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¿Que cómo me hice esto? Es una historia que comenzó el viernes.
     —Vengo a cortarle la luz a Julia Vargas por falta de pago —dijo una voz en el telefonillo, y le abrí.
     Ese fue mi único error. La luz de mi departamento se extinguió con esa incomprensible forma que las máquinas tienen de morir: todo enmudeció y me encontré por primera vez en años a solas con mis pensamientos. Ante el silencio que sobrevino salí a reclamar. El sujeto de la Compañía de Luz era lo más parecido a un senador: llevaba una gorra al revés, gafas tornasol y, en el lugar donde normalmente va el relámpago de su compañía, una calavera con un solo ojo.
     —No es mi bronca —repetía cada vez que yo lograba hilar dos sílabas.
     —¿Acaso parezco una Julia Vargas? —argumenté. La reflexión en la puerta de cristal me reveló en bata, pantuflas y la toalla enrollada como turbante. Podría yo ser Julia Vargas saliendo de la sauna o el Mulá Omar saliendo de Kabul.
     —No pagaron y se les corta. ¿O no es usted el que vive en Bajos 6? —me miró bajándose los lentes hasta el puente de la nariz con un rápido movimiento de uno de sus pulgares. Fue por ese gesto que reconocí que entre ese tipo y yo había algo en común: el pulgar oponible. ¿O piensas en otra solución? —escupió y encendió un cigarro sin filtro.
     —Aquí no hay ningún Bajos 6, yo vivo en el apartamento 3 —aclaré—. Además, no doy sobornos —aseguré con la imagen de mi billetera vacía salvo por un calendario que un banco me regaló el año pasado. Hice una suma mental de las monedas sobre el buró y el resultado fue brutal: los hombros se me cayeron y las rodillas se flexionaron: no tenía ni para cigarros, menos para sobornos.
     El sujeto se fue caminando con las piernas muy abiertas. Lo imaginé yendo por cerveza y estrellándose las latas vacías en la frente. Cerré la puerta.
     Me alisté para la batalla. El lunes se convirtió en una de las dos deidades a las que recé ese fin de semana. La otra era a la buena fortuna que me haría ganar la lotería para pagar la mitad de mis deudas. Ambas diosas me habían puesto en la ruta del monje: rodeado sólo por velas, me adentré en una meditación sobre la vida a los treintaytantos y sólo escuché extraños zumbidos en el aire. ¿Las diosas deseaban comunicarme algo? ¿Debía dormirme para que me hablaran mediante sueños? Descubrí que me había vuelto a equivocar cuando, a la mañana siguiente, un enjambre de moscas se azotaba a las puertas del frigorífico. Además, no tuve revelaciones nocturnas: tan sólo soñé que Bush me afeitaba.
     Marissa me visitó el domingo al mediodía. Ahora que lo pienso la escena debió devastarla: el frigorífico era un experimento del Dr. Pasteur y fuera de él la casa parecía un monasterio de monjes beodos: todo salpicado por chorreadas de cera. Creo que traté de introducir a Marissa en el profundo tema de que Dios habita en las monedas y que la vida sería más fácil si todas nuestras decisiones las tomáramos con base en el cara o cruz. Cuando terminé mi perorata Marissa sólo respondió: "¿Tienes que apretarme el cuello tan fuerte?" A falta de dinero, nos invitamos a cenar a casa de un amigo que insinuó la romántica posibilidad de comer a la luz de las velas. Empuñé un tenedor y desistió. Cuando encendió todas las luces, pude ver a dos niños perseguirse alrededor de la mesa hasta que uno le dejó caer una piedra volcánica al otro en plena cara. Jugaban, según ellos mismos, "a las Torres Gemelas". Nos fuimos entre sollozos y cintarazos. En el camino creo que pregunté: "¿Será ese nuestro futuro, Marissa?" Noté que me soltó la mano. Por culpa de la suerte y de la Compañía de Luz no tengo una última imagen de ella más que la oscuridad.
     Y llegó el lunes. Bañado y con zapatos encendí mi último cigarro y marqué los números de varios probables empleos. Eran las 8:01 de la mañana. Saludé, esperé pacientemente a que mis llamadas fueran transferidas, contestadas, mis datos tomados una y otra vez. Cuando terminé, eran ya las dos de la tarde. Nadie levantó ningún auricular después de esa hora. Me derrumbé. Con la mirada perdida, tarareé "God Bless America".
     Buena parte de la tarde que siguió me la pasé gritando. No un insulto en particular, sino un alarido. Necesitaba luz, comida, a Marissa, poder leer un libro después de las seis de la tarde, un matamoscas, un premio de la lotería, un poco de futuro; no mucho, tan sólo saber qué nueva desgracia vendría en las próximas veinticuatro horas. Pero lo único que podía obtener en ese momento eran unos cigarros. Rebusqué bolsillos, los intersticios entre los cojines del sillón —además de monedas descubrí que albergaban la casi totalidad de mi colección de lápices— y el fondo de los cajones, ahí donde yacen las moneditas fraccionarias que comienzan a circular en tiempos de crisis. Con decenas de ellas salí a comprar cigarros, un arma indispensable para los combates que vendrían. O eso creí durante apenas dos segundos. Al cerrar el candado de la puerta se manifestó de nuevo la tragedia: las llaves se habían quedado adentro.
     Atrapado entre mi casa y la reja del garaje, mi espalda se pegó a una de las paredes del estacionamiento y comenzó a bajar lentamente. ¿Qué faltaba por perderse? Tirado ahí comencé a echar volados y recobré la fe en el país. Cada vez que le preguntaba al dios de la fortuna, acertaba a mi favor. "Todo estará bien", me repetí. "Dios aprieta pero no ahorca", recordé de mi abuela. En eso, empezó a lloviznar con un viento frío. Metí la moneda entre los dientes y apreté, apreté, apreté. El crujido que sobrevino no fue el de los huesos de Dios, como podrá usted mismo atestiguar, doctor. –

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