; los nacionalistas, más autonomía para sus regiones… Cuando han llegado las reformas, fueran en la dirección que fueran, lo más asombroso es que el día después el poder seguía en unas manos muy parecidas a las del anterior. Los partidos, la patronal, los sindicatos, la iglesia, los artistas, los nacionalistas (y los periodistas, y los banqueros, y los maestros y así sigan ustedes) continúan hoy con la misma cuota de poder que hace treinta años, si no más. Ningún equilibrio se ha movido un par de centímetros desde entonces, cosa digna de admirar siendo el presupuesto un juego de suma cero. Los cambios más valiosos y valientes de nuestra democracia -el divorcio, la despenalización del aborto, la eliminación del servicio militar obligatorio, el matrimonio homosexual- han sido posibles, simplemente, porque no le costaban un duro a nadie. La moral es discutible, pero con el dinero no se juega.
No me engaño: sé que la política democrática consiste en la gestión de los intereses de los ciudadanos, y que para ello hay que manejar las inmensas cantidades de dinero que estos pagan en forma de impuestos y redistribuirlas entre las maquinarias que aparentemente más hacen por contribuir a la cohesión social. Y este modelo -del que no soy entusiasta- es útil si sabe adaptarse a los hechos. En estos últimos treinta años la sociedad española ha cambiado enormemente y tengo para mí que casi siempre para bien: las mujeres van siendo tan activas política y económicamente como los hombres, tenemos acceso a todos los libros del mundo, disfrutamos de más y mejor ocio, la llegada de inmigrantes ha provocado problemas pero no catástrofes, nuestro bienestar material -aun en estos tiempos de espanto- es milagroso comparado con el de nuestros abuelos y, lo que no sé si es causa o consecuencia de todo lo anterior, por primera vez aquí todos nos tomamos en serio la democracia. Ahora bien, nada se ha adaptado a estos cambios. Sí, disponemos de trillones de nuevas leyes. Pero aunque tenemos una filiación a los partidos muy baja, una adscripción a los sindicatos que hace que ya no sean representativos, un número de creyentes en descenso, unos niveles de consumo de cine o literatura o prensa nacionales para echarse a llorar (o a dormir), un índice de fracaso escolar de aúpa, las instituciones responsables de todo ello siguen ahí, pidiendo más. Lo cual no es preocupante. Pero sí lo es que las instituciones que sí nos representan a todos -el Congreso, singularmente- sigan dándoselo. ¿Cuándo aceptaremos que la democracia es también ese lugar en el que a veces algunos, y sobre todo algunos muy poderosos, salen perdiendo?
No creo demasiado en el Estado como máquina de redistribución de los capitales, pero sé que en muchos casos está bien redistribuirlos de arriba hacia abajo. Con todo, el Estado español, con su aversión al cambio -muy similar, no lo dudo, a la aversión al cambio de los ciudadanos españoles- sigue redistribuyendo esos capitales del centro hacia arriba. No ayudamos a los ciudadanos a implicarse políticamente, sino que subvencionamos los partidos; no animamos a los trabajadores a defender sus derechos, sino que financiamos una burocracia para que lo haga en su nombre; no defendemos la libertad religiosa, sino que pagamos a las iglesias; cuando nos preocupa el paro, le damos dinero a las constructoras para que embellezcan las aceras del barrio de Salamanca. Y si creemos que todo ciudadano debería tener derecho a acceder a las obras maestras del cine para aprender de ellas lo que de bello y mísero tiene el mundo, no creamos cines en los pueblos, sino que subvencionamos a los productores.
También yo me emocioné cuando Barack Obama pidió un cambio, no cualquier cambio, sino uno en el que sea verosímil creer. En España no existe tal verosimilitud. Todas las instituciones privadas financiadas con dinero público seguirán ahí. Naturalmente, pidiendo el cambio.
– Ramón González Férriz
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.