Mientras Vladimir Nabokov, a principios de la década del cincuenta del siglo pasado, daba sus lecciones de literaturas comparadas en la Universidad de Cornell, redactaba al mismo tiempo un manuscrito escabroso cuyo argumento podría resumirse en una frase: “Un cuarentón al que le gustan las niñas”. Mientras leía sus clases (siempre las leyó) en el austero campus, con detalladas disquisiciones sobre Jane Austen, Dickens, Stevenson, Tolstoi y Flaubert, tenía al mismo tiempo un temor: si alguno de sus formales estudiantes o cualquiera de sus sobrios colegas supieran que él se deleitaba en una historia de pedofilia explícita, habría un escándalo y perdería el puesto que le daba de comer. Por eso guardaba el manuscrito bajo llave, y por eso mismo varias veces, en momentos de angustia, lo quiso quemar. Cuenta la leyenda que Véra, su esposa, lo salvó de las llamas en una ocasión.
La escritura de Lolita duró desde el verano de 1949 hasta finales de 1953. Cuando al fin terminó la novela, pasó todo el año de 1954 tratando de convencer a las más importantes editoriales estadounidenses de que la publicaran, con seudónimo. Todos se negaron. Un editor, incluso, le llegó a decir que, en caso de publicarla, terminaría sus días en la cárcel. Un descorazonado Nabokov le envió la novela a un agente en París y allí, al fin, el editor Maurice Girodias, de Olympia Press, quien publicaba en su catálogo en inglés tanto folletines pornográficos como literatura erótica de calidad que no encontraba editor en Estados Unidos (Henry Miller entre ellos), se declaró dispuesto a editarla con una condición: el escritor debía firmarla con su propio nombre. Nabokov accedió y la novela apareció en París el 25 de septiembre de 1955.
Lo curioso es que la novela salió y nada pasó. Durante varios meses, silencio, indiferencia. Hasta que Graham Greene, en diciembre, la declaró una de las tres mejores novelas aparecidas ese año en inglés. Alertados por Greene, otros la leyeron, y la declararon una obra maestra o la condenaron por su inmoralidad. Gallimard se interesó en traducirla, pero el gobierno francés prohibió su publicación. Y como siempre ocurre, el escándalo la catapultó hacia la fama y el apoteósico éxito de ventas. Mientras en Europa Lolita se volvía un “caso”, en Estados Unidos el segundo libro de Nabokov en inglés, Pnin, anterior a Lolita, se empezó a vender bien. Y entonces al fin, en 1958, Putnam’s decidió publicarla en Estados Unidos, y Lolita estuvo durante seis meses en la cima de la lista de los bestsellers. Kubrick compró los derechos para hacer la película —con guión del mismo Nabokov—, y en 1959 aparecieron traducciones en todo el mundo. La primera española fue la de Buenos Aires, por Editorial Sur, el diez de junio de 1959, en la traducción de Enrique Tejedor. A partir de ahí, Nabokov se hizo rico, se retiró a vivir en un gran hotel en Suiza —el Palace de Montreux—, donde vivió hasta su muerte, pudo dejar de enseñar e incluso llegó a lamentar que Lolita fuera mucho más célebre que él.
Tal vez nunca se acabe de comprender que la ficción tiene muy poco que ver con la moral. La literatura, cuando tiene fuerza e imaginación, produce un gran placer, y quizá sea capaz de crear, o mejor, de revelar un mito. Así como Tirso de Molina descubrió el mito todavía vivo de don Juan, el conquistador insaciable, Vladimir Nabokov nos impuso algo que confusamente existía en nuestros cerebros y en la “realidad” (según Nabokov esta palabra sólo tiene sentido entre comillas): hay niñas, muchachitas impúberes o apenas pubescentes, jovencitas al borde de la adolescencia, que resultan perturbadoras, sexualmente inquietantes. Él las llamó nymphets, nínfulas en español, y así las definió: “Entre los límites temporales de los nueve y los catorce surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino de ninfas (o sea demoníaca): propongo llamar ‘nínfulas’ a esas criaturas escogidas”. Lo cierto es que hoy nadie las llama nínfulas ni nymphets, sino lolitas, y pocos hay que no las reconozcan.
Moral o no moral, el mito de Lolita expresa una verdad, y Nabokov —o la máscara del narrador puesta sobre su cara— nos la mostró en toda su crudeza con una gracia literaria inigualable, y mediante una historia sin medias tintas: el cuarentón Humbert Humbert seduce con engaños (se vuelve su padrastro con la sucia intención de poseerla) a una niña de doce años y seis meses, y mantiene con ella, durante un par de años de peregrinaciones por los Estados Unidos, una turbia, apasionada y enfermiza relación amorosa y carnal. Y esto, que en la realidad produciría oprobio e indignación, en la trama ficticia nos hace sonreír casi con complicidad.
Claro, así como Don Juan es arrastrado por su maldad al infierno en la obra de Tirso, también en la obra de Nabokov Humbert Humbert escribe su memoria desde la cárcel, a la espera de una condena ejemplar. El mismo prologuista (otra máscara) lo condena y lo salva a la vez: “es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral […], es anormal, no es un caballero. Pero con qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que nos entrega la fascinación del libro, al propio tiempo que abominamos de su autor”.
Sí, el libro fascina, a pesar de su trama escabrosa. ¿Por qué? Tal vez la clave esté en las mismas clases que Nabokov dictaba sobre la gran novela europea del xix, al mismo tiempo que escribía su obra: “La calidad de una novela está dada por la convergencia de la precisión de la poesía y la intuición de la ciencia”. Entomólogo de renombre (pasaba horas ante el microscopio estudiando los órganos sexuales de las mariposas), el escritor ruso-americano estaba fascinado por los detalles, por los juegos verbales y por las doctas alusiones literarias. Un buen lector de Lolita, en cierto sentido, debe hacer uso, por fuerza, de una especie de microscopio literario: tal es el cúmulo de sus sentidos, juegos y alusiones. La gracia de Lolita se resuelve toda en el lenguaje y en los detalles exhaustivos de la estupenda narración.
La gran obra de Nabokov, que sigue hoy tan viva como hace 50 años, y al paso que va se convertirá en un clásico, ha sido objeto de miles de interpretaciones. Una de las más comunes habla de “la vieja Europa que viola a la joven América”. Si en la gran novela angloamericana de principios del siglo XX —piénsese por ejemplo en Henry James— las puras doncellas de ese nuevo país inmaculado, Estados Unidos, viajaban a Europa para caer en las mugrosas garras de un depravado pecador del Viejo Mundo, en Lolita el pecado se inocula en el propio territorio americano y el veneno va siendo segregado on the road, en un típico viaje por carretera. El depravado europeo, Humbert Humbert, seduce y corrompe a la niña americana en su propia casa, aunque ésta no resulta ser tan inocente como se pensaba. Por eso el mismo Nabokov invirtió la definición: “La joven América pervirtiendo a la vieja Europa”.
Hay otra conclusión, quizá menos erudita, pero más satisfactoria. Es posible que Lolita sea, simplemente, una adolorida historia de amor no correspondido. El pobre Humbert Humbert lleva tres años buscándola como un ánima en pena y cuando al fin la encuentra (una matrona de 17 años, embarazada, idéntica a su madre), Dolly lo mira con indiferencia:
“Me observó como haciéndose cargo del hecho increíble, y de algún modo tedioso, confuso, innecesario, de que ese valetudinario distante, elegante, esbelto, cuarentón, de chaqueta de terciopelo, que estaba sentado junto a ella, había conocido y adorado cada poro y folículo de su cuerpo. En sus ojos lavados y grises nuestros pobres amores se reflejaron un instante, y fueron valorados y descartados como cosa aburrida, como una reunión pesada o un picnic con lluvia al que sólo los tipos más aburridos hubieran acudido, como un pedazo de barro seco en que se aterronara su niñez”.
Lo que alguien vive en primera persona como la más apasionada historia de amor, capaz incluso de generar un libro entero de obsesiones, celos y remembranzas (y no otra cosa es Lolita), puede representar para la otra persona tan sólo un terrón de barro seco al que basta pisar para que se vuelva polvo y nada más.
Para quienes leímos Lolita hace ya mucho tiempo, releerla ahora puede ser una experiencia arrasadora. Los sentidos múltiples de la novela explotan iridisados, como rayos del sol a través de una lluvia mágica de insinuaciones. Subsiste un mismo peligro que siempre acecha, en la propia lectura y en la de cualquier otro: que una resistencia moral mojigata nos impida disfrutar la calidad literaria, la infinita delicia de la escritura. Para ese peligro, Groucho Marx encontró un simpático antídoto, cuando Lolita se publicó en Estados Unidos: “Voy a leer Lolita dentro de seis años, cuando la niña cumpla 18″. Ahora que han pasado 50 y Lolita llega a una alegre madurez, ya ningún lector podrá sentirse pecador si también se enamora de Lolita. –
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