Sin pena ni gloria pasó el decimocuarto aniversario del inicio de la huelga estudiantil de 1999 en la UNAM. Aunque el día anterior a la fecha, el viernes 19 de abril, un grupo de no más de veinte jóvenes encapuchados tomaron la torre de la Rectoría argumentando cierta relación con eventos en el CCH Naucalpan, a nadie se le ha ocurrido aún hacer referencias públicas al movimiento que hace 14 años mantuvo cerrada a la UNAM durante casi 10 meses. Por un lado, es una buena noticia; si esta última toma de Rectoría no provoca mayores asociaciones con la huelga de 1999, quiere decir que algo queda de la sustancia de dicho movimiento que la distingue claramente de lo que a todas luces es un mero acto desesperado contra la comunidad universitaria. Sin embargo, creo que somos precisamente los que fuimos parte del movimiento estudiantil hace 14 años los que deberíamos traer a colación los eventos de entonces para tratar de explicar cómo es posible que un grupo sin propuesta, estrategia ni arraigo en la comunidad se haya sentido capaz de llevar a cabo esta lamentable acción.
Empecemos, como siempre, por lo más obvio. Si se piensa que el grupo que tomó la Rectoría, que es el mismo que tomó la Dirección General del CCH y quemó la dirección del CCH Naucalpan, es una pandilla de provocadores desvinculados de la comunidad universitaria y aliados de intereses oscuros, no queda más que deslindarse de la manera más clara y contundente. Basta ya de medias tintas y declaraciones que aluden a cierta provocación contra la UNAM sin atreverse a señalar decididamente a quienes, posesionados de las instalaciones universitarias, serían innegablemente sus ejecutores.
Un escalón más abajo del discurso de la provocación están los argumentos tipo “tienen buenas intenciones, pero se equivocan en sus planteamientos y/o en sus métodos.” Con ello se pretende establecer una especie de campo de fuerza contra la “represión” por actos sancionables bajo la legislación universitaria y las disposiciones civiles y penales. Esa me parece que es precisamente la herencia más perniciosa del movimiento de 1999. La idea de que cualquier invocación a los males del tan llevado y traído “neoliberalismo” y al “autoritarismo” en las estructuras de gobierno de la UNAM proporciona una base indiscutible de legitimidad para cualquier acción de protesta contra las autoridades y que, en todo caso, lo que hay que discutir (no criticar, no se vayan a ofender los compas) son los tiempos, las modalidades, el contexto, etcétera.
En 1999, miles de estudiantes de la UNAM pasamos meses discutiendo los puntos más finos de nuestro rechazo al alza de cuotas y tratando de llevar esa discusión a los órganos de gobierno de la universidad, los cuales permanecieron atrincherados en sedes que ni siquiera eran las propias (recuérdese la aprobación de los cambios al reglamento de pagos en la sede blindada del Instituto Nacional de Cardiología). La innegable verdad de que nuestro movimiento terminó aislado y derrotado desde dentro tiene su contraparte en la verdad indiscutible de que nuestros argumentos en contra del alza de cuotas recibieron un apoyo masivo no sólo en la UNAM, sino en varios sectores de la sociedad.
El rechazo a las cuotas fue tan exitoso precisamente porque reivindicaba una función de la universidad que le proporciona una gran legitimidad. La universidad pública y gratuita es, por sobre todas las cosas, un factor de movilidad social. Es la esperanza de las clases populares de que sus hijos e hijas puedan recibir una formación profesional que les permita aspirar a un nivel de vida más alto. Eso es lo maravillosamente pequeño-burgués de la UNAM. En mi cuadra de la muy proletaria zona de Aragón, en el D.F., nadie envió a sus hijos a la UNAM (o a la UAM o al Poli) a desarrollar el pensamiento crítico ni a instruirse en las verdades revolucionarias. Los enviaron a que se hicieran “licenciados” (en cualquiera de sus modalidades), ingenieros o doctores, para que luego algunos de ellos volvieran a la colonia con sus brillantes títulos universitarios que colgaban en sus modestos consultorios médicos y odontológicos, en los bufetes de abogados picapleitos o en las vitrinas que ofrecían hacer las declaraciones de impuestos.
Ese inmaculado mundo de la justicia social nacionalista-revolucionaria (o peronista, aprista, varguista, según sea el caso) es el que estaba en riesgo con la tecnocrática reducción al financiamiento de las universidades públicas, y es el mundo que decidimos defender con la huelga de 1999. Los que así pensábamos nos habíamos tomado muy a pecho la frase inmortal de Salvador Allende: “la revolución no pasa por las universidades. La revolución la hacen los trabajadores”. Tarde nos dimos cuenta de que estábamos en franca minoría; para muchos más la UNAM ni siquiera era una institución que proporciona (idealmente) una educación balanceada entre el pensamiento crítico-humanista y la obtención de habilidades profesionales, sino un baluarte de la insurrección.
Nuestro error de apreciación tuvo graves consecuencias; perdimos toda capacidad de influir en el movimiento, que se infló de demandas inverosímiles, y contribuimos a poner a la UNAM al borde del abismo. La mayor penitencia es ver que esa misma derrota se sigue escenificando todos los días. El movimiento estudiantil nunca pudo reconstruir un lenguaje para el diálogo público en el que cada término no sea un absoluto colapsado sobre sí mismo. Por ejemplo, ya nadie sabe a qué se refiere la palabra “neoliberalismo”, pero seguramente es algo muy malo porque invocarla inevitablemente cancela el debate. Con la función de movilidad social preservada en la UNAM, la atención debiera dirigirse a los factores extra-universitarios que impiden concretarla, la falta de empleos para los recién egresados principalmente. Aunque desde 2001 los zapatistas nos propusieron salir a luchar fuera de la universidad, hay muchos que se aferran en soñar con hacer la revolución desde la torre tomada de Rectoría. Con ellos me parece que ya no hay diálogo posible, tan solo el deseo de que estén conscientes de las posibles consecuencias de sus actos.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.