Vida de aeropuerto

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Viajero habitual, socio distinguido del Club-permanente-de-conferencistas-universitarios, doctor honoris causa en varios centros de estudios superiores, especialista en enfermedades de equinos, porcinos y bovinos, miembro de la Academia de Veterinaria y Zootecnia, Víctor de la O tiene también un amplio currículum como visitante de aeropuertos.
     Entre aulas magnas y auditorios repletos de jóvenes ávidos de ser depositarios de su saber, la vida del doctor Víctor de la O transcurre en hoteles, restaurantes, taxis y, por supuesto, aeropuertos: mostradores de las aerolíneas, salas de espera, duty frees, tiendas de souvenirs, bares, filas de migración y aduana, puestos de revisión de equipaje y retenes de rayos X.
     Hace tiempo pasó por aquellos interrogatorios inverosímiles en los que se le preguntaba ¿Planea usted asesinar al presidente? ¿Carga entre sus pertenencias un arma de fuego? ¿Alguien le pidió que llevara un paquete para entregar en su destino final? ¿Empacó personalmente sus maletas? Sus respuestas —NO, NO, NO y sí, respectivamente— siempre fueron tomadas como buenas y verdaderas, al igual que las que anotaba en el formulario de la declaración aduanal: no cargo con más de diez mil dólares, NO llevo conmigo productos animales o vegetales —aunque para ser justos siempre temía que el café, las semillas para plantar en su jardín y una que otra especia empaquetada le fueran confiscadas— y NO he comprado objetos cuyo valor exceda los trescientos dólares permitidos. Nunca vio en los encargados de interrogarlo o de recibir su declaración el menor dejo de duda acerca de su honorabilidad.

Llegó a pensar incluso que muchos de ellos lo habían escuchado en alguna de sus conferencias y, por ende, lo respetaban.



     Tantas horas pasaba Víctor en los aeropuertos que hay algunos que conoce mejor que las universidades que más solicitan sus servicios como eminente conferencista. Sabe dónde está el bar en el que se reúnen los fumadores del aeropuerto de Miami y en qué lugar puede tomarse una copa a la una de la mañana en el O'Hare de Chicago; tiene amigos en los mostradores de twa en el Heathrow; una amiga suya le encarga siempre una línea de productos de belleza que sólo se consigue en el duty free del Juan Santamaría de San José de Costa Rica; cada que tiene oportunidad come o cena en el mismo cafetín de la terminal de Melbourne, en Australia. Etcétera.
     Hace tiempo, en una demora en la salida de su vuelo a Varsovia en el Charles de Gaulle, tuvo el ocio suficiente para hacer su propia numeralia: anotó los aeropuertos que conocía (123) y las líneas aéreas por las que había viajado (35), e hizo el cálculo de cuántas horas pasaba al mes en salas de espera (entre 70 y 80), cuántas a bordo de un avión (entre 90 y 110) y cuántas dando sus conferencias (entre 25 y 30).
     Desde que las cosas cambiaron en la vida aeroportuaria —luego del lamentable EVENTO terrorista—, el estado de salud anímica de Víctor de la O se fue deteriorando de a poco en poquito. Tenía ahora que pagar un impuesto extra —destinado a solventar las extremas medidas de seguridad en las terminales aéreas—, llegar tres horas antes en sus vuelos internacionales, que eran los más, someterse nuevamente a interrogatorios no menos descabellados (¿Planea usted hacer estallar un artefacto explosivo en un inmueble de la ciudad que piensa visitar?) y permitir que un inspector hurgara —con guantes quirúrgicos para darle un aire profesional al allanamiento— entre sus trusas, su desodorante y su piyama de caracolitos.

     El día que perdió, en Atlanta, su primera conexión con otro vuelo, hizo una rabieta tal que le valió ser llevado a la enfermería.

La segunda vez que le sucedió —en Toronto— trató de saltar a la gente que se formaba para que su equipaje de mano fuera pasado por los rayos X. En vano trató de argumentar que perdería el vuelo: casi todos los demás estaban en la misma situación. Cuando al fin llegó al puesto de control, la Encargada-de-decir-quién-sí-y-quién-no —le gustaba para ser inspeccionado a profundidad— le solicitó que se quitara las botas, el cinturón y los anteojos, y ordenó a un Elemento-de-apoyo que metiera sus enguantadas manos entre sus pertenencias. Mientras ella revisaba meticulosamente y sin prisa el calzado, el cinturón y las gafas de don Víctor de la O, el otro sacaba su cepillo y la pasta de dientes, el cortauñas (que fue incautado por tratarse de una posible arma ofensiva) y, finalmente, un osito de peluche que lo hizo sonreír. Cuando vio que ya no llegaría a tiempo a su conexión, se dirigió a la Encargada-de-decir-quién-sí-y-quién-no: "Si quiere puedo quitarme también la ropa.

Al cabo que el tiempo me sobra." La reacción de ella, como autoridad que era, siguió el manual de procedimientos. En voz audible para todos los que se formaban desesperados en la fila le contestó: "Está usted en todo el derecho de no viajar por avión. Pero si se decide a hacerlo debe someterse a las reglas de seguridad de este aeropuerto." Víctor de la O sacó con toda calma un paliacate de su bolsa de mano, limpió sus anteojos, sus botas, el cepillo de dientes y la pasta, su osito de peluche y solicitó que le fuera devuelto el cortauñas: viajaría en tren o en autobús a la ciudad que lo esperaba para recibir su sapiencia alrededor de las enfermedades infecciosas en los tímpanos de las cebras.

     Su siguiente viaje —a Londres, invitado a dar la conferencia magistral con la que se clausurarían las Terceras Jornadas Internacionales de Osteoporosis Porcina— cambió en definitiva su vida trashumante. Después de sus últimas experiencias, logró que la escala obligada que tenía que hacer en Dallas-Fort Worth fuera lo suficientemente amplia como para tomarse las cosas con calma.
     Fue el primero en bajar del avión. Su asiento de primera clase estaba situado justo al lado de la puerta. Sonrió a la aeromoza y se despidió de ella con palabras agradables. Pasó migración como pasajero en tránsito, recogió su equipaje y se fue a documentar a su aerolínea. Antes de recibir su pase de abordar un Elemento-preventivo se dispuso a interrogarlo, pero Víctor de la O se le adelantó:
     —¿Va a preguntarme si llevo en la maleta una bomba para derribar el avión en pleno vuelo?

     El Elemento-preventivo se quedó inmóvil durante un momento, se puso más serio de lo que estaba y, de acuerdo con los procedimientos, de inmediato se comunicó por la radio con un superior.

Al instante llegaron cuatro Elementos-de-seguridad armados con rifles y cámara de video y le pidieron a él —don Víctor de la O, el único doctor en el mundo que había logrado un trasplante de páncreas de vaca a un búfalo— que los acompañara. El interrogatorio fue exhaustivo (casi cuatro horas) y su equipaje revisado y vuelto a revisar, y luego pasado varias veces por los rayos X. Por más que trató de explicar que su respuesta había sido una simple broma, sus distintos interlocutores desconfiaron aún más de él. Intentó presumirles sus títulos académicos y los honores que había recibido, pero ellos sólo tenían interés en saber a qué organización terrorista pertenecía. Aunque no pudieron probarle nada, el resultado fue la deportación del eminente científico y su inclusión en la lista de las personas que no tienen permitido el ingreso a los Estados Unidos. De por vida.
     Hoy en día sigue trasmitiendo sus conocimientos al mundo a través de un medio de navegación más rápido, internet, sin salas de espera y sin rayos X que permitan que otros ojos entren en el universo privado de su maleta. –

 

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