Era el siglo pasado. El verano de 1975. El último julio de Francisco Franco y su último agosto. Yo tenía siete años. Dormía en un colchón, extendido en el suelo, en una de las habitaciones del piso de Castellón que mis padres y mis tíos habían alquilado para pasar juntos treinta días de vacaciones, en un edificio alto de un ensanche reciente. Era la primera vez que lo hacíamos y sería la última vez que lo haríamos. Castellón era un lugar extraño para veranear, no era como hacerlo en Salou o en Benidorm o en Sitges o en las Islas Canarias o en un pueblo del interior, en un país lleno de pueblos que habían ido quedándose vacíos. Éramos muchos en el piso, que era más grande que el piso en el que vivíamos en Zaragoza y que el piso en el que vivían mis tíos y mis primos en Aranda de Duero, y no había un lugar en el que se pudiera estar verdaderamente solo, ni siquiera en el baño, pero yo me sentía completamente solo entre tantos padres, madres, primos, hermanos, cuñados, sobrinos, hijos. El piso estaba lejos de la playa, junto a una plaza parque rodeada por unas palmeras muy altas y en la que por la noche, cuando huíamos del calor del piso para buscar la brisa, que a menudo no llegaba, atrapada en el laberinto de edificios, había vendedoras de altramuces, cuyo sabor, agua con sal, me gustaba. Las ventanas del piso había que tenerlas cerradas para que el piso no se llenara de arena y de moscas. Las persianas del piso tenían que estar siempre bajadas para evitar que entrara el calor en el piso.
Plaza de toros de Castellón
Era de noche. Hacía calor. Los focos que iluminaban el ruedo añadían calor seco al calor húmedo de Castellón. El olor de los animales era muy intenso y sólido: se quedaba en el cerebro, agarrado con ganchos. Los tendidos estaban casi vacíos. Solo en la zona en la que estábamos sentados había algo más de público, pero disperso, sin forma. Se podía oír con claridad la respiración de los enanos cuando estiraban con fuerza la cola de un toro, que se movía con fatiga. Era un toro negro y flaco y viejo. Otro toro corneó al Bombero Torero, que empezó a sangrar abundantemente. Mi padre me dijo que no era sangre de verdad, que era una broma que formaba parte del espectáculo. Luego el Bombero Torero volvió a entrar en la arena, con un aparatoso vendaje en la mano, manchado de rojo, que no le impedía seguir dando pases con la muleta a otro toro igual de negro e igual de flaco que embestía cabeceando al aire. Eran los mismos lances taurinos que había dibujado Goya. Eran los mismos enanos que había pintado Velázquez, y seguían ahí, como entonces, y es posible que fueran descendientes de aquellos bufones, Sebastián de Morra, el de la perilla, Juan Calabazas, apodado Calabacillas, el de la mirada estrábica, moviéndose para hacer reír a sus espectadores: ya no hacían reír a los reyes y a la corte española, porque ya no había reyes ni corte, pero seguían intentando hacer reír a una clase media que estaba de estreno, asombrada de la distancia que habían logrado poner entre sus padres y ellos, entre los terrones y los trajes. Dos enanos se subieron encima de un toro y caminaron por su lomo, imitando los gestos de un equilibrista sobre el alambre. El toro no se movió en ningún momento, como si estuviera disecado, pero volvió a los corrales trotando, con un paso distinguido, diferente al de los otros animales. Mi padre y mi madre se reían con el Bombero Torero y con sus enanos, pero yo no conseguía reírme con las volteretas y con los revolcones. No me sentía bien por ello, me molestaba no entender el espectáculo y me parecía que esa incomprensión estaba empezando a fabricar un camino que me alejaba de la vida de los otros. Los enanos iban vestidos con minúsculos trajes de torear, cuyos dorados brillaban cuando los focos les iluminaban. Años después, vi en casa de mi amigo Ángel Golet Peg docenas de maniquíes con trajes de torear: su padre era mozo de espadas y ganaba un dinero extra alquilando trajes de torear a los chavales que soñaban con ser toreros, y que escasísimas veces llegaban a tomar la alternativa. Al acercarme a los maniquíes, vi los costurones zurcidos y las abundantes manchas de sangre, ya desleídas, sobre las chaquetillas rosas y azules. La sangre se resiste al agua y al jabón. Los enanos se inclinaban hacia adelante y se quitaban las monteras y las lanzaban al aire y las recogían con cabriolas. El olor de los animales, más caliente y más sólido conforme la noche avanzaba, se enganchaba cada vez con más fuerza en mi cerebro y no sabía cómo sacarlo de allí. Los animales formaban parte de la compañía del Bombero Torero, y aquí me gustaría ahora anotar sus nombres, como si hubiera llegado a saberlos alguna vez. Los enanos se marcharon del ruedo en un camión de bomberos de miniatura, mientras hacían sonar con fuerza unas campanas. Aplaudimos. Las luces que iluminaban la arena se apagaron.
Avenida del Mar de Castellón
Entre nuestro piso y la playa del Grao había varios kilómetros de separación, pero algunas mañanas los recorríamos caminando, siguiendo la Avenida del Mar durante más de una hora. Atravesábamos el centro de Castellón y luego avanzábamos por zonas industriales, con talleres mecánicos y naves industriales, y aun pequeñas zonas agrarias, que habían quedado encerradas, sembradas de verduras sucias, y antes de llegar a la arena entrábamos en el barrio de pescadores del Grao, construido con casas pequeñas y apiñadas, que tenían sillas bajas de enea en las puertas.
Museo de Ciencias Naturales el Carmen de Onda
Era una construcción anexa a un convento, donde todavía vivían unos monjes, aunque no se notaba su presencia. Había varias salas en las que se amontonaban vitrinas acristaladas: con fósiles, con mariposas, cientos de mariposas, con serpientes, con insectos, con huesos que componían esqueletos incompletos, con animales disecados, como los de los escaparates de las tiendas de taxidermia, pero las salas del Museo de Ciencias Naturales el Carmen no tenían el olor químico que salía de las tiendas de taxidermia, con animales hechos de papel maché o de algún otro material ligero y que no guardaban ninguna proporcionalidad con su verdadero tamaño. Algunas de las vitrinas eran grandes diaporamas y representaban a los animales en su hábitat: reproducían una escena apacible de su vida en la naturaleza. Me quedé fascinado por uno de los animales, que no estaba en una vitrina sino en una campana de cristal, quizá porque era imposible recrear en un diaporama una escena pastoril que nunca se había producido, situada en una estantería muy alta que resultaba difícil de ver: un cordero completamente blanco, de una lana rígida, que tenía dos cabezas, las dos con cuello. Además de disecado, el animal, o los animales, porque no compartían el cerebro, parecía haber sido reducido con la técnica que los jíbaros utilizan para reducir cabezas humanas. Una de las cabezas del cordero miraba hacia la derecha y otra de las cabezas miraba hacia la izquierda, pero esa simetría, que quitaba realismo a la anomalía cierta de la mutación natural, parecía habérsela dado el taxidermista jíbaro. ¿Habrían nacido también niños con dos cabezas? ¿Se dejaba que vivieran? ¿Lograban vivir durante mucho tiempo? ¿Necesitaban comer las dos cabezas? ¿Sería una cabeza la de una hembra y la otra cabeza la de un macho?
Manicomio de Jesús de Valencia
Mi padre y mi madre iban a Valencia a ver a una prima de mi padre, Marieta, que estaba ingresada en un centro psiquiátrico, desde poco después de la Guerra Civil, que era la medida del tiempo todavía entonces. Mi madre había nacido durante la guerra y su primera fotografía fue tomada en el frente, probablemente en Guadalajara, donde mi abuelo luchaba en el ejército de los sublevados. Mi madre decía “como llegue una guerra sabrás lo que es bueno”. Mi madre hablaba del miedo que causaban los maquis y de los secuestros exprés que realizaban. No sabía nada de Marieta, pero les propuse sumarme a la visita, y mis padres accedieron a que fuera con ellos. ¿Van hoy los niños de siete años a los manicomios? ¿Hay todavía manicomios? ¿Hay locos que ingresen en un manicomio y ya no vuelvan a salir jamás? En el asiento trasero del coche, un Renault 6 blanco, me pegué a la ventanilla, que estaba subida para evitar que entrara el calor, y miré el paisaje durante todo el trayecto. Los árboles y los pueblos que cruzábamos y las lomas y el cielo y los coches descapotables, dos, uno, con matrícula extranjera, conducido por una mujer, y, a veces, algún pájaro que se movía rápidamente para tratar de espantar el hambre. Marieta se alegró mucho de vernos. Su sonrisa era enorme y no guardaba en ella nada oscuro. Mis padres habían hecho su viaje de bodas a Valencia en 1958, y desde entonces, diecisiete años antes, no se habían vuelto a ver, pero para ella el tiempo no seguía la misma dirección que para nosotros. Estábamos en el jardín del manicomio, que se llamaba de Jesús, sentados ellos tres en un banco de piedra, junto a un seto verde, y yo de pie, y hablábamos como si no hubiera una frontera entre Marieta y nosotros. Marieta, lo supe muchos años más tarde, había tenido una vida en este lado en el que ella ahora ya no estaba y en el que ella no volvería a estar jamás, y había viajado y se había enamorado y se había casado y en un grave problema económico, quizá relacionado con el almacenamiento ilícito de productos en la posguerra o con el estraperlo que había terminado en juicios y cárcel, y es posible que todavía estuviera cumpliendo su condena en ese manicomio de Valencia, había estado en el origen de su enajenación. No vi a otros locos en el manicomio de Jesús, ni en el jardín ni asomados a las ventanas. No vi locos hasta veinte años después, todavía en el siglo pasado, en el manicomio de Mondragón, adonde fuimos con un equipo de televisión para grabar una entrevista a Leopoldo María Panero: cientos de locos que caminaban por un patio no muy grande y atestado, locos con la mirada perdida, desaseados, todos hombres, alcohólicos, solteros, según me dijeron, vestidos con trajes oscuros y que se acercaban a tocarme para comprobar que no era una imagen que existiera solamente en su cabeza y que al comprobarlo se quedaban durante un instante a mi lado esperando algo que yo ignoraba y al no obtenerlo volvían a caminar recuperando la dirección trazada con anterioridad. También nos sentamos en un banco con Leopoldo María Panero, que solo quería fumar, un cigarrillo tras otro, y beber Pepsi-Colas, como el loco investigador de las novelas policiacas de Eduardo Mendoza, y no quería responder preguntas, si acaso recitar sus poemas llenos de sapos: “Tengo cinco poemas / escritos contra mí mismo / contra mi máscara y deseo / de ser verdad, como la muerte, / como el sapo obsceno de la muerte / que escupe aún un tardío poema / un poema ya para nadie / la imagen del lector contra / treinta monedas”. Marieta preguntaba a mi padre y a mi madre por personas que habían muerto mucho tiempo atrás. Mi padre y mi madre le respondían diciendo que esos muertos estaban muy bien, e inventaban la prolongación de sus vidas fantasmas. A mí me confundía Marieta con un primo suyo, con el que había estado muy ligada de niña, que también había muerto, y me hablaba de un río en el que yo no había estado pero del que notaba el contacto con sus aguas en mis pies. Yo no le llevé la contraria, movía la cabeza asintiendo. Josep Carles Laínez vivía en el barrio del manicomio de Jesús de Valencia y ha escrito que “a los locos los dejaban salir muy de vez en cuando, y pululaban por el barrio”. ¿Si hay ahora manicomios y si hay locos en ellos, los dejan salir por las calles? ¿Hay niños que los miran? Marieta me acarició la cara y quiso darme un caramelo, se rebuscó en los bolsillos de la chaqueta de algodón fino que llevaba, pero no tenía caramelos, y de repente perdió el interés en nosotros, dejó de hablar, se levantó y se dirigió hacia una puerta, donde la esperaba una monja, que la envolvió en sus brazos como si se tratara de un animal herido. Levantamos las manos para despedirnos. Salimos, cruzando una puerta de hierro. Pregunté a mi padre por todos los muertos que habían resucitado y fue mi madre la que me respondió. Me habló de la necesidad ocasional de la mentira y de sus beneficios. Sin embargo, yo, de momento, no tenía que practicarla: yo tenía que seguir diciendo siempre la verdad. Siempre. Anocheció mientras regresábamos a Castellón, muy despacio, en una carretera llena de camiones. Cuando mi padre aparcó el coche cerca de la gran plaza parque en la que estaba nuestro piso, mi madre me despertó sin violencia, como tantas veces hacía para que yo fuera al colegio, diciendo en un susurro mi nombre: Félix, Félix.
Lonja de pescado del Grao de Castellón
El suelo mojado y continuamente remojado por unos operarios que llevaban una larga manguera y botas altas de goma verde. El olor a pescado suspendido en el aire y el olor a sangre fresca de pescado suspendido en el aire. Las cajas llenas de sardinas. Los pulpos. Los atunes. Los vendedores subastando los lotes. Uno de ellos me pidió que me acercara. Llevaba un delantal de rayas horizontales negras y verdes. Cuando llegué, cogió mi brazo, como si fuera un ventrílocuo y yo su muñeco, e hizo que mi mano acariciara el lomo de un pescado, siguiendo solo una dirección. Diles que es más suave que la seda, me dijo. Y yo, que todavía no podía mentir, pero que todavía no reconozco el tacto de la seda, decido decir mi primera mentira benéfica y digo que sí. La gente se rió. El vendedor cogió el pescado y me lo entregó. Lo cogí por la cola y cuando regresé al lugar en el que me esperaba mi padre, me dijo, mientras se sonreía: la pesca ha sido tan buena que ha merecido la pena madrugar. Por la noche, después de volver de la playa, mi madre preparó el pescado y me lo sirvió entero en un plato para mí. Tenía muchas espinas: algunas se me clavaron en la boca.
Desierto de Las Palmas, Benicàssim
La distancia entre Castellón y el Desierto de Las Palmas, junto a Benicàssim, es de poco más de diez kilómetros, pero parecía que lleváramos horas en el coche. ¿Éramos también nosotros figuras dentro de un diaporama? ¿Éramos una representación de la vida y no la propia vida? Cuando nos estábamos acercando vimos humo que se elevaba hacia el cielo, que estaba gris, la razón por la que habíamos cambiado el día de playa por la excursión pedagógica, y cuando nos estábamos acercando todavía más vimos las llamas y vimos cómo ardían las copas de los árboles. Cuando empezábamos a alejarnos el olor y el calor del incendio entraron en el coche. Mi madre sacó de su bolso un bote de plástico rosa lleno de colonia, empapó su pañuelo y me lo dio para que me lo pusiera cerca de la cara. Cuando estábamos más lejos, el pañuelo apretado en mi nariz, me giré completamente para mirar el fuego a través del cristal trasero del Renault 6 blanco. El humo iba ganando espacio y consistencia en el cielo. Las llamas eran de un naranja intenso. ~
(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.