Todo
empezó para mí en la Universidad de La Laguna, en
Tenerife, hacia 1989. Allí, con dieciocho o diecinueve años,
conocí a cinco personas con las que fui desarrollando una
amistad que era una mezcla de afecto y de pasión intelectual,
una proximidad casi absoluta y una coralidad natural como nunca antes
había experimentado y como probablemente nunca más
experimentaré. Estas personas eran Goretti Ramírez,
Víctor Ruiz, Francisco León, Alejandro Krawietz y
Francisco Javier Hernández Adrián, y las enumero en el
orden en que tuve el privilegio de irlas conociendo. Al cuarto año
de universidad, y después de haber renunciado a otros
proyectos demasiado ambiciosos para nuestra edad y nuestros medios,
decidimos crear una pequeña revista en formato de pliego y
compuesta por tan sólo ocho páginas. Le dimos el nombre
de Paradiso en
homenaje a una de nuestras pasiones literarias de entonces, el poeta
cubano Lezama Lima. En aquel cuarto año de universidad
habíamos tenido la suerte de contar con profesores como Andrés
Sánchez Robayna y Nilo Palenzuela, que nos animaron en nuestro
proyecto. Sánchez Robayna, además, nos facilitó
amablemente numerosas direcciones de escritores y pintores amigos
suyos, y entre esas direcciones estaba la de Vicente Rojo.
Para
el que sería, voluntariamente, el último número
de la revista, le escribimos a Vicente pidiéndole un dibujo.
Algunos de los siete responsables de la revista habíamos
terminado ya la carrera universitaria y deseábamos salir al
extranjero, como en efecto luego ocurriría, para probar
fortuna, para ampliar nuestro estrecho horizonte de islas, para rodar
un poco por el mundo. Era imprescindible que la revista acabara
entonces, antes de la diáspora. El dibujo que Vicente nos
envió representaba un volcán. Era un volcán
dibujado con tinta negra como las coladas de lava de nuestras islas
volcánicas, que allá llamamos con una palabra bella y
terrible a la vez: malpaís.
Un volcán de tinta, de lava o de obsidiana. Años más
tarde, hacia 1998, en uno de mis regresos a Tenerife desde Alemania,
escribí un poema en el que, de algún modo, está
presente aquel volcán generoso de Vicente. Es un poema de amor
junto a un volcán dormido. El volcán es el Teide, que
también celebró André Breton en su visita a
Tenerife en el año 35 y que su memoria, sin duda, conservaría
cuando visitó México años más tarde. Los
volcanes, que muchas veces nos amenazan o nos estremecen, también
nos unen, como una frágil tela de araña, “una tela
tejida entre el sol y la nada”. ~
Las
siete cañadas
Rafael
José Díaz
El
volcán no es un sueño. Tú y yo lo rodeamos
por
las siete cañadas bajo el sol
que
giraba más lento que nosotros.
No
dormía el volcán. Acompañaba
los
pasos entre flores, los abrazos furtivos
como
hogueras al borde de otro cielo.
Tú
descubriste para mí dos pájaros
conversando
abrasados por las ramas
que
ardían con el fuego antiguo del volcán.
El
sol o el ojo o el cráter
daban
luz y embebían
la
luz que sólo daban los párpados del sueño.
Párpados,
tus
párpados,
enhebrados
al sueño de los míos.
Como
la tela de la araña
que
vimos resistirse al viento
y
a la presencia oscura del volcán,
así
los párpados delgados
buscaban
en el aire el centro intacto
de
la vida y la muerte.
Secreta
estancia del amor, adonde
tú
acudías de muy lejos, del centro
de
una tela tejida entre el sol y la nada.
No
era un sueño el volcán. Por las siete cañadas
nos
decía la luz que no era un sueño
el
amor, que otra luz verían los ojos a la sombra del sueño.
~
“Volcanes
construidos”, de Vicente Rojo,
hasta
el 18 de febrero en el Instituto Cervantes
de
Alcalá de Henares.