Viaje al país de los centauros

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I.
     El siglo xx en las letras de México ha sido rico en géneros y generaciones. La poesía lírica, espina dorsal de la tradición en la literatura mexicana, forma desde luego una de las líneas centrales —con las obras de López Velarde, Villaurrutia, Gorostiza, Reyes y Octavio Paz, por citar los nombres más evidentes.
La narrativa no ha ido a la zaga, y ya sea por la puerta del realismo (Azuela, Romero, Rulfo, Garibay, García Ponce, Fuentes, Pacheco, Pitol, Spota, Aguilar Camín) o por la de la fabulación inventiva y sensitiva (Torri, Monterroso, Arreola, Elizondo, Melo, Arredondo), la descripción del mundo y sus sueños ha cristalizado en obras de calidad y consistencia que han sabido inventarse un público.
     Pero quizá la verdadera novedad de la literatura mexicana del siglo XX ha sido el florecimiento del ensayo en sus más diversos géneros. Si a principios de siglo todavía se podía hablar de una ausencia o debilidad de la crítica literaria en México y de una pobreza del género ensayístico, a finales de la centuria la situación es muy otra. A las obras originarias y fundadoras de Alfonso Reyes y de Octavio Paz —los grandes poetas/ensayistas, las dos figuras en que se cifra la literatura mexicana del siglo XX— han de añadirse los ensayos y empresas críticas de una nómina vasta y abigarrada que va desde Jorge Cuesta hasta Alejandro Rossi y Ramón Xirau, desde Salvador Novo y Juan José Arreola hasta Fabio Morábito y Francisco Segovia y desde Jaime Torres Bodet, Augusto Monterroso, Gabriel Zaid y Antonio Alatorre hasta Carlos Fuentes, José Luis Martínez, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Emmanuel Carballo, Carlos Monsiváis, Jorge Aguilar Mora, José María Pérez Gay, Sergio Pitol, Enrique Krauze, Roger Bartra, Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez, por mencionar algunos. Quizás una de las razones de la riqueza y acopio del género ensayístico entre nosotros se puede encontrar en la convivencia y recíproco ascendiente de los grandes ensayistas literarios (como Alfonso Reyes, Jorge Cuesta u Octavio Paz) y de los historiadores herederos y protagonistas de una tradición no menos diversa, viva y activa: la histórica, representada por Edmundo O'Gorman, Daniel Cosío Villegas, Silvio Zavala, Luis Villoro, Luis González, entre otros.
     II.
     En diversas ocasiones entre 1990 y el año corriente he colaborado con el Fonca como tutor para jóvenes creadores en el área de ensayo. He leído sus trabajos y los he visto desarrollarse, pero sobre todo hemos conversado y dialogado, intercambiado voces, letras y lecturas dentro y fuera de las sesiones previstas oficialmente. Este conjunto de autores relativamente jóvenes, que en algunos casos han publicado libros y en todos artículos, reseñas y ensayos en periódicos y revistas, puede dar una idea de algunos de los rumbos que sigue en México el ensayo en estos años. Transcribo a continuación algunos de los apuntes que sobre ellos he consignado en mi cuaderno. Aunque todos —salvo los de la última hornada— han concluido formalmente sus proyectos, no todos han satisfecho su exigencia de perfección ni todos han tenido la misma fortuna con los editores.
     III.
     Omega centauro
     Héctor Orestes Aguilar (1963), Hugo Diego Blanco (1959), Pablo Soler Frost (1965), Carlos Tello Díaz (1962), Fernando Vizcayno Guerra (1963), practican cada uno variedades del ensayo donde el juego de la historia y de la fábula catalizan ópticas y soluciones críticas.
     El conocimiento de la cultura de la lengua alemana —en particular la austriaca—, la pasión por la historia de México y del mundo y el rigor en la construcción perfilan a H. O. Aguilar como un autor capaz de poner a México en el mundo y al mundo en México, según despliega, por ejemplo, su ensayo sobre los últimos años de Vasconcelos y la revista Timón. Que Europa, sus raptos, sueños y conflictos no le es ajena a Héctor Orestes lo hacen ver sus crónicas literarias sobre autores de raigambre germánica que en algo recuerdan al José María Pérez Gay de El impulso perdido. Aguilar sabe departir con el lector entre los rigores de la investigación crítica y los apremios de la caridad vulgarizadora. El resultado es una escritura tersa y, con todo, preñada de reminiscencias. Otra lección activa de comparatismo la ha ido dando Hugo Diego Blanco en sus diversos libros sobre China, Oriente, los jesuitas novohispanos, la Biblioteca Palafoxiana, y, en general, sobre ese encuentro de culturas (la oriental y la occidental) que se dio y se sigue dando en México. La inteligencia literaria de Hugo Diego Blanco hace pensar que no sólo los chinos saben leer la hora en los ojos de los gatos. Las esferas de la paciencia (título de uno de sus libros) también fulguran entre nosotros. Blanco es lector de Eliot Weinberger y, como él, sabe que a veces los tigres no son de papel. Otra variedad de la inteligencia literaria la representa Pablo Soler Frost, joven y madura pluma que atraviesa con destreza y vivacidad las fronteras entre narración y poesía, crónica y ensayo. En él, la pasión por la exactitud intelectual y el entusiasmo por los caminos no trillados —para no hablar de su tránsito entre las lenguas (empezando por el alemán) y las sendas errantes del bosque— cristalizan en páginas donde la poesía y las ideas celebran una nueva alianza. Amén de una obra creciente, Soler ha ido creando un idioma que nunca declina la autocrítica, para hacer honor a sus maestros: Jorge Luis Borges, Ernest Jünger, Salvador Elizondo. Es la suya una de las inteligencias literarias más puras y mejor dotadas entre las de su generación y aun entre las de otras.
     En la encrucijada de la historia y la crónica, la memoria pública y la privada, Carlos Tello Díaz es autor de El exilio: un retrato de familia, libro-imán donde las historias familiar y nacional convergen elegantemente y parecen renacer en un continente narrativo de brío y plasticidad poco comunes: ahí se da el camino de regreso desde la historia de bronce hasta el regazo de la historia madre en un esfuerzo bien logrado por recobrar los edenes del Antiguo Régimen desde las cenizas de la historia. El libro de Tello es un ejemplo de cómo los papeles de familia son susceptibles de acrisolar una obra literaria.
     Otra historia en cierto modo familiar es la que desgrana Fernando Vizcayno Guerra (1963) en el estudio La razón ardiente. Biografía política de Octavio Paz, donde reconstruye el itinerario crítico del autor de Himno entre ruinas. Al restituir paso a paso los caminos polémicos del gran poeta mexicano, Vizcayno demuestra que, más allá de su obra y de su personaje público, Paz llegó a fraguar desde sí mismo un espacio de encuentro de las armas y de las letras no sólo en México sino aun en todo el orbe hispanoamericano. Aunque no se publicó en México, el libro de Vizcayno es ya una referencia ineludible para todos los estudios.
     La utopía devastada, el resurgimiento de la cultura entre las ruinas de la civilización, el trasmundo visionario, las fábulas de la religión, la excentricidad de la inteligencia que ha visitado los infiernos y vuelve de ellos —he ahí algunos de los rasgos de la ensayística narrativa de Mauricio Molina, novelista parabólico.
     Alfa centauro
     Encontrar a los ensayistas es llegar a un oasis: me dicen tutor pero soy más bien su compañero. Como nos hemos reunido ya en otras sesiones no oficiales, el grupo trabaja con un aire más libre y suelto. Los seis ensayistas (cinco ensayistas y una observadora, es decir un lector), siete con el tutor, no se llevan mal entre sí; y como tenemos un oyente, no nos sentimos demasiado lejos de Juan de Mairena.
     Ensayista y diestro lector, José Antonio Aguilar Rivera (México, 1968) es un joven fuerte que ha sabido fraguar un paquete apócrifo de Cartas mexicanas de Alexis de Tocqueville. Alegre y con leves tornasoles sarcásticos, es politólogo de formación, estudió en Chicago y sus fuentes, bien sedimentadas, son inglesas y, en particular, usamericanas. En su ensayo sobre Tocqueville se da una rara alianza entre historia y literatura; un juego vertiginoso pero bien sedimentado de sucesivos apócrifos, una astuta sátira de la inteligencia francesa y un coqueto desencanto del México liberal idealizado por la añorante bobería. Hay en su perfil intelectual dos rasgos que dominan la fisonomía intelectual de esta generación de ensayistas (“ensañistas”, nos llaman los otros creadores): curiosidad, fruición crítica ante los puntos de vista ajenos y un deportivo desprendimiento ante el juego de las ideas.
     Otro perfil es el de Gabriel Bernal (México, 1973): nariz recta, casi angulosa y grandes, sagaces ojos claros, boca delgada, tiene algo naturalmente noble y aristocrático. Su apariencia no desentona con los asuntos que su inteligencia sujeta para ensayar: Edgar Allan Poe y el nacimiento del poema en prosa. Lector de San Agustín y traductor de poesía inglesa, amigo de Mandorla, Bernal mueve un idioma lúcido y cincelado. Si la sintaxis de Rivera es a la vez discursiva en un sentido cronista e histórico y sus asociaciones no están exentas de cierta atracción por el dato material, la de Bernal Granados es contenida y en sus pausas resuenan reminiscencias de la sintaxis de Coleridge o de De Quincey. Es lector y traductor de Guy Davenport y de su Geografía de la imaginación. Para Bernal el ensayo parece la vía más segura de acceder al conocimiento de la palabra y por la palabra: cuanto más aterciopelada y hedonista es su andadura, tanto más grave y solemne, tanto más dolorosa e incisiva. También escribe aforismos. Algo me recuerda en su fisonomía intelectual al serpentino y agudo Jaime Moreno Villarreal. Bernal es otro maestro silencioso y eficaz del que todos aprendemos.
     A Graciela Martínez Zalce (México, 1962) también le interesa la geografía: quiere tender una red de asociaciones literarias y fílmicas entre Montreal, Quebec y México. A esta lectora de Paul Auster, al que conoce y ha entrevistado, le interesa el cine y la filosofía de la cultura, la novela moderna y las artes plásticas. Tiene la velocidad y la discreción de la ardilla. Es graciosa e inquieta, con una cierta, espontánea, facundia. Fue secretaria y amanuense de Juan García Ponce durante varios años y ha colaborado en la redacción de no pocos libros y revistas. Como Rivera con el CIDE, ella tiene nexos con el mundo universitario y trabaja, de hecho, en el Centro Universitario para Relaciones México-Norteamérica. Versátil, polimorfa y vital, Graciela no pierde el hilo en el laberinto de sus intereses y pasiones y para ello la ayuda una lámpara que lleva a todas partes: el sentido del humor. Su escritura cruza fronteras y géneros, su curiosidad la ha llevado a hacerse de un equipaje intelectual que la hará sentirse cómoda en cualquier sitio del mundo.
     Maricarmen Sánchez Ambriz (México, 1970), alta y de pelo lacio claro, es dueña de un humor contemplativo que la lleva a la crítica literaria como a una vocación y no a un episodio. Su aparente timidez es acaso una pudorosa forma de afirmar sus audacias y travesuras. La atraen vertiginosamente la poesía y el idioma elaborado de la gran literatura. Al igual que María Zambrano, Octavio Paz y Carlos Monsiváis, es alurófila: ama a los gatos. Piensa y siente. ¿Extraña que haya enderezado susbaterías hacia María Luisa Bombal, la legendaria autora de La amortajada? Quizá Maricarmen —la felina Ambriz— sea la más recatada de sus colegas; también por eso mismo es, quizá, la más ávida y perceptiva. Su ensayo ha salido del quicio de la monografía y busca la evocación biográfica, el paisaje interior. Tiene, además, auténtico talento periodístico e inteligente pasión crítica por el mundo.

Gabriel Rafael Calva (Puebla, 1972), moreno y marino, el pulcro y parco analista, viene de las matemáticas aplicadas y se está recibiendo con una tesina titulada Un acercamiento no estándar a la probabilidad, que acaso no hubiesen desdeñado los discípulos de Leibnitz y Pascal. Sin embargo, le interesan las letras cada vez más, al punto de que piensa muy en serio dejar de lado una prometedora carrera en las ciencias exactas para dedicarse, aún no sabe cómo, a esas otras variedades de la exactitud que abrigan la poesía y la literatura.

Escribe sobre José Emilio Pacheco y la ciudad real e imaginaria. Piensa, redacta, escribe y reescribe; al igual que los otros “ensañistas”, tiene la humildad del aprendiz que está dispuesto a ensayar nuevas técnicas. Hay en su escritura un elemento esencial: el fervor que infunde a cuanto toca un resplandor inteligente y cordial. Es un lector minucioso que vigila las frases y giros de José Emilio Pacheco con la misma preocupación absorta y vigilante con que un físico verifica la consistencia de una ecuación algebraica. Tiene una aguda conciencia del abismo que separa el idioma hablado y la lengua escrita. Sé que él nunca perderá el norte: así me lo anuncia la amorosa constancia que dedica a sus trabajos.
     Soy afortunado. Mis compañeros de viaje por el delta del ensayo me aseguran una luminosa travesía. Al final, Mairena triunfa y terminamos siendo dos los oyentes.
     Beta centauro
     Ante la mirada de los ensayistas más jóvenes, el ensayo mexicano despliega varias comarcas, tradiciones y regiones genéricas, como son por ejemplo las asociadas a la historia de las mentalidades, a la de las ideas y a la de la literatura. Precisamente a estas líneas pertenecen los ensayistas de la generación de Jóvenes Creadores 1998, cuyo común denominador, aparte del compartido ensayo, parece ser la historia. Historia de las mentalidades en el caso de Beatriz Alcubierre: Una galería porfiriana. Historia de las ideas y de las utopías en Mónica Bernal: La otra luna. Historia de la literatura en el caso de Juan Antonio Rosado: Nunca es bueno robar una miseria, y Bruno Hernández Piché: Los días del presente perpetuo, un ensayo sobre Sergio Pitol. Los cuatro responden de diversa forma a la misma pregunta ineludible: ¿cómo despertar una escritura ensayística, inspirada de una forma u otra en la historia, sin desmayarse en las redes de la prosa profesora? ¿Cómo sazonar la historia para que no sean ni estética ni intelectualmente insípidos sus cuentos? La respuesta está en el rostro: en la forma en que buscan la cara personal del asunto y, al buscarla, dan con su sensibilidad la propia cara. Ese juego del rostro es a todas luces manifiesto en el ensayo de Beatriz Alcubierre, donde la prosa ensayista delinea los semblantes de la infancia en el pasado fin de siglo y, al hacerlo, fija de reojo una imagen de los valores y creencias de aquella época tan lejana y tan próxima. Otros rostros del tiempo mexicano son los que dibujan Juan Antonio Rosado y Bruno Hernández Piché: el primero mira al siglo XIX mexicano a través de algunas novelas emblemáticas como Los bandidos de Río Frío y Astucia, que han sabido amueblar la memoria costumbrista; el segundo cifra una porción del siglo XX nacional en la figura de un narrador y ensayista: Sergio Pitol. La inestabilidad social y política, la corrupción, el bandidaje, las costumbres y el costumbrismo, el paisaje de la cultura rural y esa suerte de épica paradójica a que en el México del XIX (y quizá aun en los del XX y el XXI, ¿no?) llevaba la decisión civil de la democracia son algunos de los naipes que Rosado baraja en su canasta mexicana. La modernidad y sus procesos también preocupan al sagaz Bruno Hernández Piché: el cosmopolitismo, la transculturación, el incesante examen de conciencia a que se vio sometida una generación a caballo entre dos épocas (la del apogeo nacionalista y la de su crisis) y dos o más mundos (el nacional, el europeo y el usamericano) han encontrado en la obra y en la autobiografía literaria de Sergio Pitol un escenario particularmente propicio para despejar esos contradictorios pulsos. Hernández Piché va tras los pasos de Sergio Pitol y de su generación y logra transformarse en un verdadero arqueólogo del pasado inmediato. Sabe que no hay nada tan esquivo como las ruinas del ayer. Al igual que Pablo Soler, Gabriel Bernal y Héctor Ayala, Bruno Hernández Piché es dueño de una rara y natural inteligencia literaria. Improvisa con exactitud y rara vez se le escapan sin un preciso alfileretazo los lepidópteros y coleópteros literarios que solicitan su juicio. Quizás algo tiene que ver con Alejandro Rossi, uno de los autores que guían sus pasos.
     Mónica Bernal también ensaya iluminada por la luz de la memoria. En su caso, memoria de la cultura, de las letras y de las ideas: la luna como escenario de la sátira y sede de la antiutopía, la literatura fantástica como teatro de la crítica social a través de las obras de Luciano de Samosata, Ludovico Ariosto, Cyrano de Bergerac e Italo Calvino, entre otros. La prístina vocación literaria de Mónica Bernal se advierte en su agilidad para reconocer y descomponer en los textos la veta del placer, la ironía y el humor y en su capacidad para transmitir con inteligencia esos deleites. Mónica Bernal va desplazando el umbral de la fruición intelectual hacia la hondura de un metabolismo singular. Escritora precoz, es una de las inteligencias aquí mejor preparadas para madurar.
     Beatriz Alcubierre (1971), Juan Antonio Rosado (1964), Bruno Hernández Piché (1970) y Mónica Bernal (1970), saben leer los labios mudos de la historia y ascender con una sonrisa desde la biblioteca hasta el mirador que domina el paisaje y sus correspondencias. Así termina aprendiz el que empezó tutor.
     Última centauro
     Tatiana Aguilar-Bay (1964), Héctor Ayala (1972), Armando González Torres (1964) y María Teresa Meneses (1963) configuran la generación de jóvenes becarios en el área de ensayo correspondiente a 1999. En mi código personal, los he bautizado Última centauro, como la estrella esquiva de esa constelación. ¿Cómo, en efecto, definir su trabajo de conjunto —pues ellos configuran en efecto un grupo sin grupo— sin dejar de hacer justicia a cada uno? Digamos, sin ir más allá, que no son nuestros ensayistas solitarias islas a la deriva. Quizás aun sin saberlo ellos, configuran un archipiélago donde es posible descifrar —como en un libro profético— algunos de los futuros de las letras ensayistas de México.
     Así como algunos lugares parecen tener alma, se diría que cada época, cada calendario cultural posee también un genio propio. ¿Cómo es el espíritu del tiempo que caracteriza a nuestra edad mutante? ¿Puede espigarse entre las letras alguna clave donde resuene mejor el híbrido y abigarrado diapasón de nuestra hora?
     No es casual el florecimiento de la escritura ensayística en el orbe plenario de las principales lenguas occidentales. Acaso el espíritu crítico de nuestra edad sin sosiego se capta mejor en el nuevo coloquio de los centauros —digo: de los ensayos. Esa comarca de la América Española llamada México no es —qué va— una excepción. La América mexicana, como la llamó Humboldt, alcanza a estas alturas del siglo que pasamos un punto de sazón en todos los órdenes literarios. Pero quizás es en el ensayo —expresión algo abandonada en los albores de nuestras letras— donde ese grado de madurez y plenitud se trasluce con mayor intensidad. No es ésta la página que recogerá el poblado catálogo del ensayismo finisecular mexicano. Conviene, empero, tener presente que la precoz pléyade que aquí se presenta —junto con las antes mencionadas— no surge de la nada, no irrumpe como un milagro, que su brillo y brío ha de explicarse desde los contactos binoculares, de un lado, del florecimiento ubicuo y epocal; del otro, por la vía metálica y consistente por la que corre el airoso tren de la ensayística mexicana contemporánea.
     El asunto sujeto por Tatiana Aguilar-Bay es el de la poesía provenzal, el surgimiento del concepto y ejercicio del amor que irá preparando el terreno para la aparición del Dante; de paso, la restitución de aquella Europa luminosa donde la jovial, gaya ciencia del Amor encarnada en el poema campeaba infundiendo en cortes y sociedades ideas tan revolucionarias como la de los derechos de la mujer o la invención de esa institución decisiva de la modernidad: la figura del autor. Investigación de primera mano, poder de síntesis e inteligencia para leer los signos de la historia cultural son algunas de las prendas que realzan su tarea.
     Al igual que Tatiana Aguilar-Bay, que ha publicado un libro sobre el Lenguaje en el primer Heidegger (por cierto prologado por Ramón Xirau), Héctor J. Ayala viene de la filosofía: él acomete aquí un proyecto radical: Los impublicables compendia un haz de ejercicios donde la idea y la práctica del ensayo se renuevan en las fraguas del humor, acidulada vivacidad inteligente y elegante espíritu crítico y corrosivo. Más allá de la demostración, más acá de la conjetura, Ayala sabe jugar a los dados con la inteligencia y emprender así una abolición de las esclavitudes intelectuales que suplantan con sus mitologías el ejercicio creador. En la pista prosística de Ayala danzan animadamente y con soltura acicaladamente desarreglada (soigneusement debraillée) el ensayo y la narración bajo la mirada vigilante y cómplice de Borges, De Quincey, Papini y Chesterton, invitados de rigor a este banquete ensayista.
     Otro género de convivio intelectual es al que va Armando González Torres al contrastar, en contrapunto, paralelo y convergencia, las figuras e itinerarios del europeo George Steiner y del americano Octavio Paz. En sus obras confluyen —señala— algunos caudales y afluentes decisivos de la historia intelectual contemporánea. Cada uno por su lado, levantan diagnósticos de la patología que vulnera el cuerpo cultural de Occidente; cada uno rompe con el pacto apolítico de la academia universitaria y sabe inventar una nueva política —un pensamiento propio sobre la cultura— al margen de partidos y doctrinas; cada uno, en fin, construye un discurso hospitalario para la comprensión y comunicación con la gran obra de arte en esta edad tan poco propensa a la comunicación poética y artística. El ensayo de Armando González Torres tiene, entre otras, la virtud de hacer surgir ante nosotros un continente crítico capaz de poner fronteras y límites a los avances —sólo en apariencia— inexorables de la mercantilización y sus desiertos.
     La dialéctica de la frontera y del microcosmos, del edén memorioso y de los desiertos abiertos por la historia, es uno de los temas que subyacen, organizándolos, al ensayo de María Teresa Meneses. Caleidoscopio de escritores italianos contemporáneos, el de Meneses compone en miniatura una esfera fabulosa donde se refleja la historia de la Europa actual. La ensayista mexicana ha leído, entre otros, los libros de Giorgo Basani, Claudio Magris y, por supuesto, Italo Svevo. Además ha entrevistado personalmente a uno de estos escritores o a sus conocidos y amigos y contemporáneos y ha cotejado y ha transcrito sus palabras en la geografía que los engendra: invención de los espacios, fábula de la geografía desprendida de las obras, reportaje, entrevista, crónica, ensayo, despliegue de una idea materializada en tres ciudades emblemáticas de la literatura italiana contemporánea. Camina por Ferra y por Trieste con la misma soltura que lleva a Graciela Martínez Zalce a practicar Quebec y Montreal —como el que está acostumbrado a transitar al mismo tiempo por la ciudad de la memoria y la de la política y la historia. El microcosmos histórico literario, fabuloso, recreado por esta obra parece un regreso, el del nieto que ha oído hablar de las casas de sus abuelos y las descubre con una avidez que presta al relato una urgencia. Esa historia es la del siglo XX, de ella es la casa de la abuela.
     En Aguilar-Bay, Ayala, González Torres y Meneses el ensayo mexicano contemporáneo ahonda su despertar: la deslumbrante exposición erudita de Aguilar-Bay, el penetrante y debraillée vuelo irónico y poético de Ayala, la bien trazada arquitectura intelectual de González Torres, la recreación fervorosa de la vida y de la geografía donde florece la escritura en las memorables evocaciones de María Teresa Meneses.
     Si este grupo de ensayistas —junto con los otros de este programa— aparece como un archipiélago de islas afortunadas, se puede pensar que la tierra firme no está muy lejos. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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