Es difícil conocer en una sola vida el infinito repertorio de marrullerías que los mexicanos empleamos a diario en el trato social, pero con la experiencia y la observación de nuestro carácter uno aprende a detectar las más recurrentes. Cuando el solicitante de un favor quiere obligarnos a cederle tiempo, dinero o trabajo, se dirige a nosotros en los términos más comedidos y zalameros, pero ese trato reverencial no presupone el respeto a nuestro albedrío: más bien busca nulificarlo. Si una obsequiosa maestra de literatura me invita a dar una charla gratuita en un CCH, y a pesar de sus alabanzas yo me niego a regalar mi trabajo, sé que me guardará un rencor eterno, porque la quema de incienso previa era solo una artimaña para nulificar mi voluntad. Su venganza, entonces, consistirá en tildarme de mamón y engreído, porque en México el no es una palabra mucho más hiriente que las mentadas de madre y quien la pronuncia a menudo se hace fama de ogro. Lo anterior me sucedió en fecha reciente y la maestra en cuestión quedó tan resentida conmigo que azuzó a sus alumnos en mi contra y ahora me tildan en Facebook de “pinche intelectual huevón”. Más vale, entonces, ignorar ese tipo de invitaciones, pues si me tomo la molestia de justificar la negativa con una excusa real o inventada (viaje, enfermedad, exceso de chamba), de cualquier modo mi respuesta le parecerá mezquina o grosera al solicitante del abusivo favor, pues todo el mundo cree que los escritores, como los abogados y los médicos, tenemos el deber social de prestar servicios gratuitos.
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.