En su reciente encíclica Amoris laetitia (“La alegría del amor”), el papa Francisco anotó que “no todos los asuntos de carácter doctrinal, moral o pastoral deben ser resueltos con la intervención del magisterio” (es decir, de la autoridad eclesiástica). El oscilatorio y trepidatorio teólogo suizo Hans Küng –que ha debatido con energía en favor de la eutanasia y la teoría de la evolución, y contra el celibato sacerdotal– leyó en esas líneas papales una coincidencia con un problema esencial de su pensamiento y que le valió que la iglesia le retirase el permiso para enseñar teología: su crítica de la infalibilidad papal, esa decretada ineptitud para cometer errores que disfrutan los herederos de san Pedro. El padre Küng le escribió entonces al papa proponiéndole una discusión que Francisco aceptó de inmediato en un tono que Küng aplaudió públicamente.
Pero no temáis, que no habré de meterme en ese asunto que tiene en ascuas al Vaticano y al catolicismo. Si lo menciono es porque no hace mucho leí El heresiarca y compañía, libro del poeta Guillaume Apollinaire (al que ya me referí en otro escrito,) donde figura un relato que coincide con ese tema.
“La infalibilidad” tiene como protagonista al abate Delhonneau quien se aparece en Roma y solicita una entrevista privada con el papa en 1906. Es difícil, le explica el cardenal encargado de la agenda, pues el papa está muy atareado con las críticas a su infalibilidad que están haciendo los teólogos alemanes. Cuando Delhonneau sentencia que dudar de la infalibilidad es cosa de imprudentes y necios, el cardenal le otorga la cita.
Una vez ante el papa, el abate le dice que ha perdido la fe y que tiene la certidumbre de que los dogmas de la iglesia no tienen origen divino. Cuando el papa lo invita a aprovechar su visita a Roma para recobrar la fe perdida, Delhonneau respode que no, que ya ha hecho todo lo posible, en vano, y que a lo que vino es a pedirle que reconozca que el papado no es sino un montón de “falsedades sacralizadas”.
El papa, sorprendido, le pregunta entonces qué espera de él. Y el abate responde:
Santo Padre, usted posee un poder formidable: tiene usted el derecho a decretar qué es el bien y qué es el mal. Su infalibilidad –ese dogma incontestable toda vez que reposa sobre una realidad terrenal– le confiere un magisterio que no se puede contradecir. Usted puede imponer a los católicos la verdad o el error que usted escoja. ¡Sea pues bueno y humano! ¡Ordene ex cathedra que se disuelva el catolicismo! ¡Proclame que sus prácticas son supersticiosas! ¡Anuncie que el papel milenario y glorioso de la iglesia ha llegado a su fin! ¡Convierta estas verdades en dogma y reciba a cambio el reconocimiento de la humanidad entera! ¡Baje usted con dignidad de un trono basado en el error que usted domina y que nadie más podrá volver a ocupar si usted lo declara vacante para siempre!
Luego de escucharlo, el papa se levantó, salió del cuarto y mandó a un guardia que condujo al abate hacia la salida, cruzando las suntuosas galerías del Vaticano.
Hasta ahí, parecería que el abate anticipa la postura radical que, un siglo más tarde, continúa el padre Küng cuando dice “creo en Dios y en su Cristo, pero no creo en la iglesia”.
Mas en el relato de Apollinaire hay un final diferente: a unos meses de su entrevista con el papa, la Curia Romana crea un arzobispado con sede en Fontainebleau y nombra como arzobispo… al abate Delhonneau.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.