La investigación ha sido impecable. Sólo diez días después de la tragedia que costara la vida al secretario de Gobernación y a varias personas más en pleno corazón de la Ciudad de México, el gobierno ha informado que el desastre se debió a la falta de preparación y a la impericia del dúo al mando del avión. Además de desconocer los controles del Learjet, los pilotos ignoraron la orden de mantener una sana distancia del inmenso 767 de Mexicana que se aproximaba también a su aterrizaje. El descuido fue fatal. Como me explicaba un experto en aeronáutica hace unos días: un avión del tamaño del 767 es a un Learjet lo que un buque tanque a un bote de remos. Una vez que la estela del avión de Mexicana atrapó al de Mouriño, el giro fue definitivo y la desgracia estaba firmada. La reciente aclaración del secretario Luis Téllez fue no sólo categórica sino elegante. La decisión de no dar a conocer esos últimos segundos, durante los que un grupo de seres humanos no pudieron hacer otra cosa más que gritar y encomendarse a Dios, demuestra un pudor necesario en un país que ha perdido el respeto a las palabras. No, no es necesario escuchar el sufrimiento de los pilotos ni la agonía impotente de los pasajeros para saber que la transcripción es fidedigna. No hay razón alguna para dudar: Mouriño, sus colaboradores y los infortunados en tierra murieron no por un sabotaje o un atentado sino por la más humana —y lamentabilísima— de las fallas.
Por lo demás, nada de esto parece importar a la gente obstinada en buscarle tres pies al gato. En un sólo día, en Tercera Emisión de la W, recibimos no menos de 60 llamadas con distintas teorías de la conspiración. Algunas parten de la desinformación. ¿Cómo es posible —se preguntaba un radioescucha— que los otros aviones que entran en fila todo el día sobre la Ciudad de México no se caigan también por la estela de la aeronave que les precede? Algunas más son producto de una imaginación acelerada. Mi favorita en esta categoría sugería que los pilotos podrían haber aterrizado sobre Reforma o, en su defecto, amarizado sobre el lago cercano a la gran feria. Otras teorías nacen de la malicia y la confusión malsana. Un oyente estaba seguro de haber escuchado que el avión había recibido el impacto de un cohete. Otro más decía ser amigo de un miembro del servicio forense, quien a su vez le había informado que el cuerpo del piloto mostraba señales de envenenamiento (le pedimos que nos diera los datos y colgó el auricular). La peor versión llegó cerca del final del programa. En un relato perverso, el radioescucha afirmaba que Mouriño jamás abordó la aeronave: “está en Galicia descansando; solamente así Calderón se pudo deshacer de su amigo incómodo”. Este oyente no está solo: la idea de que Mouriño escapó “de la justicia mexicana” a través de una coreografía horrorosa que costó la vida a más de una decena de personas ha sido ampliamente difundida en blogs, sitios de internet y charlas informales desde el mismo día del accidente.
El viernes mismo charlé con Julio Patán, autor del libro Conspiraciones, deliciosa historia de las teorías de la conspiración. Le pedí que descifrara el origen de la seducción de las teorías conspiratorias en el caso Mouriño. Patán explicó que “darle una explicación macabra, atroz, pero a fin de cuentas manejable a una tragedia de este tipo” parte de la necesidad de la certidumbre: “En nuestra mente no cabe la posibilidad del error, las cosas deben estar planeadas —pueden estar espantosamente planeadas— pero están planeadas”. Patán también sugirió que resulta mucho más fácil decidir que hay un grupo macabro detrás de lo que ocurre en el mundo que aceptar que “en la vida ocurren tragedias y no tenemos control sobre todos los acontecimientos”. Precisó, además, que las teorías de la conspiración encuentran terreno fértil en la ignorancia. Cuando las autoridades no informan con claridad y contundencia, la imaginación se echa a andar. Le pregunté si, en el caso de Mouriño, encontraba este vacío informativo que da pie al caldo de cultivo al que se refería. “Me parece que no. Ante las teorías de las paranoia lo único que queda es mostrar los datos, la información de la mejor manera posible y de la manera más rápida posible y esta política de comunicación ha sido acertada”, contestó contundente.
Y eso es lo que resulta lamentable de las versiones perniciosas que aún corren sobre lo ocurrido el 4 de noviembre. A diferencia del caso Colosio, las dudas no nacen del vacío dejado por un gobierno confundido y temeroso. Felipe Calderón ha actuado de manera irreprochable. Recurrió, por ejemplo, a autoridades externas para que realizaran el peritaje. Después de los primeros minutos de confusión, peinó la zona del desastre a conciencia. Respetó a los muertos y procuró a los heridos. Informó a cada paso a los ciudadanos. ¿Qué espacio queda, entonces, para los paranoicos? El único terreno disponible es, me temo, el de la ignorancia voluntaria y, peor aún, el de los odios políticos. Ya Leo Zuckermann recopilaba en Excélsior la lista de sangrientas invectivas que los partidarios de Andrés Manuel López Obrador —el mismo que de “violencia” dice no saber nada— le han dedicado al desaparecido Mouriño, a Vasconcelos y, por supuesto, a Calderón. Del deseo de que el avión hubiera caído “en los pinoles” hasta el regocijo por la muerte entre llamas del “español corrupto”, la furia y el gozo de los lopezobradoristas ha sido una vergüenza. En los días posteriores a la tragedia, más de un colaborador cercano de López Obrador ha evitado referirse a Mouriño como el secretario de Gobernación sólo para llamarle “el colaborador cercano de Felipe Calderón”. No cabe duda y a nadie debe escapársele: cuando se pierde la brújula moral y el sentido de humanidad frente a la tragedia, se ha perdido todo.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.