Fabrizio Mejía Madrid ha escogido ponerse bajo la advocación de Woody Allen, no sólo como el inventor de fantasías desquiciadas y cómicas, sino como el cronista de lo que siente y piensa una parte de nuestra intelligentsia, ese pequeño e influyente país que tiene (o tuvo) su corazón en algunas facultades universitarias y que llegó a identificarse, antes de la alternancia electoral, con la “sociedad civil” misma, teniendo al periódico La Jornada como blasón y a Carlos Monsiváis como patricio laico. Al expandirse, gracias al dominio del Partido de la Revolución Democrática en el Valle de México, la que había sido una gauche divine perdió mucha de su alcurnia, víctima de la más duradera de sus victorias, la democratización bárbara que contribuyó a establecer y de la que no se ha beneficiado en la medida de sus sueños.
Menos que a sus héroes, esa izquierda letrada prefiere cantar sus derrotas o, al menos analizarlas con la gravedad de quien recuerda, con la debida inspiración psicoanalítica, sus fracasos amorosos: el movimiento estudiantil de 1986-1987, la candidatura defraudada de Cuauhtémoc Cárdenas, el extraño paso del subcomandante Marcos por este mundo sublunar o las movilizaciones políticas y electorales que estuvieron a punto de entregarle, a López Obrador, la oportunidad de la dictadura democrática. Ese estado de ánimo, nacido de una verdad a medias, aquella que predica que la ciudadanía se forja como reacción a los agravios del poder, está en Monsiváis, en Elena Poniatowska, en Juan Villoro y tiene en Mejía Madrid al más idiosincrático (nacido en 1968, criado en el cinturón rojo de Copilco, licenciado en Filosofía y Letras) de sus relevistas.
Tequila, DF (Mondadori, 2008) es la más reciente de las novelas de Mejía Madrid, libro cuyo personaje central, un poeta maldito perdido entre las olas del resentimiento contracultural y de la inventiva esotérica, sería memorable de no ser inoportuno, anacrónico. Es imposible examinar su caso sin tener en cuenta el precedente recentísimo de Los detectives salvajes (1997) y de El testigo (2004), de Villoro. Quién lo hubiera dicho: el infrarrealismo acabó por ser la regla cómica de la literatura mexicana, la leyenda de vanguardia que nos faltaba. Mejía Madrid padece de epigonismo. No es el peor de los males –todos sufrimos en distintas fases del mal de la escuela– y sólo se libran de padecerlo esos casos de insólita originalidad que muy de tarde en tarde admiramos y leemos. Como es el caso, que viene muy a cuento, de Roberto Bolaño.
Como epígono, además, Mejía Madrid lleva ventaja por haberlo afrontado desde el principio, con una resignación que ha hecho, en su caso, de la angustia de las influencias un fervor creativo. De Entrada libre, aquel título de Monsiváis a Salida de emergencia (2007), la última colección de crónicas de Mejía Madrid, éste ha seguido a aquel (al personaje y a su obra) con lealtad filial y dada la bondad del ancho mundo que le abrió su maestro, Mejía Madrid ha descubierto otros ámbitos: la vida y muerte de un anarquista del siglo XXI (Brad Will), el cine porno en su manufactura local, la movilización cívica contra la criminalidad. También, debe decirse, en Salida de emergencia, se corroboran mitologías y se remachan convenciones: en Atenco, en Oaxaca, la izquierda radical siempre es víctima y su victimario es el eterno e inmutable monstruo priísta caricaturizado (a veces con mucho ingenio) en El rencor (2006), otra de las novelas de Mejía Madrid.
Como humorista y relator íntimo de la generación nacida en los años sesenta, Mejía Madrid ha escrito crónicas y capítulos de novelas en las que no puedo sino reconocerme: la parranda rescatista del temblor de 1985, el pavor woodyallenesco ante el resultado de la prueba Elisa, la estrecha infinitud de la antigua librería Gandhi. No llegaría yo a suscribir, empero, la letanía con la que cierra Hombre al agua (2004), su novela más conocida, enésima declaración de amor/odio a la ciudad de México inspirada por aquel mapa novohispano en que aparecía, la ciudad, bajo la forma de la bestia del apocalipsis. Y es que ante algunas páginas de Mejía Madrid, las más epigonales, se acude al desolador espectáculo de un intendente militar recorriendo tierra arrasada en busca de las provisiones que ya se llevaron, para el vivaqueo de los generales, rastreadores más inmisericordes.
Tequila, DF está construida con eficacia, usando el método de Durrell en su olvidado Cuarteto, narrando lo mismo desde distintos ángulos: la vida de un misántropo (el poeta experimental) vista por su compadre, su exmujer y validada por un testigo literario. Lo hace Mejía Madrid con su habitual sarcasmo y ya no confunde, como le ocurría en Hombre al agua, a la novela con el periodismo histórico-literario, al despliegue de una fábula con la imitación de un Inventario de José Emilio Pacheco.
Más allá del escritor costumbrista y del escéptico solidario, prefiero, entre la bibliografía de Mejía Madrid, Viaje alrededor de mi padre (2004), novela más “exótica” que algunas otras vendidas como tales con mayor fortuna y poquísima justicia. La idea del libro, a primera vista y apenas empezada la lectura, parece la peor de las ideas posibles: un libro narrado por Dios, quien no sólo no resulta ser el mejor de los narradores sino insiste en parafrasear el Antiguo Testamento, empresa que ni a Thomas Mann le salió bien. “Y sin embargo se mueve”, porque es allí donde Mejía Madrid saca provecho de su dominio del pastiche, de la sátira amarga y de las desproporciones grotescas, logrando dos fragmentos estupendos, uno en tono shakespeareano, “Ascenso y caída de la casa de Cawdor” y otro, “La suerte del camarada Beria”, escrito entre Dostoievsky y Búlgakov y resuelto en un tono admonitorio, extrañamente lírico (y onírico), que convierte a Viaje alrededor de mi padre no sólo en un capítulo inesperado del nihilismo ruso, sino en un libro clave. A ratos condenado a irse con las manos vacías, Fabrizio Mejía Madrid es tesonero y, con el tiempo, ley de la herencia literaria, ha acabado por hacer suyo, legítimo heredero, lo que perteneció a sus maestros.
(Publicado previamente en El Ángel de Reforma).
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile