Usuario y artefacto: ¿quién es el accesorio?

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Imaginemos un mundo en el que nunca más volvamos a perdernos ni en el espacio ni en el tiempo. Un mundo en el que no exista el olvido ni la ignorancia, un mundo donde no sea necesario pedir indicaciones ni buscar entretenimiento, estimulo o diversión en el entorno ya que todo estará al alcance de nuestros dedos. Como sabemos, ese mundo comienza a tomar forma en la tecnoutopía que desean construir los fabricantes de smartphones y demás dispositivos portátiles de comunicación e información.

Los teléfonos inteligentes tienen casi quince años en el mercado, desde la aparición del Nokia 9000, ofreciendo aparte de un sistema convencional de comunicación, plataformas de cómputo móvil con varios usos. En el mundo de los negocios y las corporaciones el Blackberry ha ofrecido su servicio de push email desde 2002. Estos dispositivos se caracterizaban por que su seducción se enfocaba a usos pragmáticos dentro del mundo laboral y si bien se insertaron en la vida privada de millones de usuarios siempre conservaban un ethos corporativo. El iPhone aparece en 2007 con la singularidad de que no trataba de hacerse pasar por un “asistente personalizado” sino que era un artefacto cálido e íntimo, que aunque podía ser tan útil como un Blackberry, lo que en realidad prometía era una relación personal con el usuario.

Como sabemos el iPhone tienen una pantalla de tacto y un teclado virtual, cuenta con una cámara (dos en su más reciente versión) de fotos y video, un aparato para tocar música y video (media player), un navegador, conectividad wifi y navegación GPS. Pero sobre todo el atractivo son las 134,000 apps o aplicaciones para cualquier actividad imaginable que se encuentran disponibles en el Apple App store al momento de escribir esto. A pesar de su alto costo y del servicio mensual que requiere, se han vendido 34.3 millones de iPhones en el mundo. Si bien esta cifra es tan sólo el 0.5% de la población del planeta, no es una exageración considerar que el mundo está siendo transformado por una oleada de cibernautas permanentemente conectados a la red, por gente que a donde quiera que va cuenta con una extensión de la mente que, con un mínimo de habilidad, puede auxiliarle a resolver toda clase de acertijos, desde saber elegir un vino y calcular la propina perfecta hasta solucionar ecuaciones diferenciales e identificar cualquier oscura referencia a Star Wars. Nunca más tendremos que avergonzarnos por no haber leído el Ulises, de Joyce, o a Orhan Pamuk; por no saber como cocinar mejillones o ignorar lo qué pasó en Jasenovac; por desconocer cual es la capital de Tajikistán o creer que Death Cab for Cutie es una enfermedad venérea. Google en el bolsillo atribuye una especie de omnisciencia pop. En cierta forma esto es lo más cercano a aquel delirante Internet intercraneal con que soñábamos a finales del siglo pasado.

Todos sabemos que no se debe confundir volumen e inmediatez de la información con conocimiento. Convertirnos en cyborgs al expandir la mente con un dispositivo externo como el iPhone nos hará hábiles conversadores pero debilitará algunas de nuestras habilidades y recursos mentales, el más obvio: cada día sabemos menos números telefónicos. Al cargar en el bolsillo un dispositivo con GPS podemos localizar una carnicería inmediatamente pero también nos convertimos en blancos móviles para autoridades civiles y militares, y en compradores zombies para los anunciantes.

El iPad por su parte está diseñado para leer, consumir todas formas de medios posibles y como escape lúdico. En buena medida es un iPhone superzised que no sirve para hacer llamadas telefónicas pero en cambio promete revolucionar la manera en que usamos computadoras, romper con el viejo legado de la era preinternet y con la noción de que la computadora es una máquina estática con capacidad de almacenaje limitado. Los aparatos de Apple tienen la curiosa característica de ofrecer una gran libertad al romper con las rígidas nociones del uso de interfaces con que hemos vivido desde hace décadas pero a la vez imponen un sistema cerrado monopólico y un control centralizado que obliga al usuario a comprar aplicaciones únicamente en su propia tienda.

Pero sin duda la mayor ansiedad que provocan el iPhone y el iPad es la nueva relación que imponen con la lectura, con esa técnica de adquisición de conocimiento e información que desde hace más de 5000 años hemos asimilado, lenta y dolorosamente, y que ha conformado la cultura humana. La lectura no es una actividad natural, el cerebro no evolucionó para leer, por lo que al volvernos lectores transformamos nuestras redes neurales de manera definitiva, gracias a la enorme plasticidad de ese órgano. Esta es una transformación cyborgiana de la mente que nos permite no solamente descifrar y comunicarnos mediante signos impresos sino que nos hace desarrollar una asombrosa capacidad de ir más allá de la decodificación del texto al estimular la generación de ideas propias, lo cual, de acuerdo con la Dra. Maryanne Wolf (autora de Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain), es el corazón del proceso de lectura.

El temor que podemos sentir hoy respecto de estas máquinas de conocimiento no es tan diferente del rechazo que tenía Sócrates por la escritura, a la que él veía como una amenaza que haría creer a los jóvenes que simplemente con leer un texto podrían acceder a la sabiduría. Para Sócrates no era posible aprender sin cuestionar, debatir y analizar, por lo que la lectura no podía ser suficiente. No obstante, estamos en un momento en que adoptamos métodos de trabajo e interacción que tan sólo son posibles gracias a las tecnologías digitales de información como el multitasking o realizar múltiples tareas simultáneamente, la integración instantánea de diferentes bases de datos, la vertiginosa capacidad de procesar, organizar y priorizar información, así como la gran variedad de posibilidades de comunicación, de socializar y de colaborar a distancia. Es probable que estas habilidades demuestren ser extremadamente valiosas en el futuro inmediato.

Estamos rodeados de máquinas y tecnologías cada vez más ingeniosas que a menudo nos hacen creer que son inteligentes y que tienen consciencia. Por suerte o desgracia aún no vivimos en ese mundo. La digitalización de la cultura es un proceso cyborgiano que hemos adoptado voluntariamente y del cual no hay marcha atrás. La cyberevolución que supuestamente nos llevará a la tecnoutopía no es un fenómeno autodeterminado ni autogenerado sino un proceso que debemos controlar para impedir convertirnos en accesorios de nuestros artefactos.

– Naief Yehya

(Imagen tomada de aquí)

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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