Una bahía, un puerto, unas casas en el cerro: Valparaíso. Con sus fragatas militares perfectamente alineadas, y sus grúas algo viejas y sus containers provenientes de Alemania,Japón e Inglaterra. Yo me asomo a la baranda del Cerro de Artillería y sigo con los binóculos a los trabajadores portuarios. Metidos en las dos circunferencias amplificadas los veo operar grúas, conducir camiones y estibar carga. También veo a varios hombres vestidos de traje sobre la cubierta de un barco con bandera inglesa monitoreando las tareas y celebrando con champán. El trabajo es mecánico y no acaba nunca. Más cajas, más camiones, más movimiento de grúas. Todo con una sistematización impresionante. Pienso en On The Waterfront, de Elia Kazan, traducida con el sorprendente titulo de Nido de ratas, con Marlon Brando haciendo de héroe portuario. Un sindicato corrupto, un asesinato misterioso, el amor de una mujer rubia. Y Brando interpretando uno de los mejores papeles de su carrera. Imagino sindicatos corruptos, asesinatos y mujeres rubias en el puerto de Valparaíso y me esfuerzo para ver eso con los binóculos. Pero sólo hay trabajadores, casi todos morenos y muchos con rasgos indígenas, vestidos con uniformes y cascos protectores trabajando como hormigas. Calco en vano el puerto de Marlon Brando sobre el de Valparaíso: aquel Nueva York nocturno de la película de Kazan se derrite con el sol de la primavera porteña. Sin embargo insisto: allá abajo, en el interior de esos contenedores, hay kilos de heroína que salieron de Afganistán vía Ámsterdam; ¿o se trata de un contrabando de merluza congelada que llegó del puerto de Vigo para competir en precio con el autóctono congrio?
Nunca salgo sin ellos. Los binóculos, digo. Son una expresión de la impertinencia. Y como el turismo es un subgénero del voyeurismo, entonces me apertrecho de ellos con renovado ánimo. Además, en este preciso momento, alguien, quizás otro turista, puede estar observándome con sus binóculos. Sí, estoy seguro. Desde algún lugar del Cerro Barón monitorea mis pasos, me persigue sin mover un dedo, elabora juicios sobre mí. Pensemos en una ciudad donde todos los habitantes calzan binóculos en el borde superior de sus tabiques nasales. La relación entre todos cambiaría. Entre otras cosas la intimidad sufriría de astigmatismo: sólo podría ser vista de lejos. Lo cercano luciría borroso. Dialogaríamos con la lejanía.
Paisaje es toda confluencia entre el mundo exterior y nuestras órbitas visuales. Miento. Paisaje es una arquitectura interna donde apenas logramos hacer coincidir lo que vemos con lo que deseamos ver. En esa brecha que es asombro se genera el paisaje. Y todo paisaje es una interrogación de la percepción. Mirar es preguntar. Yo me asomo a los grandes ventanales de La Sebastiana en el Cerro Concepción y miro y me pregunto: ¿Qué veía Neruda cuando se asomaba a estos cristales? Pienso en Rimbaud que veía las nubes y nada más que las nubes. O el viento pasar. Sí, Neruda veía el viento pasar desde los ventanales de su casa en Valparaíso. “Yo construí la casa. La hice primero de aire. Luego subí en el aire la bandera y la dejé colgada del firmamento, de la estrella, de la claridad y de la oscuridad”.
Inconfundibles metáforas nerudianas. Aéreas, como de pájaro hilvanando arquitecturas con su vuelo. Podemos inventar otras tantas para ilustrar las tarjetas postales que venden a quinientos pesos en la tienda de souvenir de La Sebastiana. Pero hoy las metáforas no hilvanan nada, salvo sueños de consumo. Ya no ascienden, se precipitan; no vuelan, se arrinconan. Vivimos los días de la metáfora ominosa. Y esto no está del todo mal. Hace rato dijimos adiós a las oxigenadas esferas donde intentamos copiar el éter del espíritu, o la sospechosa trascendencia, siempre tan vapuleada. Hoy presenciamos pájaros, sí, pero son aves estrelladas, pegotes de coágulos y reguero de plumas. Qué más da.
“Un racimo de casa locas”. Así llamaba Neruda a Valparaíso. Y es que trepan insisto con las metáforas como pisadas de un gigante cerro arriba. Casitas de colores, con chapas de zinc en sus muros, y ventanas de guillotina casi siempre cerradas. Parecen tan frágiles al borde de los precipicios… Me recuerda a la Lisboa de El Chiado, y espero en vano, a la vuelta de una esquina, el olor penetrante de las sardinas asadas. Callejones zigzagueantes, laberintos estrechísimos, cunetas y veredas por donde pasa más cómoda el agua que nuestras pisadas. Rincones de la intimidad que pronto, con el paso de las feroces oficinas inmobiliarias, se convertirán en rutilantes vidrieras. Paradoja de la inversión turística: recupera los espacios destartalados para entregarlos al destartalado consumo.
Me muevo de un cerro a otro. Pero no doy zancadas, me monto en ascensores. En esto también Valparaíso se parece a Lisboa. Pero aquí los hay por montones. Todos centenarios. Lo divertido es que un escritor, sí, un escritor es el inventor de estos artefactos que parecen salidos de las páginas de la Enciclopedia de Diderot y D´Alembert. Liborio Brieba escribía novelas de terror Las camisas de Lucifer, Los anteojos de Satanás y la gente no podía sino temer una desgracia al montarse en semejantes aparatos. Fierros del maligno, vehículos del Demonio, decían. Y el invento tardó en ser asimilado por los habitantes. Hoy en día son la marca que identifica a la ciudad. Yo me subo a ellos como si fuera la montaña rusa de un parque de diversiones, pero ambientado en plena Revolución Industrial. Más que un viaje al tope de los cerros es un viaje al túnel del tiempo. Trasladarse en estas cabinas de latón es lo más parecido a vivir una experiencia lúdica urbana. Es como si un niño hubiera intervenido en el diseño del transporte público. Las extravagantes ciudades espirituales que Xul Solar diseñó en sus acuarelas alucinadas, pueden hacer uso de estos ascensores porteños para comunicar sus elevados palafitos. Escaleras al cielo, mientras los engranajes chirrían.
Acá arriba, en el paseo Atkinson del Cerro Concepción, me pasó algo inaudito. Hace un rato apunté mis binóculos hacia la Plaza Aníbal Pinto donde está el centenario Bar Restaurant Cinzano. Allí pude ver la parada del tranvía, los toldos de la vieja librería Ivens, y las mesas que cubren la terraza del Café Riquet. Justo en el momento en que hacía un lento paneo sobre la plaza, me topé con un señor de unos sesenta años. Un señor de unos sesenta años sentado en la terraza del Café Riquet de Valparaíso no tiene ninguna importancia, salvo que éste me miraba directamente a los ojos, es decir, a los binóculos. Mediaba entre nosotros una distancia de unos doscientos metros. Su mirada era fija y penetrante. Me recorrió un temblor desconocido y sentí miedo. Aparté los binóculos y del susto se me cayeron al suelo. Quedé perturbado. Me recorrió una vergüenza incómoda. Por instantes me puse en la senda del arrepentimiento y la penitencia. Dejé pasar el tiempo, quizás veinte segundos o más, y volví la mirada sobre la plaza, esta vez sin binóculos, pero no alcancé a ver nada. El señor estaba lejísimos y era apenas una hormiga. Entonces tomé los binóculos nuevamente y apunté hacia la plaza pero sólo conseguí ver un paisaje fragmentado y caleidoscópico. Los cristales del lente se habían roto con la caída. Insistí en este nuevo paisaje, cubista por demás, y pude ver otras cosas. La quebradura de lo que tenía frente a mí negaba las metáforas nerudianas, siempre tan armónicas, y concebía la posibilidad de un puerto a la medida: con sindicatos corruptos, asesinatos misteriosos y hermosas mujeres rubias. Una mirada rota, pensé, genera un paisaje más íntimo. “Un racimo de casas locas”. Un racimo de fragmentos. Y Valparaíso, con semejante nominación edénica, merecía que la agrietara, que rompiera el cristal a través del cual pretendía ser vista. Así, con mis binóculos rotos, me fui de esta hermosa ciudad sin quedar atrapado por las postales que la retratan a quinientos pesos. –
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